Robin Cook - Cromosoma 6

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Tras descubrir cuál era el que buscaba, Angelo lo recorrió.

Estaba lleno de charcos y desperdicios que amenazaban la integridad de sus zapatos Bruno Magli.

El patio trasero era un tumulto de vallas caídas, colchones viejos, neumáticos abandonados y otras basuras. Tras alejarse unos cuantos metros del edificio, Angelo se volvió para mirar la escalera de incendios. En la cuarta planta había dos ventanas, pero no había luz en ninguna de ellas. El doctor no estaba en casa.

Angelo regresó al coche y subió.

– ¿Y?-preguntó Franco.

– Vive aquí. Aunque no lo creas, por dentro el edificio es aún peor. Oí a una pareja peleándose en la segunda planta y un televisor con el volumen a tope. No es un sitio bonito, pero para nosotros es perfecto. Será fácil.

– Es lo que quería oír. ¿Sigues pensando que deberíamos empezar por la mujer?

Angelo sonrió lo mejor que pudo.

– ¿Por qué negarme ese gusto?

Franco puso el coche en marcha. Fueron por Columbus Avenue hasta Broadway y luego torcieron hacia la Segunda Avenida. Pronto llegaron a la calle Diecinueve. Angelo no necesitó consultar la dirección; señaló el edificio de Laurie sin dudar un instante. Franco aparcó en una zona prohibida.

– ¿Crees que debemos entrar por la parte trasera? -preguntó mientras miraba el edificio.

– Si; por varias razones -dijo Angelo-. Vive en la quinta planta, pero las ventanas dan al interior. Para saber si está en casa tendremos que ir alli de todos modos. Además, tiene una vecina cotilla que vive en el apartamento que da a la calle y, como verás, tiene las luces encendidas. Esa mujer abrió la puerta para fisgonear las dos veces que fui a casa de Laurie Montgomery. Por otra parte, el apartamento de la doctora tiene una puerta que da a las escaleras de incendio, que conducen al patio de luces. Lo sé porque la otra vez la perseguimos por ahí.

– Me has convencido -concluyó Franco-. Adelante.

Ambos bajaron del coche. Angelo abrió la portezuela trasera del coche y cogió su bolsa de herramientas para abrir cerraduras y una barra de hierro igual a la que usan los bomberos para abrir puertas en caso de emergencia.

– He oído que consiguió escapar de ti y de Tony Ruggerio -comentó Franco con una risita-. Al menos por un tiempo. Debe de ser una tía especial.

– No me lo recuerdes. Claro que trabajar con Tony era como cargar continuamente un saco de arena.

Al salir al patio de luces, que era una oscura conejera de jardines descuidados, Franco y Angelo se alejaron con sigilo del edificio lo suficiente para observar las ventanas de la quinta planta. No había luz en ninguna ventana.

– Parece que llegamos a tiempo para darle la bienvenida -dijo Franco.

Angelo no respondió. Fue con la bolsa de herramientas hasta la escalera de incendios y se puso un par de guantes de piel mientras Franco preparaba la linterna.

Al principio, las manos de Angelo temblaban por la expectación de encontrarse cara a cara con Laurie Montgomery después de cinco años de rumiar su odio. Al ver que la cerradura se resistía, se esforzó por recuperar la compostura y concentrarse. Finalmente, la cerradura cedió y la puerta se abrió.

En la quinta planta, Franco no se molestó en usar las herramientas para cerraduras, pues sabía que Laurie había instalado varios cerrojos. Hizo palanca con la barra de hierro y la puerta se abrió con un chasquido. Segundos después estaban dentro.

Durante unos minutos, los dos hombres permanecieron inmóviles en la oscuridad de la despensa de Laurie, escuchando. Querían asegurarse de que ningún vecino los había oído entrar.

– ¡Dios mío! -murmuró Franco-. Algo acaba de rozarme la pierna.

– ¿Qué? -preguntó Angelo, sorprendido.

– ¡Vaya, es un maldito gato!

– Nos resultará útil. Tráelo contigo.

