Sopla y resopla Alejandro Vi, con los acumulados incordios de Lucrecia y el sabelotodo de Corella.
– Miquel, tú sí que eres un gran diseñador, con el "punyalet" (Puñalete). Me basta con lo que ha hecho Pinturicchio. Esos castillos caerán en nuestras manos uno tras otro.
– ¿Por obra del Espíritu Santo?
César sustituye a un voluntariamente desplazado Corella.
– Por obra de tu hermano y de las tropas a su mando. He ordenado a Joan que vuelva cuanto antes a Roma.
Hay sorna en la mirada que se cruzan César y Miquel de Corella, pero deja el cardenal en boca de su lugarteniente la respuesta.
– Sin duda grande es el deseo de servirse de su hijo el duque de Gandía, pero ¿qué experiencia de asedios tiene? ¿Qué estrategias de asaltos a fortalezas ha aprendido?
Alejandro Vi es poseedor de una verdad secreta, porque sonríe a solas con su secreto.
– En su día sabréis con qué efectivos cuento y, desde luego, Joan de Gandía no estará solo.
Levanta, caballero sobre su caballo, Joan de Gandía la vista hacia la ventana y decae su alegría de fugitivo cuando contempla la gravedad herida del rostro de María Enríquez, con el niño en brazos, las piernecitas deslizadas sobre la gravidez del vientre de su madre. Retiene Joan la imagen en su mirada, como si quisiera absolverla de la tentación del olvido, quedársela para siempre, el relativo siempre del que es capaz. Finalmente alza dos dedos hasta su frente a manera de despedida y sólo encuentra la sequedad de los ojos de la mujer después de las lágrimas, una sequedad brillante y furiosa, que permanecerá en la estela de su galopar por un pasillo de tiempo y arboledas hasta llegar al mar y ya en el barco, a medida que se alejan las costas de Valencia, siente que se despega con demasiada facilidad de la patética despedida de María, de los últimos meses de su vida, atraído como un imán cada vez más fuerte por los horizontes de Roma y el núcleo magnético del Vaticano.
Ya en los corredores pontificios desemboca en el centro del remolino succionador, esos besos en las mejillas de su padre, el abrazo cordial de César y una broma tímida de Jofre que ni siquiera entiende pero ríe. Y no pregunta quién es el hombre de mirada estudiadora que le contempla desde un ángulo de la sala porque sus ojos buscan a Vannozza y la encuentra junto a Canale y luego a Lucrecia, pero no está su hermana.
– ¿Y Lucrecia?
– De Lucrecia, ya hablaremos en su momento. ¿Bueno el viaje?
Danos noticias de España. ¿Tu hijo? ¿Y el que viene? ¡Bravo, Joan! Todo sale según nuestros planes.
– ¿Qué pasa con Lucrecia?
– Eso me pregunto yo, ¿qué pasa con Lucrecia?
Se dirige Rodrigo a toda su familia.
– ¿Qué pasa con Lucrecia?
Nadie de los reunidos contesta, pero se abre la puerta e irrumpe Sancha como una llamarada morena que obliga a cerrar los ojos al duque de Gandía.
– ¿Qué pasa con Lucrecia? -pregunta Sancha burlonamente, y se contesta-: Que es una santa.
Con la excepción de su santidad, nadie en la familia tiene los pro fundos sentimientos religiosos de nuestra Lucrecia. Acabo de verla en su tienda de campaña en el monasterio de las dominicas. "Ora et labora. Ora et labora." También estaba allí, consolándola, el espía de la familia, Perotto. ¿O no debe admitirse que es el espía de la familia? No hay familia romana que no tenga espías para vigilar a las demás familias. Lo nuevo es tener espías para vigilarnos a nosotros mismos.
Un arrobado Rodrigo quita importancia al sarcasmo cabeceando generoso y ofreciendo a Joan como ofrenda la gracia de su nuera. No tiene César ojos para nadie más que Sancha, tampoco Joan, deslumbrado, y ha de darle un codazo el joven Jofre.
– Es mi mujer, Sancha.
