Robin Cook - Cromosoma 6

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Pronto llegaron a la carretera que conducía al este, en dirección a la aldea de los nativos. Desde la posición en que se encontraba, Kevin sólo podía ver las copas de los árboles cubiertas de lianas y jirones de cielo azul. Después de tantos meses de nubarrones y lluvia, era agradable volver a ver el sol.

– ¿Nos sigue alguien? -preguntó Kevin después de un rato de viaje.

Melanie miró por el retrovisor.

– No he visto ni un solo coche -respondió.

No había tráfico de vehículos en ninguna de las dos direcciones, aunque se cruzaron con varias mujeres nativas cargando bultos en la cabeza.

Después de cruzar el aparcamiento situado frente a la tienda de la aldea de los nativos, y una vez que entraron en el sendero que conducía al cruce de la isla, Kevin se sentó. Ya no le preocupaba que lo vieran. Cada pocos minutos, se giraba para asegurarse de que no los seguían. Aunque no quería admitirlo delante de las mujeres, estaba hecho un manojo de nervios.

– El tronco con que chocamos anoche debería de estar cerca-advirtió Kevin.

– Pero no volvimos a chocar con él cuando nos llevaron de vuelta-dijo Melanie-. Deben de haberlo retirado del camino.

– Tienes razón -admitió él. Le sorprendía que Melanie lo recordara. Después del tiroteo de ametralladoras, los detalles de la noche pasada eran una nebulosa en su mente.

Cuando supuso que estaban llegando, Kevin se inclinó para mirar por el parabrisas a través de la abertura de los asientos delanteros. A pesar del intenso sol del mediodía era prácticamente tan difícil ver algo entre la densa vegetación que flanqueaba el camino como la noche anterior. La luz apenas se filtraba entre los árboles; era como avanzar entre dos muros.

Llegaron al claro y se detuvieron. El garaje estaba a la izquierda mientras que a la derecha se veía el comienzo del sendero que conducía a la orilla del agua y al puente.

– ¿Sigo hasta el puente? -preguntó Melanie.

Kevin se puso aún más nervioso. Le preocupaba meterse en un callejón sin salida. Consideró la posibilidad de seguir en coche hasta la orilla del río, pero supuso que allí no habría sitio suficiente para dar la vuelta, lo que significaría que tendrían que dar marcha atrás.

– Sugiero que aparques aquí -contestó-. Pero primero da la vuelta al coche.

Kevin esperaba que Melanie discutiera, pero ella obedeció sin rechistar. Nadie mencionó el hecho de que tendrían que atravesar andando el sitio donde les habían disparado la noche anterior.

Melanie acabó de dar la vuelta.

– Muy bien, aquí estamos -dijo con aparente despreocupación mientras ponía el freno de mano. Intentaba levantarles el ánimo. Todos estaban muy tensos.

– Acaba de ocurrírseme una idea que no me gusta -dijo Kevin.

– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Melanie mirándolo por el retrovisor.

– Quizá debería adelantarme hasta el puente para asegurarme de que no hay nadie.

– ¿Nadie como quién? -inquirió Melanie. A ella también se le había ocurrido la posibilidad de que tuvieran compañía.

Kevin respiró hondo para hacer acopio de valor y bajó del coche.

– Cualquiera -respondió-. Incluso Alphonse Kimba.

Se levantó las perneras de los pantalones y echó a andar.

El sendero que conducía al río estaba tan cubierto de vegetación que se parecía incluso más a un túnel que el camino desde la carretera. En cuanto Kevin se internó en el camino éste giró a la derecha. La cúpula de árboles y enredaderas impedía la entrada de la luz. En el centro, la hierba era tan alta que más que un sendero parecían dos concursos paralelos.

Kevin torció la primera curva y se detuvo. El inconfundible sonido de botas corriendo sobre el suelo húmedo combinado con el tintineo de metal contra metal, le produjo un nudo en el estómago. Más adelante, el sendero giraba hacia la izquierda. Kevin contuvo la respiración. De inmediato vio un grupo de soldados ecuatoguineanos con trajes de camuflaje girando por la curva y avanzando en su dirección. Todos llevaban rifles de asalto chinos.

