Ken Follet - El tercer gemelo

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Ayer acabé otra novela de Ken Follet de las que tengo por casa pendientes.
El tercer gemelo habla sobre el tema de la clonación de seres humanos. Una empresa pionera en estas investigaciones decide, allá por los años setenta, lanzar sus pruebas a los seres humanos pero sin advertir a los afectados.
Veintitrés años después de que se llevaran a cabo algo hará que se descubra todo el pastel, gracias a una profesora que trabaja para esa empresa sin saber el fin real de sus estudios.
“Una joven científica está desarrollando una investigación sobre la formación de la personalidad y las diferencias de comportamiento entre gemelos. De pronto, cuando descubre dos gemelos absolutamente idénticos nacidos de madres distintas, se da cuenta de que alguien intenta frenar su investigación al precio que sea.
¿Es posible que se hayan hecho experimentos secretos de clonación en seres humanos sin ser ellos conscientes? ¿Y de qué forma puede estar involucrado un candidato a la presidencia de los Estados Unidos?”

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– Supongamos que se presenta cuando yo estoy allí.

– Vive en Washington.

– Está bien. -Harvey se levantó-. ¿Cuál es la dirección?

– La chica vive en Hampden. -Berrington escribió las señas en una tarjeta y se la tendió-. Ve con cuidado, ¿de acuerdo?

– Claro. Hasta pronto, Moctezuma.

Berrington sonrió forzadamente.

– Hasta dentro de un plís plas, carrasclás.

56

Harvey recorrió la calle de Jeannie en ambos sentidos, al tiempo que buscaba con la vista un coche como el suyo. Había cantidad de automóviles vetustos, pero no localizó ningún Datsun herrumbroso de color claro. Steve Logan no andaba por los alrededores.

Encontró un hueco cerca de la casa de Jeannie, aparcó y apagó el motor. Permaneció un rato sentado en el coche. Iba a necesitar todos sus recursos mentales. Se alegró de no haber bebido aquella cerveza que le había ofrecido tío Jim.

No dudaba que Jeannie le tomaría por Steve, puesto que ya lo hizo antes una vez, en Filadelfia. Steve y el eran físicamente idénticos. Pero la conversación sería algo más peliagudo. La muchacha aludiría a un sinfín de cosas que teóricamente el debía conocer.

Estaría obligado a responder a ellas sin demostrar ignorancia. Debía conservar la confianza de la muchacha el tiempo suficiente para descubrir las pruebas que tenía contra él y lo que proyectaba hacer con lo que había averiguado. Sería muy fácil cometer algún desliz y traicionarse.

Pero mientras meditaba sobriamente en el amedrentador desafío que constituía suplantar a Steve, a duras penas lograba contener su emoción ante la perspectiva de volver a ver a Jeannie. Lo que hubiera hecho con ella en el coche habría sido el más apasionante encuentro sexual de que hubiera disfrutado nunca. Incluso más alucinante que el de encontrarse en el vestuario de mujeres con todas ellas dominadas por el pánico. Se excitaba cada vez que se ponía a sonar en desgarrarle la ropa mientras el automóvil rodaba haciendo eses de un lado a otro de la autopista. Se daba perfecta cuenta de que ahora tenía que concentrarse en la tarea. No debía pensar en el semblante contraído por el miedo de la muchacha ni en sus fuertes piernas retorciéndose y agitándose. Tenía que arrancarle la información y luego retirarse. Pero nunca, en toda su vida, había sido capaz de comportarse de manera razonable.

Jeannie telefoneó a la policía nada más llegar a casa. Sabía que Mish no iba a estar en el cuartelillo, pero dejó recado para que la detective la llamase con la máxima urgencia.

– ¡No dejó usted también un mensaje urgente a primera hora de esta mañana? -le preguntaron.

– Sí, pero este es otro, tan importante como aquél.

– Haré cuánto esté en mi mano para transmitirlo -manifestó la voz escépticamente.

La siguiente llamada la hizo a la casa de Steve, pero no descolgaron el teléfono. Supuso que estarían con el abogado, intentando conseguir la libertad de Charles, y que Steve la llamaría en cuanto le fuera posible.

Se sentía desilusionada; estaba deseando dar a alguien la buena noticia. La emoción de haber dado con el apartamento de Harvey se disipó y Jeannie empezó a sentirse deprimida. Volvió a pensar en lo peligrosa que era su situación frente al futuro, sin dinero, sin empleo y sin forma humana de ayudar a su madre.

Se preparó un desayuno tardío como método para animarse. Se hizo tres huevos revueltos, puso en la parrilla el beicon que compró el día anterior para Steve y se lo comió acompañado de tostadas y café. Cuando dejaba los platos en el fregadero sonó el timbre del portero automático.