Asume el joven la propiedad de la muchacha enlazándola por el talle y acercándosela al recién llegado. Sancha mira un momento a César y al otro a Joan, para fi nalmente enfrentarse irónicamente a Vannozza.
– Vannozza, qué hijos tan guapos tienes. Me habían dicho que estabas casado con una castellana rígida, siempre de luto.
Vuelve a los ojos interiores de Joan el ramalazo de imagen de María Enríquez en la ventana, severa, enlutada, pero hermosa en su recuerdo y va a defenderla, pero el calor que emana de la morenez de Sancha le impone silencio, a César indignación y a Jofre la inquietud nerviosa con la que manosea a Sancha para dejar constancia de su propiedad. Ha captado la situación Rodrigo, por lo que da palmadas e impone prioridades.
– Ya llegará el momento de la relajación y la memoria. "Ara, Joan, anem per feina" (2). Fuera las damas, y tú, Jofre, procura que tu mujer no se pierda por los [4]corredores. Siempre hay que saber dónde están las mujeres. César, quédate.
Da la espalda a todo Alejandro y gana la estancia donde permanece la maqueta de los castillos. Observa Joan que en el cortejo seguidor del papa no sólo avanzan César, Miquel de Corella, Juanito Grasica y Ramiro Llorca sino también el caballero estudiador y esquinado que no ha sido presentado y que prosigue su puesta en situación con economía de gestos.
Extiende el brazo el papa sobre las futuras conquistas. Con un arquear de cejas invita a César a la explicación y no se entretiene el cardenal.
– Joan, éstas son las fortalezas a conquistar, no por conquistarlas, sino por un plan de anexión real de territorios para el Estado pontificio en detrimento de los poderes feudales. Recuerda la expansión hacia Nápoles tan contestada por los Della Rovere, ahora se trataría de rodear Roma de un territorio estatal real de obediencia a su santidad.
– ¿No te basta con amenazarlos con la excomunión? ¿No es más poderosa la posesión espiritual?
– Han pasado muchos años desde la sumisión de Canosa. Los príncipes modernos ya no tienen miedo a condenarse y pensadores como Valla han cuestionado la legitimidad histórica de que Constantino atribuyera a la Iglesia poder temporal.
Ya no estamos prefigurando príncipes o emperadores como en los tiempos de Marsilio de Padua o de santo Tomás, situados en la punta de la pirámide por la gracia de Dios y de su representante en la Tierra, el papa. Los príncipes modernos son reales y se lo deben todo a la realidad de su poder. Se han refugiado en un remedo de Dios y su Iglesia, el Estado.
No ha sido cordial la respuesta de César y Alejandro le invita a que sea paciente y continúe su explicación.
– Los reyes de España han conseguido la unidad a hierro y a fuego, el de Francia lo mismo, el emperador Maximiliano de Austria está sobreponiéndose sobre los señores feudales. Es otra fase de la Historia. Unidades nacionales.
Reyes fuertes. Retorno a la idea del Imperio. Banqueros. Descubrimientos científicos. Nuevos mundos para la expansión. Hay hasta quien dice que la Tierra es redonda. ¿Qué puede hacer Italia, dividida en ciudades-Estado y sometidos todos al capricho de las familias feudales?
Se encoge de hombros Joan y contempla los castillos como si fueran enigmas. Luego se echa a reír.
– No entiendo para qué lo haremos, pero me gustará hacerlo. Seremos más ricos. Más temidos y por lo tanto más guapos. Más admirados. ¡Espléndido!
No hay desencanto en la expresión que César dedica a Corella
cuando se retira de al lado de la maqueta y deja a su padre la iniciativa.
– Miles de hombres están preparados, y lo que es más importante, dispondrás de la asesoría de un gran militar.
– ¿Asesorías? ¿Desde cuándo un Borja ha necesitado asesorías?
– Hasta los Borja necesitan asesorías, Joan. Lo importante es saber escogerlas.
Reclama ahora Rodrigo el protagonismo del silencioso invitado, quien da un paso al frente, saluda y se presenta.
– Guidubaldo de Urbino, al servicio de su santidad.
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