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Robin Cook: Cromosoma 6

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Robin Cook Cromosoma 6

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Parte de su preocupación se debía a que si su intervención en el proyecto africano se hacía pública, nunca podría regresar al mundo académico. Nadie lo contrataría. Pero si tenía su propio laboratorio y unos ingresos independientes, no tendría que preocuparse.

– Escucha -dijo Raymond-. Iré a recoger al último paciente cuando esté preparado, lo que debería ser pronto. Entonces volveremos a hablar. Mientras tanto, recuerda que casi lo hemos conseguido y que el dinero no deja de acumularse en nuestras arcas.

– De acuerdo -repuso Kevin de mala gana.

– No hagas ninguna tontería-insistió Raymond-. Prométemelo.

– De acuerdo -repitió Kevin con algo más de entusiasmo.

Colgó el auricular. Raymond era un tipo persuasivo, y siempre que hablaba con él se sentía mejor.

Se levantó del escritorio y regresó al comedor. Siguió el consejo de Raymond e intentó pensar dónde construiría su laboratorio. Cambridge, Massachusetts, se le antojaba el sitio ideal, sobre todo por su antigua vinculación con Harvard y el MIT. Pero quizá fuera mejor hacerlo en el campo, por ejemplo, en New Hampshire.

El plato principal de la comida era un pescado blanco que él no reconoció. Cuando interrogó a Esmeralda al respecto, ésta le dio el nombre del pescado en fang, de modo que se quedó en ascuas. Se sorprendió comiendo más de lo previsto. La conversación con Raymond había tenido un efecto positivo sobre su apetito. La idea de un laboratorio propio le atraía extraordinariamente.

Después de comer, se cambió la camisa sudada por una limpia y recién planchada. Estaba ansioso por volver al trabajo. Cuando se disponía a bajar las escaleras, Esmeralda le preguntó a qué hora quería cenar. Respondió que a las siete, la hora habitual.

Mientras comía, un cúmulo de nubes plomizas se había acercado desde el océano. Cuando cruzó la puerta, ya estaba diluviando, y la calle era una auténtica cascada que descendía en dirección a la ribera. Al sur, más allá del estuario del Muni, Kevin avistó una brillante franja de luz solar y el semicírculo completo del arco iris. En Gabón el tiempo seguía despejado, cosa que no le sorprendió. En ocasiones llovía en una acera y no en la de enfrente.

Previendo que no amainaría durante al menos una hora, rodeó su casa bajo la protección del alero y subió a su Toyota negro. Aunque el trayecto hasta el hospital era ridículamente breve, Kevin prefirió hacerlo en coche a pasarse el resto de la tarde empapado.

CAPITULO 3

4 de marzo de l997, 8.40 horas.

Nueva York

– ¿Y bien? ¿Qué quiere hacer? -preguntó Franco Ponti mirando a su jefe Vinnie Dominick por el retrovisor.

Estaban en el Lincoln de Vinnie, que se encontraba en el asiento trasero, inclinado hacia delante, cogido al asidero lateral con la mano derecha. Miraba hacia el número 126 Este de la calle Sesenta y cuatro. Era un edificio de estilo rococó francés, con ventanas en arco de múltiples paños. Las ventanas de la planta baja estaban protegidas con rejas.

– Es una casa lujosa -dijo Vinnie-. Parece que al buen doctor le van bien las cosas.

– ¿Aparco? -preguntó Franco. El coche estaba en el centro de la calle, y el taxista que estaba detrás tocaba el claxon con insistencia.

– ¡Aparca!

Franco avanzó hasta la primera boca de incendio y acercó el coche al bordillo. El taxista los adelantó y levantó histéricamente el dedo corazón al pasar. Angelo Facciolo cabeceó e hizo un comentario despectivo sobre los taxistas rusos. Angelo estaba sentado en el asiento delantero.

Vinnie bajó del coche, y Franco y Angelo lo siguieron.

Los tres hombres iban impecablemente vestidos con abrigos largos de Salvatore Ferragamo, en distintos tonos de gris.

– ¿Cree que el coche estará bien aquí? -preguntó Franco.

