Lisa Gardner - Tiempo De Matar

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Durante varios veranos, el terror se adueña de los residentes de Georgia cuando las temperaturas ascienden y el termómetro alcanza los cuarenta grados, porque con el implacable calor llega también un cruel asesino. En cada ocasión secuestra a dos muchachas y espera a que se descubra el primer cadáver: en él se hallan todas las pistas para encontrar a la segunda víctima, abocada a una muerte lenta pero certera. Pero la policía nunca consigue llegar a tiempo y los cuerpos siempre se recuperan meses después, en lugares remotos y aislados.
Tras tres años de inactividad, llega a Atlanta una fuerte ola de calor: es tiempo de matar… Y será Kimberly Quincy, estudiante de la Academia del FBI, quien tropiece con la primera víctima. Comienza la cuenta atrás.

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Kimberly aparcó el coche delante de un vulgar edificio de cinco plantas y respiró hondo. Se preguntó si en alguna ocasión su padre se habría sentido tan nervioso como ella por un caso. ¿Alguna vez se había desviado del camino correcto? ¿Alguna vez lo había arriesgado todo para averiguar la verdad sobre la muerte de una joven en un mundo en el que asesinaban a tantas rubias?

Su frío y distante padre. Fue incapaz de imaginarle nervioso y, de alguna forma, esto la alentó. Enderezó los hombros y se puso en marcha.

Nada más entrar, el olor la abrumó. Era demasiado antiséptico, demasiado estéril. Era el olor de un lugar que, definitivamente, tenía cosas que ocultar. Se acercó a la zona de recepción, que estaba cercada por un cristal, realizó su petición y agradeció que la recepcionista la dejara pasar de inmediato.

Kimberly siguió un largo pasillo de paredes sombrías y suelos de linóleo hasta llegar a la parte posterior del edificio. Aquí y allá había camillas de metal dispuestas contra paredes de color hueso y puertas de acero gris que conducían a otros lugares, con controles de seguridad que pedían códigos de acceso que ella desconocía. Aquí el aire era más frío. Sus pasos resonaban con fuerza y los fluorescentes zumbaban sobre su cabeza.

Sus manos temblaban sobre sus costados y podía sentir las primeras gotas de sudor deslizándose pegajosamente por su espalda. Debería ser un alivio encontrarse en este gélido lugar y escapar del asfixiante calor del exterior, pero no lo era.

Al llegar al final del pasillo empujó una puerta de madera que conducía a un nuevo vestíbulo. Este era el lugar donde se encontraba la oficina del médico forense. Pulsó un timbre y no se sintió demasiado sorprendida cuando se abrió una puerta y el agente especial Kaplan asomó la cabeza.

– ¿Está buscando al forense? En estos momentos está ocupado.

– En realidad, le estaba buscando a usted.

El agente especial Kaplan enderezó la espalda. Estaba tan cerca que Kimberly pudo ver el suave brillo plateado de su cabello oscuro, que llevaba cortado al estilo militar. Tenía el rostro arrugado, los ojos severos y unos labios estrechos que se reservaban la opinión antes de sonreír. No era un hombre cruel, pero sí un tipo duro. Al fin y al cabo, era el encargado de mantener a raya al conjunto del NCIS y los marines.

Esto no iba a ser fácil.

– Soy la nueva agente Kimberly Quincy -se presentó, tendiéndole la mano. El hombre se la estrechó con firmeza a la vez que le dedicaba una expresión cautelosa.

– Se ha dado un buen paseo.

– Me han dicho que quería hacerme algunas preguntas y, teniendo en cuenta la intensidad de mi programa, pensé que sería más sencillo que yo le encontrara. En la base de los marines me dijeron que estaba aquí, de modo que decidí acercarme.

– ¿Sabe su supervisor que ha abandonado la Academia?

– No se lo he dicho directamente, pero cuando hablé con él por la mañana, hizo hincapié en la importancia de que cooperara al cien por cien en la investigación del NCIS. Por supuesto, le aseguré que haría todo lo que estuviera en mi mano por ayudar.

– Aja -replicó Kaplan.

Pero eso fue todo. Permaneció junto a la puerta, observándola y permitiendo que el silencio se alargara. Si este hombre tenía hijos, seguro que nunca intentarían salir a hurtadillas por la noche.

Los dedos de Kimberly estaban desesperados por moverse, así que metió las manos en los bolsillos y deseó una vez más llevar encima su Glock. Era difícil intentar proyectar seguridad cuando ibas armado con una pistola de juguete pintada de rojo.

