Ken Follet - El tercer gemelo

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Ayer acabé otra novela de Ken Follet de las que tengo por casa pendientes.
El tercer gemelo habla sobre el tema de la clonación de seres humanos. Una empresa pionera en estas investigaciones decide, allá por los años setenta, lanzar sus pruebas a los seres humanos pero sin advertir a los afectados.
Veintitrés años después de que se llevaran a cabo algo hará que se descubra todo el pastel, gracias a una profesora que trabaja para esa empresa sin saber el fin real de sus estudios.
“Una joven científica está desarrollando una investigación sobre la formación de la personalidad y las diferencias de comportamiento entre gemelos. De pronto, cuando descubre dos gemelos absolutamente idénticos nacidos de madres distintas, se da cuenta de que alguien intenta frenar su investigación al precio que sea.
¿Es posible que se hayan hecho experimentos secretos de clonación en seres humanos sin ser ellos conscientes? ¿Y de qué forma puede estar involucrado un candidato a la presidencia de los Estados Unidos?”

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– Mientras que Sue y Elizabeth parecen muy distintas.

– Exacto. Sin embargo, tienen los mismos padres, el mismo hogar, van al mismo colegio, han tenido la misma dieta alimenticia toda la vida, y así sucesivamente. Supongo que Sue ha guardado silencio durante todo el almuerzo, en tanto Elizabeth te ha contado la historia de su vida.

– En realidad, lo que ha hecho ha sido explicarme la palabra «monocigótico».

La doctora Ferrami se echó a reír, con lo que mostró una dentadura perfectamente blanca y el centelleo rosado de la punta de la lengua. Steve se sintió exageradamente complacido por haber provocado su alegría.

– Pero todavía no me has aclarado que pinto yo en esto -dijo.

La mujer volvió a dar la impresión de sentirse violenta.

– Es un poco difícil -confesó-. Esto no había sucedido antes.

Steve lo comprendió de pronto. Saltaba a la vista, pero era tan sorprendente que hasta entonces no se le había ocurrido.

– ¿Creen que tengo un gemelo cuya existencia ignoro? -preguntó, incrédulo.

– No se me ha ocurrido ningún modo de explicártelo de forma gradual -reconoció Jeannie, evidentemente mortificada-. Sí, eso creemos.

– Formidable.

Steve se sentía aturdido: era duro de asumir.

– Lo lamento de verdad.

– No tienes por qué disculparte, supongo.

– Pero ahí está. Normalmente, las personas saben que son gemelos antes de venir a vernos. Sin embargo, he iniciado una nueva forma de reclutar sujetos para este estudio y tú eres el primero. A decir verdad, el hecho de que no sepas que tienes un hermano gemelo constituye una tremenda reivindicación de mi sistema. Pero no había previsto el detalle de lo difícil que es dar a alguien una noticia tan sorprendente.

– Siempre deseé tener un hermano -dijo Steve. Era hijo único, nacido cuando sus padres tenían treinta y ocho o treinta y nueve años-. ¿Es un hermano varón?

– Sí. Sois idénticos.

– Un hermano gemelo idéntico -articuló Steve-. ¿Pero cómo ha podido suceder sin que yo lo supiera?

Jeannie parecía desazonada.

– Un momento, a ver si lo adivino -murmuró Steve-. Puede que me adoptaran.

La doctora asintió.

En el cerebro de Steve surgió una idea aún más inesperada: tal vez papá y mamá no fueran sus padres.

– O puede que el adoptado fuese mi hermano gemelo.

– Sí.

– O que lo fuésemos los dos, como Benny y Arnold.

– O los dos -repitió la mujer en tono solemne. Tenía fija en Steve la intensa mirada de sus ojos oscuros.

Pese a la confusión que reinaba en su cabeza, Steve no podía por menos que recrearse en la idea de lo adorable que era la muchacha. Deseaba que le estuviese mirando así toda la vida.

– Según mi experiencia -dijo Jeannie-, incluso aunque un sujeto ignore que es miembro de una pareja de gemelos, lo normal es que sepa que lo adoptaron. Con todo, yo debería suponer que podíais ser diferentes.

– Me cuesta trabajo creerlo -silabeó Steve en tono dolorido-. No puedo creer que mis padres me hayan ocultado la adopción, que la hayan mantenido en secreto para mí. No es su estilo.

– Háblame de tus padres.

Steve se daba cuenta de que le inducía a hablar para ayudarle a superar el choque, pero eso estaba bien. Hizo acopio de sus pensamientos. -Mamá es una persona excepcional. Seguro que la conoces, aunque sólo sea de oídas, se llama Lorraine Logan.

