Muñoz dejó el ajedrez sobre la mesa y fue hacia el cuadro. Lo hizo de una forma peculiar; directamente hacia la parte en que estaban pintados el tablero y las piezas, como si el resto, habitación y personajes, no estuviera allí. Se inclinó para estudiarlos con atención, mucho más intensamente que el día anterior. Y Julia comprendió que, al decir ‘no hago otra cosa que pensar en ello’, no había exagerado lo más mínimo. La forma en que observaba aquella partida era la de un hombre ocupado en resolver algo más que un problema ajeno.
Al cabo de una larga contemplación se volvió hacia Julia.
– Esta mañana he reconstruido las dos jugadas anteriores -dijo sin jactancia; más bien como disculpa por lo que parecía considerar un pobre resultado-. Después encontré un problema… Algo relacionado con la posición de los peones, que es insólita -señaló las piezas pintadas-. No se trata de una partida convencional.
Julia estaba decepcionada. Cuando abrió la puerta, viendo a Muñoz empapado y con su tablero en el bolsillo, estuvo a punto de creer la respuesta al alcance de la mano. Naturalmente, el ajedrecista ignoraba la urgencia, las implicaciones de aquella historia. Pero no era ella quien iba a contárselo, aún.
– Las demás jugadas nos dan igual -dijo-. Sólo hay que descubrir qué pieza se comió al caballo blanco.
Muñoz movió la cabeza.
– Le dedico todo el tiempo de que dispongo -titubeó un poco, como si decir aquello rozase ya la confidencia-. Llevo los movimientos en la cabeza, jugándolos hacia adelante y hacia atrás… -vaciló de nuevo, para terminar curvando los labios en media sonrisa dolorida y distante-. Hay algo extraño en esa partida…
– No sólo es la partida -las miradas de ambos convergieron en la pintura-. Lo que pasa es que César y yo la vemos como parte del cuadro, incapaces de encontrar nada más -Julia reflexionó sobre lo que acababa de decir-… Cuando tal vez el resto del cuadro no sea más que un complemento de la partida.
Muñoz asintió levemente, y Julia tuvo la impresión de que tardaba una eternidad en hacerlo. Aquellos gestos lentos, como si invirtiese en ellos mucho más tiempo del necesario, parecían estar en relación directa con su forma de razonar.
– Se equivoca al decir que no ve nada. Lo está viendo todo, aunque sea incapaz de interpretarlo… -el ajedrecista indicó el cuadro con el mentón, sin moverse-. Yo creo que la cuestión se reduce a un problema de puntos de vista. Lo que tenemos aquí son niveles que se contienen unos a otros: una pintura contiene un suelo que es un tablero de ajedrez, que a su vez contiene personajes. Esos personajes juegan con un tablero de ajedrez que contiene piezas… Y todo, además, reflejado en ese espejo redondo de la izquierda… Si le gusta complicar las cosas, puede añadir otro nivel: el nuestro, desde el que contemplamos la escena, o las sucesivas escenas. Y, puestos a enredar más el asunto, el nivel desde donde el pintor nos imaginó a nosotros, espectadores de su obra…
Había hablado sin pasión, con gesto ausente, igual que si recitara una monótona descripción cuya importancia consideraba relativa y en la que sólo se detenía para satisfacer a otros. Julia resopló, aturdida.
– Es curioso que usted lo vea así.
El jugador movió otra vez la cabeza, inexpresivo, sin apartar los ojos del cuadro.
– No sé de qué se extraña. Yo veo ajedrez. No una partida, sino varias. Que en el fondo son la misma.
– Demasiado complejo para mí.
– No crea. Ahora nos movemos en un nivel del que podemos conseguir mucha información: la partida del tablero. Una vez resuelta, podremos aplicar las conclusiones al resto del cuadro. Es simple cuestión de lógica. De lógica matemática.
– Nunca pensé que las matemáticas tuvieran que ver con esto.