Cogió el interfono.

– ¡Hola!

– ¿Jeannie? Soy Steve.

– ¡Entra! -acogió ella, eufórica.

Steve llevaba un jersey de algodón del mismo color que sus ojos, y parecía estar en buena forma para comer. Jeannie lo besó y lo apretó contra sí, dejando que sus senos se oprimieran debidamente sobre el pecho de Steve. Las manos del chico se deslizaron espalda abajo hasta las nalgas de Jeannie y la apretó también contra su cuerpo. Steve volvía a oler distinto: se había aplicado alguna clase de loción para después del afeitado con fragancia de hierbas. También sabía distinto, algo así como si hubiera bebido té.

Al cabo de un momento, Jeannie se separó.

– No vayamos demasiado aprisa jadeó. Deseaba saborear aquello-. Sentémonos. ¡Tengo muchas cosas que contarte!

El chico se sentó en el sofá y ella se acercó al frigorífico.

– ¿Vino, cerveza, café?

– Vino me parece de perlas.

– ¿Crees que estará bueno?

Qué diablos quería decir con eso de «¿Crees que estará bueno?».

– No sé -respondió.

– ¿Cuánto tiempo hace que la descorchamos?

«Muy bien, compartieron una botella de vino, pero no se la acabaron, así que volvieron a ponerle el corcho, la guardaron en el frigorífico y ahora ella se pregunta si el vino estará bien. Pero quiere que sea yo quien decida.»

– Veamos, ¿qué día fue?

– El miércoles; hace cuatro días.

El chico ni siquiera sabía si se trataba de vino tinto o blanco. «Mierda.»-Demonios, echa un poco en un vaso y lo probaremos.

– Genial idea.

Jeannie vertió un poco de vino en una copa y se lo tendió. Él lo saboreó.

– Se deja beber -dijo el muchacho.

Jeannie se inclinó por encima del respaldo del sofá.

– Deja que lo pruebe. -Le besó en los labios y dijo-: Abre la boca, quiero catar el vino. -El rió entre dientes e hizo lo que le pedía. Jeannie le introdujo la punta de la lengua en la boca. «Dios mío, esta mujer es realmente provocativa»-. Tienes razón -dijo Jeannie-. Se deja beber.

Se echó a reír, llenó la copa del chico e hizo lo propio con la suya.

El falso Steve empezó a sentirse a gusto.

– Pon algo de música -sugirió.

– ¿En qué?

El no tenía idea de lo que Jeannie estaba diciendo. «Oh, Cristo, acabo de meter la pata.» Miró en torno: nada de estero. «Tonto.»

– Mi padre me robó el estero, ¿no te acuerdas? -dijo Jeannie-. No tengo ningún aparato para poner música. Un momento, claro que tengo uno. -Pasó a la habitación contigua (el dormitorio, seguramente) y volvió con una de esas radios a prueba de agua que se cuelgan en la ducha-. Es una tontería, mamá me lo dio unas Navidades, antes de que empezara a volverse majareta.

«El padre le robó el estero, la madre esta pirada… ¿de qué clase de familia procede?»

– Suena fatal, pero es lo único que tengo. -Lo encendió-. Siempre está sintonizado en la 92Q.

– Veinte éxitos seguidos -dijo el muchacho automáticamente.

– ¿Cómo lo sabes?

«Ah, mierda, Steve no conocería las emisoras de radio de Baltimore.»

– La cogí en el coche cuando venía.

– ¿Qué clase de música te gusta?

«No tengo ni idea de los gustos de Steve, pero supongo que tu tampoco, así que la verdad servirá.»

– Me va el rap gangsta… Snoop Doggy Dog, Ice Cube, ese tipo de cosas.

– Joder, haces que me sienta una carrozona de mediana edad.

– ¿Qué te gusta a ti?

– Los Ramones, los Sex Pistols, los Damned. Quiero decir cuando era chica, una chica de verdad, una punki, ya sabes. Mi madre oía toda esa charanga horrible de los sesenta que a mí nunca me dijo nada. Luego, cuando me anduve por los once años, de pronto, zas! Talking Heads. ¿Te acuerdas de «Psycho Killer»?

– Desde luego que no.

– Vale, tu madre tenía razón, soy demasiado vieja para ti. -Se sentó junto a él. Le puso la mano sobre el hombro y luego la deslizó por dentro del jersey azul celeste. Le acarició el pecho y le frotó los pezones con la punta de los dedos. Le gustó-. Me alegro de que estés aquí -dijo.

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