Harlan Coben - El Bosque

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Hace veinte años, en un campamento de verano, cuatro adolescentes se adentraron de noche en el bosque. Dos fueron hallados asesinados y a los otros dos no volvieron a verlos nunca más. Para cuatro familias la vida cambió para siempre. Dos décadas después, está a punto de cambiar otra vez. El luto de Paul Copeland, fiscal del condado de Essex, Nueva Jersey, por la muerte de su hermana apenas comienza a remitir. Cope, como le llaman todos, está ocupado ahora criando solo a su hija de seis años tras la muerte de su esposa, enferma de cáncer. Equilibrar la vida familiar y una carrera profesional en rápida ascensión como fiscal le distrae de sus antiguos traumas, pero sólo temporalmente.
Cuando encuentran a una víctima de homicidio con pruebas que le relacionan con Cope, los secretos tan bien enterrados de la familia del fiscal se ven amenazados. ¿Es esta víctima de homicidio uno de los campistas que desapareció con su hermana? ¿Podría estar viva su hermana? Cope debe enfrentarse a lo que dejó atrás aquel verano de hace veinte años: su primer amor, Lucy, su madre, que abandonó a la familia, y los secretos que sus padres rusos podrían haber ocultado incluso a sus propios hijos. Cope debe decidir qué es mejor seguir ocultando en las sombras y qué verdades pueden salir a la luz.

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– Pues claro, ¿por qué no?

Me encogí de hombros.

– La investigadora eres tú.

Volví a mirar el televisor. Estaban pasando de nuevo la exposición pública de Bob. Esta vez aún me pareció más patético. Cerré los puños con fuerza.

– ¿Cope?

La miré.

– Tenemos que volver a la sala -dijo.

Asentí y me levanté sin decir nada. Ella abrió la puerta. Pocos minutos después, vi a EJ Jenrette en el vestíbulo. Se colocó a propósito en mi camino. Incluso me sonreía.

Muse se paró e intentó que me desviara.

– Vayamos por la izquierda. Podemos pasar por…

– No.

Seguí mi camino. La rabia me consumía. Muse corrió para seguir mi ritmo. EJ Jenrette se quedó quieto, esperándome.

Muse me puso una mano en el hombro.

– Cope…

No reduje el paso.

– Estoy bien.

EJ siguió sonriendo. Le miré a los ojos. Él no se apartó. Yo avancé hasta que nuestras caras estuvieron a pocos centímetros de distancia. El muy idiota seguía sonriendo.

– Se lo advertí -dijo EJ.

Imité su sonrisa y me acerqué un poco más.

– Se ha corrido la voz -dije.

– ¿De qué?

– Todos los presos que consigan que el pequeño Edward les haga un servicio reciben tratamiento de preferencia. Su hijo va a ser la puta de su bloque.

Me alejé sin esperar a ver su reacción. Muse trotaba detrás de mí.

– Eso sí ha tenido clase -dijo.

Seguí caminando. Era una amenaza vacía, por supuesto -los pecados del padre nunca deberían caer sobre el hijo- pero si esa imagen era la que EJ se llevaba cada día a la cama, me parecía bien.

Muse saltó delante de mí.

– Tienes que calmarte, Cope.

– Se me ha olvidado, Muse, ¿eres mi investigadora o mi loquera?

Levantó las manos en un gesto de rendición y me dejó pasar. Me senté en mi silla y esperé al juez.

¿En qué estaría pensando Bob?

Hay días en que los juicios son una pérdida de tiempo. Ése día fue uno de ellos. Flair y Mort sabían que lo tenían fatal. Querían excluir el DVD pornográfico porque no lo habíamos presentado antes. Intentaron un juicio nulo. Presentaron mociones y entregaron hallazgos, investigaciones y documentos. Seguro que sus pasantes se habían pasado la noche en vela.

El juez Pierce escuchó con sus cejas pobladas bajas. Tenía la mano en la barbilla y parecía muy pero que muy judicial. No hizo comentarios. Utilizó expresiones como «bajo consideración». No me preocupé. No tenían nada. Pero una idea se estaba introduciendo en mi cabeza y me daba la lata. Habían ido a por mí. Habían ido a por mí y a por todas. ¿Por qué no iban a hacer lo mismo con el juez?

Le miré la cara. No delataba nada. Le miré a los ojos, busqué alguna clase de indicio de que no estaba durmiendo. No vi nada, pero eso no significaba mucho.

Acabamos sobre las tres de la tarde, volví al despacho y miré los mensajes. No había nada de Greta. Volví a llamarla. No contestó. Lo intenté también en el móvil de Bob. Tampoco, nada. Dejé un mensaje.

Miré aquellas dos fotografías: el Gil Pérez envejecido, el Manolo Santiago muerto. Después llamé a Lucy y ella respondió a la primera.

– Hola -contestó Lucy.

A diferencia de la otra noche, esta vez la voz de Lucy tenía su cadencia característica y eso me devolvió otra vez al pasado.