Dio media vuelta y retrocedió corriendo como nunca había corrido en su vida. Al llegar al claro, le gritó a Melanie que debían salir pitando de allí. Abrió la portezuela trasera del coche y se arrojó en el interior de inmediato. Melanie intentaba poner en marcha el coche.

– ¿Qué ha pasado? -gritó.

– ¡Soldados! -dijo Kevin con voz ronca-. ¡Un montón!

El motor del coche rugió en el mismo instante en que los soldados aparecían en el claro. Uno de ellos gritó mientras Melanie pisaba el acelerador.

El pequeño vehículo se sacudió y Melanie luchó con el volante. Se oyó una estampida de disparos y la ventanilla trasera del Honda estalló en un millón de fragmentos. Kevin se tendió en el asiento trasero. Candace gritó al ver que también su ventanilla estallaba. Poco más allá del claro, el camino giraba hacia la izquierda. Melanie consiguió mantener el coche en el sendero y luego pisó el acelerador a fondo.

Cuando habían recorrido unos setenta metros, oyeron más disparos a lo lejos. Unas cuantas balas perdidas silbaron por encima del coche mientras Melanie torcía en otra curva.

– ¡Dios mío! -exclamó Kevin mientras se sentaba y se sacudía los fragmentos de cristal del pecho.

– Ahora sí estoy furiosa -dijo Melanie-. Esos no fueron disparos al aire. Mirad el parabrisas trasero.

– Creo que debemos retirarnos -sugirió él-. Siempre he tenido miedo a esos soldados y ahora sé el porqué.

– Supongo que la llave del puente no nos servirá de nada.

Qué pena, después de todo lo que tuvimos que hacer para conseguirla.

– Es un fastidio -convino Melanie-. Tendremos que buscar un plan alternativo.

– Yo me voy a la cama -dijo Kevin. No podía entender a esas mujeres; parecían no tener miedo a nada. Se llevó una mano al corazón: nunca le había latido con tanta rapidez.

CAPITULO 14

6 de marzo de 1997, 6.45 horas.

Nueva York

Jack aceleró la marcha y consiguió pasar con luz verde en el cruce de la Primera Avenida y la calle Treinta. Luego se abrió paso entre los coches sin disminuir la velocidad. Subió por el camino particular del depósito y no frenó hasta el último segundo. Momentos después había amarrado la bicicleta y se dirigía al despacho de Janice Jaeger, la investigadora forense del turno de noche.

Estaba alterado. Tras identificar casi con seguridad a su último cadáver como Carlo Franconi, prácticamente no había dormido. Había hablado varias veces con Janice por teléfono, implorándole que consiguiera copias de todos los informes de Franconi en el Hospital General de Manhattan.

Sus pesquisas preliminares habían revelado que Franconi había estado hospitalizado allí.

También había pedido a Janice que buscara en el escritorio de Bart Arnold los números de teléfono de los bancos de órganos europeos. Puesto que la diferencia horaria era de seis horas, Jack comenzó a llamar después de las tres de la mañana. Le interesaba especialmente una organización llamada Eurotransplant, en Holanda. Cuando descubrió que ahí no había constancia de que Carlo Franconi hubiera recibido un hígado, llamó a todas las organizaciones nacionales cuyos números tenía, en Francia, Inglaterra, Italia, Suecia, Hungría y España. Nadie sabía nada de Carlo Franconi

Para colmo, la mayoría de las personas con las que había hablado aseguraban que era difícil que un extranjero hubiera sido sometido a un trasplante allí, puesto que la mayoría de los países tenían largas listas de espera con sus propios ciudadanos.

Tras pocas horas de sueño, la curiosidad lo había despertado. Incapaz de volver a dormirse, Jack decidió ir al depósito temprano y repasar el material que había reunido Janice.

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