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Robin Cook: Cromosoma 6

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Robin Cook Cromosoma 6

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No cabía duda; ese compartimiento no contenía los restos de Carlo Franconi.

– ¡Mierda! -masculló.

Cerró con brusquedad la puerta y, para asegurarse de que no se trataba de una confusión, abrió todos los compartimientos cercanos, uno tras otro. Comprobó las etiquetas y los números de admisión de todos los que contenían cadáveres. Pero pronto tuvo que rendirse a la evidencia: Carlo Franconi no estaba entre ellos.

– ¡No puedo creerlo! -dijo con una mezcla de furia y frustración-. ¡El maldito cadáver ha desaparecido!

Desde el momento en que habían comprobado que el compartimiento ciento once estaba vacío, Jack había esbozado una sonrisa. Ahora, al ver la expresión impotente de Laurie, no pudo contenerse y rió de buena gana. Por desgracia, su risa la enfureció aún más.

– Lo siento -se disculpó Jack-. Mi intuición me decía que este caso iba a causarte problemas burocráticos, pero estaba equivocado. En realidad, va a causar problemas a la burocracia.

CAPITULO 2

4 de marzo de I997, I3.30 horas.

Cogo, Guinea Ecuatorial

Kevin Marshall dejó el lápiz y miró por la ventana situada encima de su escritorio. En contraste con su caos interior, fuera el tiempo era agradable y el cielo comenzaba a teñirse de un color azul que Kevin no había visto en meses. Por fin había comenzado la estación seca. Claro que en realidad no era seca; sencillamente, no llovía tanto como durante la temporada húmeda. La desventaja era que el sol hacía que la temperatura se asemeiara a la de un horno. En ese momento, había 46 C a la sombra.

Kevin no había trabajado bien esa mañana ni había dormido bien la noche pasada. La ansiedad que lo había embargado el día anterior, durante la operación, no se había disipado.

De hecho, había ido en aumento, sobre todo después de la inesperada llamada del director de GenSys, Taylor Cabot.

Previamente, sólo había cambiado unas palabras con él en una ocasión. Para la mayoría de los miembros de la compañía era lo mismo que hablar con Dios.

Su inquietud aumentó al ver otra columna de humo ondulando en el cielo, encima de la isla Francesca. Ya había reparado en el humo esa mañana, poco después de llegar al laboratorio. Por lo que podía adivinar, procedía del mismo sitio que el día anterior: el macizo de piedra caliza. El hecho de que el humo ya no fuera tan evidente no lo consolaba.

Renunció a la idea de continuar con su trabajo, se quitó la bata blanca y la arrojó sobre una silla. No tenía hambre, pero sabía que su ama de llaves, Esmeralda, le habría preparado la comida, así que se sentía obligado a volver a casa.

Descendió los tres tramos de escalera abstraído en sus pensamientos. Varios colegas lo saludaron al pasar, pero Kevin no reparó en su presencia. Estaba demasiado preocupado. En las últimas veinticuatro horas había llegado a la conclusión de que debía hacer algo. El problema no era pasajero, como había supuesto la semana anterior, al ver el humo por primera vez.

Por desgracia, no se le ocurría qué podía hacer. Sabía que no era precisamente un héroe; es más, hacía años que se veía a sí mismo como un cobarde. Detestaba los enfrentamientos y los evitaba a toda costa. Ya en su infancia había huido de cualquier forma de rivalidad, excepto cuando jugaba al ajedrez Desde entonces, siempre había sido una especie de solitario.

Se detuvo junto a la puerta de cristal de la salida. Al otro lado de la plaza, debajo de las arcadas del antiguo ayuntamiento, avistó la habitual camarilla de soldados. Estaban enfrascados en las actividades sedentarias de rigor; sencillamente, mataban el tiempo. Algunos jugaban a las cartas sentados en viejas sillas de paja; otros discutían entre sí con voz estridente, apoyados contra los muros del edificio. Casi todos fumaban. El tabaco formaba parte de su sueldo. Vestían sucios uniformes de camuflaje, gastadas botas de combate y boinas rojas. Todos tenían rifles de asalto automáticos colgados al hombro o al alcance de la mano.