– ¿La del consultorio sentimental?

– La misma. Cuatrocientos periódicos publican su columna y es autora de seis best-sellers sobre salud femenina. Es rica y famosa, y se lo merece.

– ¿Por qué lo dices?

– Realmente se preocupa por las personas que le escriben. Contesta a miles de cartas. Ya sabes, las personas que escriben desean básicamente que mi madre agite su varita mágica… que consiga que se disipen los embarazos no deseados, que los hijos abandonen la droga, que los hombres insultantes y brutales se transformen en maridos amables y bondadosos. Ella siempre les proporciona la información que necesitan y les aconseja sobre la decisión que deben adoptar, confiar en sus sentimientos y no permitir que nadie abuse de ellas. Es una buena filosofía.

– ¿Y tu padre?

– Papá es más bien corriente y moliente, supongo. Está en el ejército, trabaja en el Pentágono, es coronel. Relaciones públicas, redacta discursos para generales, esa clase de cosas.

– ¿Fanático de la disciplina?

Steve sonrió.

– Tiene un sentido del deber altamente desarrollado. Pero no es un hombre violento. Presenció algo de acción en Asia, antes de que yo viniera al mundo, pero nunca la puso en práctica en casa.

– ¿Tú necesitas disciplina?

Steve soltó la carcajada.

– He sido el alumno más rebelde de la clase, de todo el colegio. Constantemente metido en follones.

– ¿Por qué?

– Por quebrantar las normas. Irrumpir al galope en el vestíbulo.

Llevar calcetines rojos. Mascar chicle en clase. Besar a Wendy Prasker detrás del anaquel de biología en la biblioteca del colegio cuando yo tenía trece años.

– ¿Por qué?

– Porque era una autentica preciosidad.

Jeannie volvió a echarse a reír.

– Quiero decir que por qué rompías todas las reglas.

Steve meneó la cabeza.

– Ser obediente me resultaba imposible. Mi norma era hacer lo que me daba la gana. Las reglas me parecían memeces y eso me aburría. Me hubieran expulsado del colegio, pero mis notas eran de lo mejorcito y generalmente era el capitán de uno u otro equipo deportivo: fútbol, baloncesto, béisbol, atletismo. No me entiendo. ¿Acaso soy un bicho raro?

– Todo el mundo es raro en un sentido o en otro.

– Supongo que sí. ¿Por que llevas ese adorno en la nariz?

Jeannie enarcó sus cejas morenas como si dijera: «Aquí soy yo quien hace las preguntas», pero a pesar de todo, respondió.

– Cuando tenía catorce años o así pasé por la fase punk: pelo verde, medias rotas, todo eso. La perforación de la nariz fue parte de ello.

– Si lo hubieses dejado, el agujero se habría cerrado y curado sólo.

– Ya lo sé. Sospecho que lo mantuve abierto ahí porque considero que la respetabilidad absoluta es mortalmente aburrida.

Steve sonrió. Pensó: «Dios mío, me gusta esta mujer, aunque sea demasiado mayor para mi». Su mente regresó luego a lo que la doctora le había contado poco antes.

– ¿Qué te hace estar tan segura de que tengo un hermano gemelo?

– He desarrollado un programa informático que investiga archivos médicos y bases de datos en busca de parejas de mellizos. Los gemelos univitelinos tienen ondas cerebrales, electrocardiogramas, dibujos de la dermis de los dedos y dentaduras similares. Exploré el banco de datos de radiografías dentales de una compañía de seguros médicos y encontré alguien cuyas medidas de las piezas dentales y formas de arco son iguales que las tuyas.

– Lo cual no parece concluyente.

– Tal vez no, aunque esa persona hasta tiene las cavidades en los mismos lugares que tú.

– ¿Quién es, pues?

– Se llama Dennis Pinker.

– ¿Dónde está ahora?

– En Richmond, Virginia.

– Te has entrevistado con él.

– Voy a Richmond mañana por la mañana. Le someteré a muchas de estas mismas pruebas y le tomaré una muestra de sangre para poder comparar su ADN con el tuyo. Entonces estaremos seguros.

Steve frunció el ceño.

– ¿Estás interesada en una zona particular, dentro del terreno de la genética?

– Sí. Estoy especializada en criminalidad y en si es o no hereditaria.

Steve asintió con la cabeza.

– Comprendo. ¿Qué hizo ese muchacho?

– ¿Perdón?

– ¿Qué hizo Dennis Pinker?

– No sé qué quieres decir.

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