– Vas a ir a verle, en vez de convocarlo aquí, de modo que es evidente que está en la cárcel.
Jeannie se ruborizó ligeramente, como si la acabasen de coger en un engaño. Con las mejillas coloradas parecía más provocativa que nunca.
– Sí, tienes razón -concedió.
– ¿Por qué está en la cárcel?
Jeannie titubeó.
– Asesinato.
– ¡Jesús! -Steve volvió la cabeza, mientras trataba de asimilarlo-. ¡No sólo tengo un hermano gemelo idéntico, sino que encima es un asesino! ¡Cielo santo!
– Lo siento -se disculpó la doctora-. He llevado todo esto lo que se dice fatal. Eres el primer sujeto de estas condiciones que he estudiado.
– ¡Vaya! Vine con la esperanza de aprender algo acerca de mí, pero me he enterado de mucho más de lo que deseaba saber.
Jeannie ignoraba, y nunca se enteraría, de que él estuvo a punto de matar a un chico llamado Tip Hendricks.
– Eres muy importante para mí.
– ¿Ah, sí?
– La cuestión es si la criminalidad se hereda o no. Publiqué un artículo en el que señalaba que cierto tipo de personalidad es hereditaria, una combinación de impulsividad, temeridad, agresividad e hiperactividad, pero aventuraba que el hecho de que tales personas se conviertan en criminales dependía de la forma en que sus padres las hubiesen tratado. Para demostrar mi teoría he de encontrar parejas de gemelos idénticos, uno de los cuales sea un delincuente y el otro un ciudadano decente, cumplidor de la ley. Dennis y tu sois mi primera pareja, y sois perfectos: el está en la cárcel y tu, perdóname, eres el joven estadounidense ideal en todos los aspectos. Si he de serte sincera, estoy tan nerviosa que apenas puedo permanecer quieta aquí sentada.
La idea de que aquella mujer estuviera demasiado nerviosa para permanecer quieta allí sentada hizo que Steve también se sintiera nervioso. Miró para otro lado, temeroso de que le aflorase al rostro la lujuria. Pero lo que le había dicho era dolorosamente alarmante. Tenía el mismo ADN que un asesino. ¿En qué podía convertirle?
Se abrió la puerta a espaldas de Steve y la doctora levantó la vista.
– Hola, Berry -saludó-. Steve, me gustaría que conocieses al profesor Berrington Jones, director del proyecto de estudio de gemelos de la Universidad Jones Falls.
El profesor era un hombre de corta estatura, cerca de la cincuentena, apuesto y de lisa cabellera plateada. Vestía un a todas luces caro y elegante traje de tweed irlandés moteado de gris y corbata de lazo roja con pintas blancas. Su aspecto era tan pulcro como si acabara de salir de una sombrerera. Steve le había visto en televisión varias veces, siempre hablando de la forma en que Estados Unidos se estaba yendo al infierno. A Steve no le gustaban los puntos de vista de aquel hombre, pero la educación que le impartieron le obligaba a la cortesía, de modo que se levantó y estrechó la mano del profesor Berrington Jones.
Este dio un respingo hacia atrás como si viera a un fantasma.
– ¡Santo Dios! -exclamó, y se puso pálido.
– ¡Berry! ¿qué ocurre? -preguntó la doctora Ferrami.
– ¿Hice algo malo? -dijo Steve.
El profesor guardó silencio durante unos segundos. Luego pareció recuperarse.
– Lo siento, no es nada -balbuceó, pero aún parecía estremecido hasta lo más profundo-. Es que, de súbito, me ha venido a la cabeza algo… algo que tenía olvidado, un error de lo más espantoso. Os ruego me disculpéis… -Se dirigió a la puerta, sin dejar de pedir disculpas en tono de murmullo-. Perdonadme, excusadme.
Salió.
Jeannie se encogió de hombros y extendió las manos en gesto de impotencia.
– Me ha dejado de una pieza -comentó.
Berrington se sentó ante su escritorio, jadeante.