– Tengo entendido que ha visitado la escena del crimen -dijo Kaplan, de pronto.

– Me acerqué a echar un vistazo.

– Dio un buen susto a mis chicos.

– Con el debido respeto, señor, sus chicos se asustan fácilmente.

Los labios de Kaplan esbozaron algo parecido a una sonrisa.

– Eso mismo les he dicho -replicó y, por un instante, ambos fueron cómplices en aquella conspiración. Sin embargo, el momento pasó-. ¿Por qué le interesa tanto este caso, nueva agente Quincy? ¿Su padre no le enseñó nada mejor?

Los hombros de Kimberly se tensaron y, al darse cuenta, se obligó a sí misma a respirar con calma.

– No solicité entrar en la Academia porque mis intereses se centraran en la costura.

– ¿Eso significa que, para usted, este caso simplemente tiene un interés académico?

– No.

Su respuesta hizo que el hombre frunciera el ceño.

– Se lo preguntaré otra vez. ¿Por qué está aquí, nueva agente Quincy?

– Porque yo la encontré, señor.

– ¿Porque usted la encontró?

– Sí, señor. Y me gusta terminar aquello que empiezo. Mi padre me lo enseñó.

– No le corresponde a usted llevar este caso.

– No, señor. Es su caso. Yo solo soy una simple estudiante. Sin embargo, le agradecería que tuviera la bondad de dejarme observar.

– ¿Bondad? Nadie me considera bondadoso.

– Su imagen no quedará dañada si permite que una novata inexperta esté presente durante una autopsia y vomite hasta las entrañas, señor.

Los labios del agente se curvaron y aquella sonrisa cambió el contorno de su rostro, haciéndolo atractivo e incluso cercano. El humano que había en él salió al exterior y Kimberly pensó que todavía había alguna esperanza.

– ¿Ha presenciado alguna vez una autopsia, nueva agente Quincy?

– No, señor.

– Le advierto que no le impresionará la sangre, sino el olor. O quizá el zumbido de la sierra quirúrgica cuando le corten el cráneo. ¿Cree que está preparada?

– Estoy bastante segura de que vomitaré, señor.

– En ese caso, puede pasar -dijo, antes de murmurar- lo que hay que hacer para formar a un novato.

Tras mover la cabeza hacia los lados, Kaplan abrió la puerta y le permitió acceder a la fría y estéril sala.

Tina sentía náuseas, pero intentaba reprimirlas con todas sus fuerzas. Su estomago se contrajo, su garganta se tensó y la bilis empezó a ascender. Con amargura y dolor, la obligó a descender de nuevo.

Tenía la boca sellada con cinta adhesiva y le aterraba la idea de ahogarse en su propio vómito.

Se encogió un poco más, haciéndose un ovillo. Esta postura pareció aliviar en parte los calambres que sentía en el abdomen. Puede que esto le concediera unos minutos más. ¿Y entonces qué? No lo sabía.

Vivía en una negra tumba de oscuridad. No veía nada y oía muy poco. Sus manos estaban atadas a la espalda, pero la cinta no le apretaba demasiado. Creía que sus tobillos también estaban atados pues, cada vez que movía los pies, oía un sonido burbujeante y conseguía un poco de espacio adicional.

De todos modos, la cinta no servía para nada. Hacía horas que se había dado cuenta de ello. Su verdadera prisión no era la cinta adhesiva que inmovilizaba sus extremidades, sino el contenedor de plástico en el que estaba atrapado su cuerpo. La oscuridad le impedía saberlo con certeza pero, teniendo en cuenta el tamaño y el hecho de que hubiera una puerta metálica en la parte delantera y agujeros abiertos en la parte superior, suponía que había sido encerrada en una caja para transportar animales grandes. De hecho, creía estar atrapada en una jaula para perros.

Al principio había llorado, pero después, dejándose llevar por la cólera, había aporreado las paredes de plástico y había intentado derribar la puerta metálica. Lo único que había conseguido con aquella rabieta había sido un hombro magullado y unas rodillas contusionadas.

Más tarde había dormido, pues el miedo y el dolor la habían dejado extenuada. Al despertar había descubierto que habían retirado la cinta adhesiva que sellaba su boca y que habían dejado un galón de agua y una barrita de cereales a su lado. Sintiéndose ofendida, había tenido tentaciones de rechazar aquel alimento. ¡Ella no era ningún mono amaestrado! Pero entonces, pensando en el bebé que llevaba en las entrañas, había bebido el agua con avidez y había comido la barrita que le proporcionaría proteínas.

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