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Robin Cook: Cromosoma 6

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Robin Cook Cromosoma 6

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Taylor bajó el volumen del televisor y cogió su vaso. Caminó hacia la ventana y miró el mar enfurecido y oscuro. La muerte de Franconi podía traer cola. Consultó su reloj. En África occidental era casi media noche.

Fue hasta el teléfono, llamó al operador de GenSys y le dijo que quería hablar con Kevin Marshall de inmediato.

Colgó el auricular y volvió a mirar por la ventana. Nunca se había sentido del todo cómodo con ese proyecto, aunque desde el punto de vista económico parecía muy rentable. Se preguntó si debía cancelarlo. El teléfono interrumpió sus pensamientos.

Levantó el auricular y una voz dijo que el señor Marshall estaba al otro lado de la línea. Tras algunos ruidos de interferencias, oyó la voz soñolienta de Kevin.

– ¿De verdad es usted Taylor Cabot? -preguntó Kevin.

– ¿Recuerda a Carlo Franconi? -dijo Taylor, pasando por alto la pregunta de Kevin.

– Por supuesto.

– Ha sido asesinado esta misma tarde. La autopsia está prevista para mañana a primera hora en Nueva York. Quiero saber si esto podría causar problemas.

Se produjo un silencio. Taylor estaba a punto de preguntar si se había cortado la comunicación, cuando Kevin respondió:

– Sí, podría causar problemas.

– ¿Pueden averiguar algo con una autopsia?

– Es posible. No digo probable, pero sí posible.

– Esa respuesta no me gusta -replicó Taylor. Cortó la comunicación con Kevin y volvió a llamar al operador de GenSys. Pidió hablar de inmediato con el doctor Raymond Lyons y subrayó que se trataba de una emergencia.

Nueva York

– Disculpe -murmuró el camarero.

Se había acercado al doctor Lyons por la izquierda y había esperado una pausa en la conversación que el médico mantenía con Darlene Polson, una joven rubia que, además de su ayudante, era su actual amante. Con su cuidado cabello cano y su atuendo conservador, el doctor parecía el médico prototípico de un culebrón. Cincuenta y pocos años, alto, bronceado, con una envidiable esbeltez y unas facciones agradables y aristocráticas.

– Lamento interrumpir -añadió el camarero-, pero hay una llamada urgente para usted. ¿Quiere que le traiga un teléfono inalámbrico o prefiere usar el del vestíbulo?

Los ojos azules de Raymond iban y venían de la cara afable pero inexpresiva de Darlene al respetuoso camarero, cuyos modales impecables justificaban la alta puntuación que su restaurante había merecido en la guía gastronómica Zagat. Raymond no parecía contento.

– Quizá prefiere que les diga que no puede ponerse al teléfono -sugirió el camarero.

– No, tráigame el teléfono inalámbrico -dijo Raymond.

No imaginaba quién podía llamarlo por una emergencia. No practicaba la medicina desde que le habían retirado su licencia, después de procesarlo y declararlo culpable de estafar a una mutualidad médica durante doce años.

– ¿Sí? -dijo con cierto nerviosismo.

– Soy Taylor Cabot. Ha surgido un problema.

Raymond se puso visiblemente tenso y frunció el entrecejo.

Taylor resumió con rapidez la situación de Carlo Franconi y su llamada a Kevin Marshall.

– Esta operación es obra suya -concluyó con irritación-.

Y permítame que le haga una advertencia: es sólo una minucia en el plan general. Si hay problemas, abandonaré el proyecto. No quiero mala prensa; de modo que resuelva este lío.

– ¿Pero qué puedo hacer yo? -espetó Raymond.

– Con franqueza, no lo sé. Pero será mejor que se le ocurra algo, y pronto.

– Por lo que a mí respecta, las cosas no podrían ir mejor.

Hoy mismo he hecho un contacto prometedor con una doctora de Los Ángeles que atiende a un montón de estrellas de cine y a ejecutivos de la costa Oeste. Está interesada en abrir una delegación en California.

