Robin Cook - Cromosoma 6
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Bingham miró a Jack por encima del escritorio.
– ¿Está seguro de que no fue usted quien filtró la historia a la prensa?
– Palabra de explorador -respondió Jack levantando dos dedos en V.
– De acuerdo, me disculpo -dijo Bingham-. Pero recuerde, Stapleton, mantenga todo esto en secreto. Y deje de importunar a todo el mundo, así yo no recibiré llamadas protestando por su conducta. Tiene una habilidad especial para sacar de sus casillas a la gente. Y, por último, prométame que la prensa no se enterará de nada si no es directamente por mí. ¿Está claro?
– Más claro que el agua.
– -
Jack rara vez tenía ocasión de montar en su mountain bike durante el día, de modo que fue un placer pedalear entre el tráfico por la Quinta Avenida en dirección a la consulta del doctor Daniel Levitz. No había sol, pero la temperatura rondaba los diez grados, anunciando la llegada de la primavera. Para Jack, la primavera era la mejor estación en la ciudad de Nueva York.
Tras encadenar su bicicleta en un poste en que se leía: Prohibido Aparcar, Jack se dirigió a la entrada de la consulta del doctor Daniel Levitz. Había llamado con antelación para asegurarse de que el doctor estaba allí, pero había evitado adrede concertar una cita. Creía que una visita sorpresa resultaría más fructífera. Si Franconi había sido sometido a un trasplante, era obvio que había sido de manera clandestina.
– ¿Su nombre, por favor? -preguntó la recepcionista de pelo blanco.
Jack le mostró su chapa de médico forense. Su superficie brillante y su apariencia oficial confundían a la mayoría de la gente, que solía pensar que se trataba de una chapa de policía. En situaciones como ésta, Jack no se molestaba en explicar la diferencia. La chapa siempre impresionaba.
– Tengo que ver al doctor -dijo Jack guardándose la chapa en el bolsillo-. Cuanto antes, mejor.
Cuando la recepcionista recuperó la voz, le preguntó a Jack cuál era su nombre. Este se lo dio omitiendo el título de doctor, para no aclarar la naturaleza de su profesión.
La recepcionista se levantó de inmediato de la silla y desapareció en el interior de la consulta.
Jack observó la sala de espera, que era amplia y estaba lujosamente decorada. No se parecía en nada a la sala de espera funcional que él tenía cuando practicaba la oftalmología.
Eso había sido antes de la invasión de las mutualidades médicas. Jack recordaba esos tiempos como si pertenecieran a una vida anterior y, en cierto modo, así era.
En la sala de espera había cinco personas impecablemente vestidas. Todas miraron a Jack por el rabillo del ojo, sin dejar de hojear sus revistas. Mientras pasaban ruidosamente las páginas, Jack percibió un sentimiento de disgusto, como si supieran que estaba a punto de saltarse la cola y hacerlos esperar más. Jack esperaba que ninguna de esas personas fueran criminales capaces de considerar una inconveniencia semejante como un motivo de venganza.
La recepcionista reapareció y con una humildad embarazosa guió a Jack hacia el despacho privado del médico. Una vez que Jack hubo entrado, cerró la puerta tras ella.
El doctor Levitz no estaba en su despacho. Jack se sentó en una de las dos sillas que había frente al escritorio y miró alrededor Vio los típicos títulos y diplomas, fotografías familiares e incluso una pila de revistas médicas sin leer. Jack sintió un escalofrío; todo le resultaba demasiado familiar.
Ahora, en la distancia, se preguntó cómo había podido trabajar tanto tiempo en un entorno similar.
El doctor Daniel Levitz entró por una puerta lateral. Llevaba una bata blanca, con el bolsillo superior lleno de de presores y bolígrafos, y un estetoscopio al cuello. Comparado con Jack, que medía un metro ochenta y tenía una figura musculosa, de hombros anchos, Levitz parecía bajo y frágil.
