Arturo Pérez-Reverte - La Tabla De Flandes

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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos después, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un excéntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigación les conducirá a través de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego irán abriendo las puertas de un misterio que acabará por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, música, literatura, historia, lógica matemática- que Arturo Pérez- Reverte encaja con diabólica destreza.

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Aquello era irreal. Lo era tanto que Julia, encendiendo un cigarrillo, se dejó caer en el sofá y cruzó las piernas, con un brazo sobre el respaldo. Tenía frente a sí a los dos hombres, ambos de pie, componiendo una escena de proporciones similares a las del cuadro desaparecido. Muñoz a la izquierda, pisando el filo de una antiquísima alfombra pakistaní cuyo añejo decolorado no hacía sino acentuar su belleza rojiza y ocre. El jugador de ajedrez -ahora ambos lo son, meditó la joven con retorcida satisfacción- no se había quitado la gabardina y miraba al anticuario ladeando un poco la cabeza, con aquel aspecto holmesiano que le confería un aura de peculiar dignidad, en la que tan relevante papel jugaba la expresión de sus ojos cansados y absortos en la contemplación física del adversario. Pero Muñoz no miraba a César con la suficiencia del vencedor. Tampoco había animadversión en su gesto; ni siquiera un recelo que cualquiera hubiese justificado, dadas las circunstancias. Había, eso sí, tensión en su mirada y en la forma en que se le marcaban los músculos de la huesuda mandíbula, pero aquello tenía que ver, a juicio de Julia, con la forma en que el ajedrecista estudiaba la “apariencia real” del enemigo tras haber trabajado tanto tiempo contra su “apariencia ideal”. Sin duda repasaba viejos errores, reconstruía jugadas, adjudicaba intenciones. Era el gesto obstinado y ausente de alguien a quien, tras haber concluido una partida a base de brillantes maniobras, lo que realmente le preocupase fuera averiguar cómo diablos su adversario pudo escamotearle un oscuro peón de alguna irrelevante y olvidada casilla.

César estaba a la derecha, y con su cabello plateado y el batín de seda parecía uno de los personajes elegantes de las comedias de primeros de siglo: tranquilo y distinguido, seguro de sí mismo, consciente de que la alfombra que pisaba su interlocutor tenía doscientos años y era suya. Julia vio cómo metía una mano en el bolsillo, sacaba el paquete de cigarrillos de filtro dorado e introducía uno en la boquilla de marfil. La escena era demasiado extraordinaria como para no fijarla bien en su memoria: el decorado de antigüedades de tonos oscuros y amortiguados reflejos, el techo cubierto de esbeltas figuras clásicas, el viejo dandy de elegante y equívoco aspecto, y el desastrado hombre flaco de la gabardina arrugada, frente a frente, contemplándose en silencio, como en espera de que alguien, posiblemente el apuntador oculto en alguno de los muebles de época, diese el pie de entrada para iniciar el último acto. Julia había previsto, desde que descubrió un aire familiar en el rostro del joven que miraba a la cámara del fotógrafo con toda la gravedad de sus quince o dieciséis años, que aquella parte de la representación iba a ser más o menos así. Era como esa curiosa sensación a la que llamaban déjà vu . Conocía ya aquel final, en el que sólo faltaba un mayordomo de chaleco rayado anunciando la cena para que todo rebasara el límite de lo grotesco. Miró a sus dos personajes favoritos y se llevó el cigarrillo a los labios, intentando recordar. Era cómodo el sofá de César, pensó entretanto, perezosamente voluble; ningún anfiteatro le habría ofrecido localidad más idónea. Sí. El recuerdo vino otra vez con facilidad, y resultó ser un recuerdo reciente. Ella le había echado ya un vistazo a aquel guión. Había sido sólo unas horas antes, en la Sala Doce del Museo del Prado. El cuadro de Brueghel, aquel batir de timbales como fondo al soplo arrasador de lo irremediable, barriendo a su paso hasta la última brizna de hierba sobre la tierra, convertido todo en una sola, única, gigantesca pirueta final, en la sonora carcajada de algún dios borracho que rumiaba su olímpica resaca tras las colinas ennegrecidas, las ruinas humeantes y el resplandor de los incendios. Pieter Van Huys, el otro flamenco, el viejo maestro de la corte de Ostenburgo, lo había explicado también, a su manera, quizá con más delicadeza y matices, más hermético y sinuoso que el brutal Brueghel, pero con idéntica intención; a fin de cuentas, todos los cuadros eran cuadros de un mismo cuadro, como todos los espejos eran reflejos de un mismo reflejo, como todas las muertes eran muertes de la misma Muerte:

«T odo es un tablero de ajedrez de noches y días donde el D estino juega con los hombres como piezas.»