– Creo que no me ha entendido -dijo Taylor-. No habrá ninguna delegación en ninguna parte a menos que se resuelva el problema de Franconi. Por lo tanto, será mejor que se ocupe del asunto. Dispone de doce horas.

El ruido del auricular al colgarse al otro lado de la línea hizo que Raymond apartara la cabeza con brusquedad. Miró el teléfono como si fuera el responsable del precipitado final de la conversación.

El camarero, que aguardaba a una distancia prudencial, se acercó a coger el teléfono y desapareció.

– ¿Problemas? -preguntó Darlene.

– ¡Dios santo! -exclamó Raymond mientras se mordía el pulgar con nerviosismo.

No era un simple problema. Era una catástrofe en potencia. Con las gestiones para recuperar la licencia estancadas en el atolladero del sistema judicial, su presente trabajo era lo único que tenía, y el negocio había empezado a florecer hacía muy poco tiempo. Había tardado cinco años en llegar a ese punto. No podía permitir que todo se fuera al garete.

– ¿Qué pasa? -preguntó Darlene tendiendo la mano para retirar la de Raymond de su boca.

Le explicó brevemente la inminente autopsia de Carlo Franconi y la amenaza de Taylor Cabot de abandonar el proyecto.

– Pero si por fin está dando una pasta -dijo ella-. No lo dejará ahora.

Raymond soltó una risita triste.

– Para un tipo como Taylor Cabot y para GenSys eso no es dinero -repuso-. Lo dejará; seguro. Diablos; ya fue difícil convencerlo de que lo financiara.

– Entonces tendréis que decirles que no hagan la autopsia.

Raymond miró a su acompañante. Sabía que la chica tenía buenas intenciones y que no lo había cautivado precisamente por su inteligencia, así que contuvo su furia. Sin embargo, respondió con sarcasmo:

– ¿Crees que puedo llamar al Instituto Forense y simplemente ordenarles que no hagan la autopsia en un caso como éste? No fastidies.

– Pero tú conoces a mucha gente importante -insistió Darlene-. Pídeles que intercedan.

– Por favor, cariño… -comenzó Raymond con desdén, pero de repente se detuvo. Pensó que quizá Darlene tuviera algo de razón. Una idea comenzó a tomar forma en su cabeza.

– ¿Qué me dices del doctor Levitz? -dijo Darlene-. Era el médico de Franconi. Quizá pueda ayudarte.

– Estaba pensando precisamente en él.

Daniel Levitz era un médico con una magnífica consulta en Park Avenue, con gastos muy altos y una clientela menguante debido a la proliferación de las mutualidades médicas. Además, había enrolado muchos pacientes para el proyecto, algunos de la misma calaña que Carlo Franconi.

Raymond se puso en pie, sacó el billetero y dejó tres flamantes billetes de cien dólares sobre la mesa. Sabía que era más que suficiente para cubrir la cena y una propina generosa.

– Vamos -dijo-. Tenemos que hacer una visita.

– Pero aún no he terminado el primer plato -protestó Darlene.

Raymond no respondió. Apartó de la mesa la silla de Darlene y la obligó a levantarse. Cuanto más pensaba en el doctor Levitz, más se convencía de que aquel hombre podía salvarlo. Como médico personal de varias familias rivales de la mafia de Nueva York, Levitz conocía a gente capaz de hacer lo imposible.

CAPITULO 1

14 de marzo de I997,

7:25 horas.

Nueva York.

Jack Stapleton se inclinó y pedaleó con fuerza mientras recorría la última manzana en dirección este sobre la calle Treinta. A unos cincuenta metros de la Quinta Avenida, irguió la espalda, soltó el manillar y comenzó a frenar. El semáforo no estaba en verde, y ni siquiera Jack estaba lo bastante loco para abrirse paso entre los coches, autobuses y camiones que aceleraban hacia el norte de la ciudad.

La temperatura había subido considerablemente, y los diez centímetros de nieve que habían caído dos días antes se habían derretido, salvo por algunos montículos sucios entre los coches aparcados. Se alegraba de que las calles estuvieran despejadas, pues hacía varios días que no podía usar la bicicleta que había comprado tres semanas antes. Con ella había reemplazado la que le habían robado el año anterior.

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