Jack reparó de inmediato en los tics nerviosos del médico, que incluían giros e inclinaciones de cabeza. Levitz no parecía consciente de ellos. Estrechó la mano de Jack con aparente incomodidad y se refugió detrás del enorme escritorio.
– Estoy muy ocupado -dijo el médico-, aunque, naturalmente, siempre tengo tiempo para la policía.
– No soy de la policía -corrigió Jack-. Soy el doctor Jack Stapleton, del Instituto Forense del estado de Nueva York.
El doctor Levitz hizo un movimiento espasmódico con la cabeza, frunciendo al mismo tiempo su bigote ralo. Jack tuvo la impresión de que tragaba saliva.
– Ah -dijo.
– Quería hablar brevemente con usted acerca de un paciente suyo.
– La historia clínica de mis pacientes es confidencial.
– Desde luego -contestó Jack con una sonrisa-. Pero sólo hasta que mueren y pasan a manos de un forense. Verá, quería hacerle algunas preguntas sobre Carlo Franconi.
Observó cómo Levitz hacía otra serie de extraños movimientos convulsivos. Era una suerte que aquel tipo no hubiera tenido que someterse a cirugía cerebral.
– Aun así, sigo respetando la confidencialidad de mis casos -insistió Levitz.
– Entiendo su posición desde un punto de vista ético, pero debo recordarle que, en estas circunstancias, los forenses del estado de Nueva York tenemos autoridad para citarlo a comparecer. Así que, ¿por qué no mantenemos una conversación amistosa? Quién sabe; es posible que podamos aclarar algunos puntos.
– ¿Qué quiere saber? -preguntó Levitz.
– Tras leer los múltiples informes de ingresos hospitalarios del señor Franconi, he descubierto que tuvo una larga serie de trastornos hepáticos que condujeron a un insuficiencia grave -dijo Jack.
El doctor Levitz asintió, pero su hombro derecho se encogió varias veces. Jack esperó a que estos movimientos involuntarios cesaran.
– Para ir directamente al grano -dijo Jack-, nuestra gran duda es si en algún momento se sometió al señor Franconi a un trasplante de hígado.
El médico no respondió enseguida. Se limitó a contraer los músculos unas cuantas veces más. Pero Jack estaba dispuesto a esperar el tiempo que hiciera falta.
– No sé nada de ningún trasplante de hígado -contestó por fin.
– ¿Cuándo lo examinó por última vez?
El doctor Levitz levantó el auricular y pidió a una de sus ayudantes que le llevara la historia clínica de Franconi.
– Sólo será un momento -dijo.
– En uno de los ingresos del señor Franconi, hace aproximadamente tres años, usted escribió que consideraba necesario un trasplante de hígado. ¿Recuerda haber escrito ese informe?
– No específicamente -respondió Levitz-. Pero era consciente del agravamiento de su estado, así como de los fracasos del señor Franconi en sus intentos para dejar de beber.
– Sin embargo, no volvió a mencionar esta recomendación, lo cual me parece sorprendente puesto que en los análisis de los dos años siguientes se observa claramente un deterioro gradual, aunque irreversible, de la función hepática.
– La influencia del médico sobre la conducta de sus pacientes es limitada.
Se abrió la puerta y la amable recepcionista entró con una gruesa carpeta. La dejó sobre el escritorio sin decir una palabra y se marchó.
Levitz abrió la carpeta y, después de echarle una ojeada, dijo que había visto a Franconi por última vez hacía un mes.
– ¿Por qué lo visitó?
– Por una infección en las vías respiratorias altas -respondió Levitz-. Le receté un antibiótico. Al parecer, funcionó.
– ¿Lo examinó?
– ¡Desde luego! -exclamó el médico con indignación-. Siempre examino a mis pacientes.
– ¿Le habían hecho un trasplante de hígado?
– Bueno; no hice una revisión física completa. Lo examiné específicamente por los síntomas que lo habían traído aquí.
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