Tenía un despacho en ángulo, aunque por lo demás era lo que se dice monacal: suelo con baldosas de plástico, paredes blancas, archivadores funcionales, librerías baratas. No se esperaba que el personal académico disfrutase de despachos lujosos. El protector de pantalla de su ordenador mostraba el lento giro de la trenza de ADN retorcida en forma de doble hélice. Encima de la mesa escritorio, fotografías del propio Berrington acompañado de Geraldo Rivera, Newt Gingrich y Rush Limbaugh. La ventana que daba al edificio del gimnasio estaba cerrada a causa del incendio del día anterior. Al otro lado de la calle, dos muchachos utilizaban la pista de tenis, a pesar del calor.
Berrington se frotó los ojos.
– ¡Maldición, maldición, maldición! -repitió en tono saturado de disgusto.
Había convencido a Jeannie Ferrami para que fuese allí. El artículo que la doctora escribió sobre criminalidad había abierto nuevos caminos al concentrarse en los componentes de la personalidad delincuente. Era una cuestión de vital importancia para el proyecto de la Genético. Berrington deseaba que la doctora continuase su tarea bajo su tutela. El había inducido a la Jones Falls para que emplease a la joven y había realizado las gestiones oportunas para que la investigación se financiase mediante una beca de la Genético.
Con la ayuda de Berrington, Jeannie Ferrami podía hacer grandes cosas y la circunstancia de que la joven procediera de una clase social baja haría que sus logros resultasen aún más impresionantes. Las primeras cuatro semanas de Jeannie en la Jones Falls confirmaron el parecer inicial de Berrington. Aterrizó, se lanzó a la carrera y el proyecto dio con ella un tremendo salto hacia delante. Resultaba simpática a la mayor parte del personal… aunque también podía ser corrosiva: una técnica de laboratorio, que se recogía el pelo en cola de caballo y que creyó que podía salir del paso con una chapuza cumplida de cualquier manera, tuvo que aguantar un rapapolvo de los que hacen sangre cuando, en su segundo día de trabajo, Jeannie la cogió por banda y le puso los puntos sobre las íes.
El propio Berrington se sentía completamente anonadado. La muchacha era tan sensacional física como intelectualmente. Berrington se sentía entre la espada constituida por la necesidad de animarla y guiarla paternalmente y la pared representada por el impulso apremiante de seducirla.
¡Y ahora esto!
Cuando recobró el aliento, descolgó el teléfono y llamó a Preston Barck. Preston era su mejor viejo amigo: se conocieron en el Instituto Tecnológico de Massachussetts, durante el decenio de los sesenta, cuando Berrington hacía su doctorado en psicología y Preston era un sobresaliente joven embriólogo. A ambos los consideraban unos tipos raros, en aquella época de estilos de vida llamativos y excéntricos, ya que llevaban el pelo corto y vestían trajes clásicos de lana. No tardaron en descubrir que eran espíritus afines en toda clase de cosas: el jazz moderno no pasaba de ser un engañabobos, la marihuana el primer paso en el camino que conducía a la heroína, el único político honesto en Estados Unidos era Barry Goldwater. Su amistad resultó mucho más firme y robusta que sus matrimonios. Berrington ya había dejado de preocuparse de si Preston le caía bien o no: Preston simplemente estaba allí, como el Canadá.
En aquel momento, Preston estaría en la sede de la Genético, un conjunto de primorosos edificios, no muy altos, que dominaban un campo de golf del condado de Baltimore, al norte de la ciudad.
La secretaria dijo que Preston estaba reunido, pero Berrington insistió en que le pasara con él, a pesar de todo.
– Buenos días, Berry… ¿qué ocurre?
– ¿Con quién estás?
– Con Lee Ho, uno de los jefes de contabilidad de la Landsmann. Estamos repasando ya los últimos detalles de la declaración de auditoría de la Genético.
– Mándalo a hacer puñetas.
La voz se desvaneció al apartarse Preston de la cara el auricular telefónico.
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