Los soldados habían aterrorizado a Kevin desde el momento de su llegada a Cogo, cinco años antes. En un principio Cameron McIvers, el jefe de seguridad, que entonces le había enseñado los alrededores, le había dicho que GenSys había contratado a unos cuantos soldados ecuatoguineanos para que protegieran la compañía. Más tarde, Cameron había admitido que esas funciones eran, en realidad, una compensación adicional del gobierno, así como del ministro de Defensa y del ministro de Administración Territorial.

En opinión de Kevin, los soldados tenían más pinta de adolescentes aburridos que de guardaespaldas. Su tez parecía ébano pulido. Las expresiones ausentes y las cejas arqueadas les daban un aire de arrogancia que reflejaba su aburrimiento. Tenía la desagradable sensación de que se morían por encontrar un pretexto cualquiera para usar sus armas.

Empujó la puerta y cruzó la plaza. No miró en dirección a los soldados, aunque sabía por experiencia que, al menos algunos de ellos, lo observaban, cosa que le ponía la carne de gallina. Como no sabía una sola palabra de fang, el principal dialecto local, ignoraba de qué hablaban.

Una vez perdida de vista la plaza central, se relajó un poco y aflojó el paso. La combinación de calor con una humedad del ciento por ciento producía el efecto de un permanente baño de vapor. Cualquier actividad hacía que uno sudara a chorros. Después de unos minutos, sintió la camisa adherida a su espalda.

Su casa estaba situada a mitad de camino entre la costa y el hospital-laboratorio; es decir, a sólo tres calles de este último. La ciudad era pequeña, aunque todavía quedaban vestigios de su antigua belleza. Originalmente, los edificios de techos rojos habían sido estucados en colores vivos. Ahora esos colores se habían desvanecido, convertidos en suaves tonos pastel. Los postigos eran de la clase que giran sobre un gozne en la parte superior. La mayoría de ellos, con la única excepción de aquellos de los edificios restaurados, estaban en un estado lamentable. Las calles discurrían en una poco imaginativa cuadrícula, pero en el curso de los años habían sido repetidamente pavimentadas con el granito importado que servia de lastre a los veleros. En tiempos de la colonia española, la ciudad vivía de la agricultura, en particular de la producción de café y cacao, que había alimentado generosamente a una población de varios millares de personas.

Pero la historia cambió de forma radical después de 1959, el año de la independencia de Guinea Ecuatorial. El nuevo presidente, Francisco Macías, se transformó rápidamente de un militar elegido por el pueblo en el dictador más sádico del continente, cuyas atrocidades consiguieron superar incluso a las de Idi Amín Dadá de Uganda y a las de Jean-Bedel Bokassa, de la República Centroafricana. Las consecuencias fueron apocalípticas. Tras el asesinato de cincuenta mil personas, la tercera parte de la población nacional huyó, incluidos los residentes españoles. La mayoría de las ciudades quedaron diezmadas, y Cogo, en particular, fue abandonada por completo. La carretera que unía Cogo con el resto del país quedó en ruinas y pronto se hizo intransitable. Durante años, la ciudad se convirtió en una simple curiosidad para los esporádicos visitantes que llegaban en lancha desde el pueblo costero de Acalayong. Cuando uno de los representantes de GenSys había dado con ella, siete años antes, la selva había comenzado a reclamar el territorio de la ciudad. El individuo en cuestión consideró que el aislamiento de Cogo y el vasto bosque tropical que rodeaba la ciudad la convertían en el enclave perfecto para la granja de primates de GenSys.

A su regreso a Malabo, la capital de Guinea Ecuatorial, el delegado de GenSys inició negociaciones de inmediato con el gobierno ecuatoguineano. Puesto que el país era uno de los más pobres de África, y en consecuencia necesitaba desesperadamente la entrada de divisas, el nuevo presidente se mostró encantado y las negociaciones prosperaron.

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