– Intuyo que esta reunión durará poco -respondió Vinnie-. Pero pon la Recomendación de la Asociación de Policías Benevolentes en el salpicadero. Puede que así nos ahorremos cincuenta pavos.

Echó a andar hacia el número 126. Franco y Angelo lo siguieron con su perpetuo aire de suspicacia. Vinnie miró el portero automático.

– Son dos casas -dijo-. Supongo que al doctor no le va tan bien como había pensado.

Pulsó el timbre correspondiente a la del doctor Raymond Lyons y esperó.

– ¿Sí? -preguntó una voz femenina.

– Vengo a ver al doctor -respondió-. Soy Vinnie Dominick.

Hubo una pausa. Vinnie pateó la tapa de una botella con la punta de uno de sus mocasines Gucci. Franco y Angelo miraban de un extremo al otro de la calle.

– Hola, soy el doctor Lyons -se oyó por el portero automático-. ¿En qué puedo servirle?

– Necesito verlo. Sólo le robaré diez o quince minutos de su tiempo.

– Creo que no lo conozco, señor Dominick -dijo Raymond-. ¿Podría explicarme de qué se trata?

– Se trata de un favor que le hice anoche -dijo Vinnie-. A petición de un amigo mutuo, el doctor Daniel Levitz.

Hubo una pausa.

– Supongo que sigue allí, doctor-dijo Vinnie.

– Sí, desde luego -respondió Raymond.

Sonó un ronco zumbido. Vinnie empujó la pesada puerta y entró. Sus esbirros lo siguieron.

– Parece que el buen doctor no tiene muchas ganas de vernos -se burló Vinnie en el pequeño ascensor. Los tres hombres estaban apretados como cigarrillos dentro de un paquete lleno.

Raymond recibió a sus visitantes junto a la puerta del ascensor. Tras las presentaciones de rigor, les estrechó la mano con evidente nerviosismo. Los invitó a pasar con un ademán y, una vez dentro, los guió hacia un estudio con las paredes recubiertas con paneles de caoba.

– ¿Les apetece un café? -preguntó.

Franco y Angelo miraron a Vinnie.

– No diré que no a un expreso, si no es mucha molestia -respondió éste. Los otros dos dijeron que tomarían lo mismo.

Raymond pidió el café por el telefonillo interno.

Sus peores sospechas se habían confirmado en el preciso momento en que había visto a sus inesperados visitantes.

A sus ojos, parecían estereotipos de una película de serie B.

Vinnie medía aproximadamente un metro setenta y cinco, tenía la tez oscura y era apuesto, con facciones regulares y el pelo engominado peinado hacia atrás.

Saltaba a la vista que era el jefe. Los otros dos hombres eran delgados y medían más de un metro ochenta. Ambos tenían nariz y labios finos, ojos hundidos y brillantes. Podrían haber sido hermanos. La mayor diferencia en su aspecto era el estado de la piel de Angelo. Raymond pensó que tenía cráteres tan grandes como los de la luna.

– ¿Quieren darme sus abrigos? -preguntó Raymond.

– Gracias; no pensamos quedarnos mucho tiempo -respondió Vinnie.

– Por lo menos siéntense invitó Raymond.

Vinnie se arrellanó en un sillón de piel, mientras Franco y Angelo se sentaban erguidos sobre un sofá tapizado en terciopelo. Raymond se sentó detrás de su escritorio.

– ¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros? -preguntó procurando aparentar seguridad.

– El favor que le hicimos anoche no fue sencillo -dijo Vinnie-. Creímos que le gustaría saber cómo lo organizamos todo.

Raymond dejó escapar una risita triste y alzó las manos, como para atajar un proyectil.

– No es necesario. Estoy seguro de que…

– Insisto -interrumpió Vinnie-. Es lo más sensato en esta clase de asuntos. No queremos que piense que no tuvimos que hacer un esfuerzo importante para complacerlo.

– Nunca pensaría algo así.

– Bien, sólo queríamos asegurarnos -dijo Vinnie-. ¿Sabe?, sacar un cuerpo del depósito no es tarea fácil, puesto que allí se trabaja las veinticuatro horas del día y hay guardias de seguridad todo el tiempo.

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