– Tienen que ver con todo. Cualquier mundo imaginable, como ese cuadro, se rige por las mismas leyes que el mundo real.
– ¿Incluso el ajedrez?
– Especialmente el ajedrez. Pero los pensamientos de un jugador discurren por nivel distinto al de un aficionado: su lógica no permite ver las posibles movidas inadecuadas, porque las descarta automáticamente… Igual que un matemático de talento nunca estudia los recorridos falsos hacia el teorema que busca, mientras que la gente menos dotada tiene que trabajar así, esforzándose de error en error.
– ¿Y usted no comete errores?
Muñoz apartó despacio los ojos del cuadro y miró a la joven. En el apunte de sonrisa que pareció perfilarse en sus labios no había indicios de humor alguno.
– En ajedrez, nunca.
– ¿Cómo lo sabe?
– Al jugar, uno se enfrenta a infinidad de situaciones posibles. A veces se resuelven usando reglas simples, y a veces hacen falta otras reglas para decidir qué reglas simples hay que aplicar… O surgen situaciones desconocidas, y entonces es necesario imaginar nuevas reglas que incluyan o descarten las anteriores… Un error sólo se comete al elegir una u otra regla: al optar. Y yo sólo muevo cuando he descartado todas las reglas no válidas.
– Me asombra tanta seguridad.
– No sé por qué. Precisamente por eso me escogieron a mí.
Sonó el timbre de la puerta, anunciando a César con un paraguas chorreante y los zapatos empapados, maldiciendo contra el tiempo y la lluvia.
– Odio el otoño, querida, te lo juro. Con sus nieblas, humedades y demás puñetitas -suspiró mientras estrechaba la mano de Muñoz-. A partir de cierta edad, algunas estaciones terminan por parecerse horriblemente a la parodia de uno mismo… ¿Puedo servirme una copa? Que tontería. Claro que puedo.
Se sirvió él mismo una generosa porción de ginebra, hielo y limón, y cinco minutos después se reunía con ellos, Muñoz desplegaba el ajedrez de bolsillo.
– Aunque no he llegado al movimiento del caballo blanco -explicó el jugador- supongo que les interesará conocer los progresos que hemos hecho hasta ahora… -reconstruyó con las pequeñas piezas de madera la posición que tenían en el cuadro. Julia observó que lo hacía de memoria, sin consultar el Van Huys ni el croquis que se había llevado la noche anterior, y que ahora sacaba del bolsillo y ponía a un lado, sobre la mesa-. Si quieren, puedo explicarles el razonamiento que he seguido hacia atrás.
– Análisis retrospectivo -dijo César, interesado, mientras mojaba los labios en su bebida.
– Eso es -respondió el ajedrecista-. Y vamos a utilizar el mismo sistema de notación que les expuse ayer -se inclinó hacia Julia con el croquis en la mano, indicándole la localización sobre el tablero:
– … Según están dispuestas las piezas -continuó Muñoz- y teniendo en cuenta que acaban de mover negras, lo primero es averiguar cuál de las piezas negras ha realizado este último movimiento -señaló con la punta de un lápiz en dirección al cuadro, después indicó el croquis y finalmente la situación reproducida en el tablero real. Para conseguirlo resulta más fácil descartar las piezas negras que no han podido mover porque están bloqueadas, o por la posición que ocupan… Es evidente que ninguno de los tres peones negros A7, B7 o D7 ha movido, porque todos siguen aún en las posiciones que ocupaban al empezar el juego… El cuarto y último peón, A5, tampoco ha podido mover, bloqueado como está entre un peón blanco y su propio rey negro… También descartamos el alfil negro de C8, todavía en su posición inicial de juego, porque el alfil se mueve en diagonal, y en sus dos posibles salidas diagonales hay peones de su mismo bando que aún no han movido… En cuanto al caballo negro de B8, no movió tampoco, pues sólo habría podido llegar ahí desde A6, C6 o D7, y esas tres casillas ya están ocupadas por otras piezas… ¿Comprenden?
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