Murmuró la cita sin pronunciar las palabras, mirando a César y a Muñoz. Todo estaba en orden, así que se podía comenzar. Oíd, oíd, oíd. La luz amarillenta de la lámpara inglesa creaba un cono de claridad que envolvía a los dos personajes. El anticuario inclinó un poco la cabeza y encendió el cigarrillo mientras Julia se suspendía el suyo de los labios. Como si aquella hubiera sido la señal para iniciar el diálogo, Muñoz asintió lentamente, aunque nadie había pronunciado todavía una palabra. Después dijo:

– Espero, César, que tenga a mano un tablero de ajedrez.

No era brillante, reconoció la joven. Ni siquiera lo apropiado. Un guionista imaginativo habría sabido encontrar, sin duda, algo mejor que poner en boca de Muñoz; pero, se dijo con desconsuelo, el autor de la tragicomedia era, a fin de cuentas, tan mediocre como el mundo que él mismo había creado. No podía exigirse que una farsa superase el talento, la estupidez o la perversidad de su propio autor.

– No creo necesario un tablero -respondió César, y aquello mejoró el diálogo. No por las palabras, que tampoco eran extraordinarias, sino por el tono, que resultó idóneo, en especial cierto matiz de hastío que el anticuario supo imprimir en la frase; algo muy propio de él, como si todo aquello lo observara sentado en una silla de jardín, de esas de hierro pintadas de blanco, con un martini muy seco en la mano y mirando la cosa, podría decirse, en lontananza. César era tan refinado en sus poses decadentes como podía serlo en su homosexualidad o en su perversidad, y Julia, que también lo había amado por eso, supo apreciar en lo que valía aquella actitud rigurosa y exacta, tan perfecta en sus matices que la hizo recostarse, admirada, en el sofá, mientras observaba al anticuario a través de las espirales de humo del cigarrillo. Porque lo más fascinante era que aquel hombre la había estado engañando durante veinte años. Sin embargo, en estricta justicia, el responsable final del engaño no era él, sino ella misma. Nada en César había cambiado: hubiera tenido o no conciencia Julia, siempre fue -tuvo que serlo a la fuerza- él mismo. Ahora estaba allí de pie, fumando con sangre fría y -lo supo con absoluta certeza- en ausencia total del remordimiento o inquietud por lo que había hecho. Figuraba -posaba- en lo formal tan distinguido y correcto como cuando Julia oía de sus labios bellas historias de amantes o guerreros. De un momento a otro podía perfectamente referirse a Long John Silver, Wendy, Lagardére o Sir Kenneth el del Leopardo, y la joven no se hubiera sorprendido lo más mínimo. Y sin embargo, era él quien puso a Álvaro bajo la ducha, quien le había metido a Menchu una botella de ginebra entre las piernas… Julia aspiró despacio el humo del cigarrillo y entornó los ojos, saboreando su propia amargura. Si él es el mismo -se dijo-, y resulta evidente que lo es, la que ha cambiado soy yo. Por eso lo veo de otra forma esta noche, con ojos distintos: veo un canalla, un farsante y un asesino. Y sin embargo sigo aquí, fascinada, pendiente una vez más de sus palabras. Dentro de unos segundos, en lugar de una aventura en el Caribe, va a contarme que todo lo ha hecho por mí, o algo por el estilo. Y yo lo escucharé, como siempre, porque además esto supera cualquier otra historia de César. La desborda en imaginación y horror.

Retiró el brazo del respaldo del sofá, inclinándose hacia adelante, entreabiertos los labios en atenta concentración sobre lo que ante sus ojos se desarrollaba, dispuesta a no perderse el menor detalle de la escena. Y aquel movimiento suyo pareció la señal para reanudar el diálogo. Muñoz, con las manos en los bolsillos de la gabardina y la cabeza ladeada, miraba a César.

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