Estoy seguro de que los móviles están muy mal vistos en los cementerios. Pero no creí que a Jane le importara. Saqué el móvil del bolsillo y marqué el número seis otra vez.
Sosh respondió al primer timbre.
– Tengo que pedirte un favor -dije.
– Ya te lo dije. Por teléfono no.
– Encuentra a mi madre, Sosh.
Silencio.
– Tú puedes encontrarla. Te lo pido. Por el recuerdo de mi padre y mi hermana. Encuentra a mi madre.
– ¿Y si no puedo?
– Puedes.
– Tu madre se marchó hace mucho tiempo.
– Lo sé.
– ¿Has pensado que tal vez tu madre no desea que la encuentren?
– Sí -dije.
– ¿Y?
– Mala suerte -dije-. No siempre tenemos lo que queremos. Encuéntrala, Sosh, por favor.
Colgué el teléfono y volví a mirar la lápida de mi mujer.
– Te echamos de menos -dije en voz alta a mi esposa muerta-. Cara y yo. Te echamos muchísimo de menos.
Después me levanté y regresé al coche.
Raya Singh me esperaba en el aparcamiento del restaurante. Había cambiado los velos del uniforme de camarera por unos vaqueros y una blusa azul oscuro. Llevaba el pelo recogido en una cola. El efecto no era menos deslumbrante. Meneé la cabeza. Acababa de visitar la tumba de mi esposa y ya estaba admirando inadecuadamente la belleza de una jovencita.
El mundo tiene cosas interesantes.
Subió al asiento del pasajero. Olía de maravilla.
– ¿Adónde? -pregunté.
– ¿Sabes dónde está la carretera 17?
– Sí.
– Pues cógela hacia el norte.
Salí del aparcamiento.
– ¿Quieres empezar a contarme la verdad?
– Yo nunca te he mentido -dijo-. Sólo decidí no contarte algunas cosas.
– ¿Sigues afirmando que conociste a Santiago en la calle?
– Sí.
No la creí.
– ¿Alguna vez le oíste mencionar a un tal Pérez?
No contestó.
– ¿A un tal Gil Pérez? -insistí.
– La salida hacia la 17 está a la derecha.
– Sé dónde está la salida, Raya.
Miré de soslayo su perfil perfecto. Ella observaba por la ventana, y estaba abrumadoramente hermosa.
– Cuéntame eso de que le oíste mencionar mi nombre -dije.
– Ya te lo he contado.
– Cuéntamelo otra vez.
Raya respiró hondo silenciosamente y cerró los ojos un momento.
– Manolo dijo que mentiste.
– ¿Mentir sobre qué?
– Mentir sobre algo relacionado con… -vaciló- con bosques o montes o algo por el estilo.
Sentí que el corazón me daba un salto en el pecho.
– ¿Eso dijo? ¿Bosques o montes?
– Sí.
– ¿Cuáles fueron sus palabras exactamente?
– No me acuerdo.
– Inténtalo.
– Paul Copeland mintió sobre lo que sucedió en ese bosque. -Después inclinó la cabeza-. Ah, espera.
Esperé.
Entonces dijo algo que casi me hace salir de la carretera.
Un nombre:
– Lucy.
– ¿Qué?
– Ése fue el otro nombre. Dijo: «Paul Copeland mintió sobre lo que sucedió en ese bosque. Y Lucy también».
Ahora me tocaba a mí estar en silencio.
– Paul -dijo Raya-, ¿quién es Lucy?
El resto del trayecto permanecimos en silencio.
Yo estaba perdido en mis pensamientos sobre Lucy. Intentaba recordar el tacto de sus cabellos tan rubios, el maravilloso olor que desprendían. Pero no podía. Ése era el problema: los recuerdos parecían borrosos. No lograba recordar qué parte era real y cuál había fabricado mi imaginación. Sólo recordaba la exaltación, la sensualidad. Los dos éramos novatos, los dos patosos, los dos inexpertos, pero fue como una canción de Bob Seger, o tal vez «Bat Out of Hell» de Meat Loaf. Dios mío, la lujuria. ¿Cómo había empezado? ¿Y cuándo esa lujuria viró hacia algo parecido al amor?