Lentamente, los hombres salieron de la despensa y atravesaron la cocina en dirección al salón. Allí, las luces de la ciudad entraban por las ventanas y permitían ver mejor.

– Todo en orden -dijo Angelo.

– Ahora, a esperar. Echaré un vistazo en el frigorífico para ver si hay vino o cerveza. ¿Te apetece algo?

– Una cerveza estaría bien -respondió Angelo.

En la jefatura de policía, Jack y Laurie tuvieron que pasar por el detector de metales y ponerse tarjetas de identificación antes de que los dejaran subir a la planta de Lou. Este los esperaba en la puerta del ascensor.

Lo primero que hizo fue coger a Laurie por los hombros, mirarla a los ojos y preguntarle qué había pasado.

– Ya está mejor -dijo Jack dando una palmada en la espalda a Lou-. Es la misma Laurie de siempre, serena y racional.

– ¿De veras? -preguntó Lou sin dejar de mirar a Laurie.

Bajo el atento escrutinio del detective, Laurie no pudo evitar sonreír.

– Estoy bien -dijo-. Sólo un poco avergonzada por mi pataleta.

Lou dejó escapar un suspiro de alivio.

– Bueno, me alegro de veros a los dos. Venid a mi despacho. -Los condujo hacia allí-. Puedo ofreceros café, pero os recomiendo que declinéis la invitación. A esta hora del día está tan fuerte que el personal de limpieza lo usa para desatascar las tuberías.

– No te preocupes -dijo Laurie mientras se sentaba.

Jack la imitó. Miró el espartano despacho y sintió un escalofrío. Había estado alli hacia cosa de un año, después de escapar por los pelos de un intento de asesinato.

– Me parece que he conseguido desvelar el misterio del robo del cadáver de Franconi -comenzó Laurie-. Tú te reíste cuando dije que sospechaba de la funeraria Spoletto, pero ahora tendrás que disculparte. De hecho, creo que es hora de que te hagas cargo de la situación.

A continuación, ella le explicó su teoría sobre el secuestro del cuerpo. Le dijo que sospechaba que un empleado del Instituto Forense había facilitado al personal de la funeraria el número de admisión de un cuerpo sin identificar, así como los datos necesarios para localizar los restos de Franconi.

– Por lo general, cuando acuden dos empleados de una funeraria a recoger un cuerpo, uno de ellos entra en el compartimiento frigorífico mientras el otro se ocupa del papeleo con el ayudante del depósito. En estos casos, el ayudante ya ha dejado preparado el cadáver en la camilla, junto a la puerta del compartimiento. Creo que cuando fueron a buscar a Franconi, el empleado de la funeraria cogió el cuerpo sin identificar, cuyo número de admisión le habían facilitado, le quitó la etiqueta, lo metió en uno de los compartimientos vacios, le puso la etiqueta a Franconi y luego apareció tranquilamente en la puerta de la oficina del depósito con los restos del cadáver. Entonces, lo único que tuvo que hacer el asistente fue comprobar el número de admisión.

– Vaya numerito -dijo Lou-. ¿Puedo preguntar si tienes alguna prueba o si es una mera conjetura?

– He encontrado el cuerpo con el número de admisión que dio la funeraria Spoletto -respondió ella-. Estaba en un compartimiento supuestamente vacío. El nombre, Frank Gleason, era falso.

– ¡Ah! -dijo Lou, más interesado, y se inclinó sobre su escritorio- Esto comienza a gustarme, sobre todo porque hay un parentesco por matrimonio entre los propietarios de la funeraria Spoletto y la familia Lucia. Me recuerda a cuando cogieron a Al Capone por evadir impuestos. Quiero decir que sería estupendo poder pillar a los Lucia por robar un cadáver.

– Por supuesto, esto también plantea la posibilidad de una conexión entre el crimen organizado y los trasplantes clandestinos de hígado -dijo Jack-. Sería una asociación aterradora.

– Y peligrosa -añadió Lou-. Por lo tanto, insisto en que dejéis de jugar a detectives. A partir de este momento, nosotros nos ocuparemos de todo. ¿Me dais vuestra palabra?

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