– Hola.

Hubo un silencio raro, pero casi feliz.

– Tengo la dirección de los señores Pérez -dije-. Quiero tener otra conversación con ellos.

– ¿Cuándo?

– Ahora. No viven muy lejos de tu casa. Puedo recogerte por el camino.

– Estaré preparada.

Capítulo 23

Lucy estaba fabulosa.

Llevaba un jersey verde ajustado que ceñía exactamente lo que debía, y el pelo recogido en una cola. Se ajustó un mechón detrás de la oreja. Además esa noche llevaba gafas, y me gustó cómo le quedaban.

Lucy subió al coche y se puso a revisar los CD inmediatamente.

– Counting Crows -dijo-. August and Everything After.

– ¿Te gusta?

– El mejor debut de las dos últimas décadas.

Asentí.

Lucy introdujo el CD en el reproductor. Y empezó a sonar «Round Here». Conduje y escuchamos la música. Cuando Adam Duritz cantó sobre una mujer que decía que ojala te pegaran un tiro, que sus paredes se estaban desmoronando, me arriesgué a mirarla de soslayo. Lucy tenía los ojos húmedos.

– ¿Estás bien?

– ¿Qué otros discos tienes?

– ¿Qué quieres?

– Algo ardiente y sexy.

– Meat Loaf. -Levanté el estuche del CD para que lo viera-. ¿Un poco de Bat out of Help.

– Ay -dijo-. ¿Te acuerdas?

– Nunca viajo sin él.

– Vaya, siempre fuiste un romántico incurable -dijo.

– ¿Qué tal un poco de «Paradise by The Dashboard Light»?

– Vale, pero adelántalo hasta la parte en que ella le hace prometer que la amará para siempre antes de rendirse.

– Rendirse -repetí-. Me encanta.

Se volvió, girando el cuerpo hacia mí.

– ¿Qué frase utilizaste conmigo?

– Probablemente mi frase de seducción patentada.

– ¿Cuál es?

– Por favor. Va, por favor -gimoteé.

Lucy rió.

– Oye, contigo funcionó.

– Es que soy fácil.

– Sí, claro.

Me golpeó el brazo de forma juguetona. Sonreí. Ella apartó la cabeza. Escuchamos un rato a Meat Loaf en silencio.

– ¿Cope?

– ¿Qué?

– Fuiste el primero para mí.

Estuve a punto de pisar los frenos.

– Sé que fingí que no, con todo el rollo de mi padre y la vida que llevábamos, de desenfreno y amor libre. Pero no era verdad. Fuiste el primero. Fuiste el primer hombre a quien amé.

El silencio era pesado.

– Aunque, después de ti, por supuesto, me los pasé a todos por la piedra.

Meneé la cabeza y miré hacia la derecha. Volvía a sonreír.

Doblé a la derecha siguiendo la voz alegre del sistema de navegación.

Los Pérez vivían en una finca de pisos de Park Ridge.

– ¿Nos esperan? -preguntó Lucy.

– No.

– ¿Cómo sabes que estarán en casa? -preguntó.

– He llamado antes de recogerte. Mi número sale como oculto en el identificador. Cuando he oído la voz de la señora Pérez he disimulado la voz y he preguntado por Harold. Me ha dicho que me equivocaba de número. Me he disculpado y he colgado.

– Uau, qué bueno eres.

– Intento que no se me suba a la cabeza.

Bajamos del coche. La propiedad estaba bien cuidada. El aire estaba perfumado con el aroma de alguna flor. No pude identificarla. Tal vez lilas. El aroma era muy fuerte, empalagoso, como si a alguien se le hubiera volcado un champú barato.

Antes de que pudiera llamar, abrieron la puerta. Era la señora Pérez. No saludó ni ofreció una gran bienvenida. Me miró con ojos entornados y esperó.

– Tenemos que hablar -dije.

Sus ojos se movieron hacia Lucy.

– ¿Quién es usted?

– Lucy Silverstein -dijo ella.

La señora Pérez cerró los ojos.

– La hija de Ira.

– Sí.

Se le hundieron un poco los hombros.

– ¿Podemos pasar? -pregunté.

– ¿Puedo decir que no?

La miré a los ojos.

– No me rendiré.

– ¿En qué? Ese hombre no era mi hijo.

– Por favor -dije-. Cinco minutos.

La señora Pérez suspiró y se apartó un poco. Entramos. El aroma a champú era más fuerte dentro si cabe. Demasiado fuerte.

Ella cerró la puerta y nos guió hasta un sofá.

– ¿Está en casa el señor Pérez?

– No.

Se oían ruidos procedentes de los dormitorios. En un rincón había cajas de cartón. La inscripción lateral indicaba que eran suministros médicos. Eché un vistazo a la sala. Todo, aparte de esas cajas, estaba tan ordenado, tan limpio, que se diría que se habían quedado con el piso piloto.

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