Los romances de verano se acaban. Eso era parte del trato. Nacen como algunas plantas o insectos, que no son capaces de sobrevivir a más de una estación. Yo creía que Luce y yo seríamos diferentes. Lo fuimos, supongo, pero no de la forma que yo creía. Yo creía de verdad que nunca nos separaríamos.
Los jóvenes son tan tontos.
El edificio de apartamentos AmeriSuites estaba en Ramsey, Nueva Jersey. Raya tenía una llave. Abrió la puerta de una habitación del tercer piso. Describiría la decoración, pero la única palabra con la que podría describirla sería sosa. El mobiliario tenía toda la personalidad que cabía esperar en una casa de apartamentos de una carretera llamada 17 en el norte de Nueva Jersey.
Cuando entramos en la habitación, Raya soltó una exclamación.
– ¿Qué? -pregunté.
Estaba repasando la habitación con la mirada.
– Había montones de papeles sobre esa mesa -dijo-. Carpetas, revistas, bolígrafos y lápices.
– Ahora está vacía.
Raya abrió un cajón.
– Su ropa ha desaparecido.
Realizamos un registro cuidadoso. Todo había desaparecido: no había papeles, ni carpetas, ni artículos de revista, ni cepillo de dientes ni efectos personales, nada. Raya se sentó en el sofá.
– Alguien ha venido y ha vaciado el piso.
– ¿Cuándo estuviste aquí por última vez?
– Hace tres días.
Fui hacia la puerta.
– Vamos.
– ¿Adonde vas?
– Voy a hablar con alguien de recepción.
Pero sólo había un chico trabajando. No nos dijo prácticamente nada. El inquilino se había inscrito como Manolo Santiago. Había pagado en efectivo y había dejado un depósito en efectivo. La habitación estaba pagada hasta final de mes. El chico no recordaba qué aspecto tenía el señor Santiago ni sabía nada de él. Ése era el problema de esta clase de apartamentos. No es necesario atravesar la recepción. Es fácil pasar desapercibido.
Raya y yo regresamos a la habitación de Santiago.
– ¿Dijiste que había papeles?
– Sí.
– ¿Qué decían?
– No me dedicaba a fisgar.
– Raya -dije.
– ¿Qué?
– Debo ser sincero contigo. No me creo del todo tu papel de transeúnte ignorante.
Ella sólo me miró con esos malditos ojos.
– ¿Qué? -le pregunté.
– Quieres que confíe en ti.
– Sí.
– ¿Por qué debería hacerlo?
Lo pensé un momento.
– Me mentiste cuando nos conocimos -dijo.
– ¿Sobre qué?
– Dijiste que sólo estabas investigando su asesinato. Como un detective o algo así. Pero no era cierto, ¿verdad?
No dije nada.
– Manolo no confiaba en ti -siguió ella-. Leí esos artículos. Sé que sucedió algo en ese bosque hace veinte años. Él creía que tú habías mentido.
Seguí sin decir nada.
– Y ahora esperas que yo te lo cuente todo. ¿Por qué iba a hacerlo? Si estuvieras en mi lugar, ¿dirías todo lo que sabes?
Me tomé un momento para aclarar mis pensamientos. En parte tenía razón.
– Así que viste los artículos.
– Sí.
– Por lo tanto sabes que yo estuve en el campamento ese verano.
– Sí.
– Y también sabes que mi hermana desapareció esa noche.
Asintió con la cabeza.
– Por eso estoy aquí -dije mirándola fijamente.
– ¿Estás aquí para vengar a tu hermana?
– No, estoy aquí para encontrarla -respondí.
– Pero yo creía que había muerto. Que Wayne Steubens la había matado.
– Eso es lo que yo pensaba también.
Raya volvió la cabeza un momento. Después me miró directamente a los ojos.
– ¿Sobre qué mentiste entonces?
– Sobre nada.
Aquellos ojos otra vez.
– Puedes confiar en mí -dijo.
– Es lo que hago.
Esperó. Yo también esperé.
– ¿Quién es Lucy?
– Es una chica que estaba en el campamento.
– ¿Qué más? ¿Qué relación tiene ella con esto?
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