Harlan Coben - El Bosque

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Hace veinte años, en un campamento de verano, cuatro adolescentes se adentraron de noche en el bosque. Dos fueron hallados asesinados y a los otros dos no volvieron a verlos nunca más. Para cuatro familias la vida cambió para siempre. Dos décadas después, está a punto de cambiar otra vez. El luto de Paul Copeland, fiscal del condado de Essex, Nueva Jersey, por la muerte de su hermana apenas comienza a remitir. Cope, como le llaman todos, está ocupado ahora criando solo a su hija de seis años tras la muerte de su esposa, enferma de cáncer. Equilibrar la vida familiar y una carrera profesional en rápida ascensión como fiscal le distrae de sus antiguos traumas, pero sólo temporalmente.
Cuando encuentran a una víctima de homicidio con pruebas que le relacionan con Cope, los secretos tan bien enterrados de la familia del fiscal se ven amenazados. ¿Es esta víctima de homicidio uno de los campistas que desapareció con su hermana? ¿Podría estar viva su hermana? Cope debe enfrentarse a lo que dejó atrás aquel verano de hace veinte años: su primer amor, Lucy, su madre, que abandonó a la familia, y los secretos que sus padres rusos podrían haber ocultado incluso a sus propios hijos. Cope debe decidir qué es mejor seguir ocultando en las sombras y qué verdades pueden salir a la luz.

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La señora Pérez cerró los ojos. El señor Pérez se puso tenso. Por un momento nadie habló, nadie se movió. Pérez no miró a su esposa. Ella no le miró a él. Se quedaron paralizados, como si las palabras siguieran suspendidas en el ambiente.

– A nuestro hijo lo mataron hace veinte años -dijo por fin el señor Pérez.

York asintió; no sabía qué decir.

– ¿Nos está diciendo que finalmente han hallado su cadáver?

– No, no es eso. Su hijo tenía dieciocho años cuando desapareció, ¿no es así?

– Casi diecinueve -dijo el señor Pérez.

– Este hombre, la víctima, como he dicho antes, probablemente se acercaba a los cuarenta.

El señor Pérez se echó hacia atrás. La madre todavía no se había movido.

York aprovechó para intervenir.

– Nunca hallaron el cuerpo de su hijo, ¿correcto?

– ¿Intenta decirnos que…?

Al señor Pérez le falló la voz y nadie intervino para decir: «Sí, eso es precisamente lo que intentamos decir, que su hijo Gil ha estado vivo todo este tiempo, veinte años, y no se lo dijo ni a ustedes ni a nadie, y ahora que por fin tenían la posibilidad de volver a reunirse con su hijo desaparecido, le han asesinado. La vida es bella, ¿eh?».

– Esto es una locura -dijo el señor Pérez.

– Sé que les parecerá una locura…

– ¿Por qué cree que es nuestro hijo?

– Como he dicho antes, tenemos un testigo.

– ¿Quién?

Era la primera vez que oía hablar a la señora Pérez. Casi me agacho.

York intentó mostrarse tranquilizador.

– Sé que están angustiados…

– ¿Angustiados?

Otra vez el padre.

– ¿Sabe lo que es… se puede imaginar…?

No pudo acabar. Su esposa le puso una mano en el brazo y se sentó un poco más erguida. Se volvió un momento hacia el cristal y tuve la sensación de que podía verme. Después miró a York a los ojos y dijo:

– Doy por supuesto que tienen un cadáver.

– Así es, señora.

– Y por eso nos han hecho venir. Quieren que lo veamos y les digamos si es nuestro hijo.

– Sí.

La señora Pérez se puso de pie. Su esposo la miró; parecía pequeño e indefenso.

– De acuerdo -dijo ella-. ¿Por qué no lo hacemos?

El señor y la señora Pérez bajaron por el pasillo.

Los seguí a una distancia discreta. Dillon iba conmigo. York iba con los padres. La señora Pérez mantuvo la cabeza alta. Seguía agarrando con fuerza el bolso como si temiera que le dieran un tirón. Caminaba un paso por delante de su marido. Es muy sexista pensar que debería ser al revés, que la madre debería hundirse y el padre aguantar el tipo. El señor Pérez había sido el fuerte durante la parte «expositiva». Ahora que la granada había explotado, era la señora Pérez quien tomaba las riendas mientras su marido parecía encogerse un poco más a cada paso.

Con su suelo de linóleo gastado y las paredes de cemento desconchadas, el pasillo no podría haber parecido más institucional ni con un funcionario aburrido apoyado en la pared tomando un café. Yo oía el eco de sus pasos. La señora Pérez llevaba brazaletes pesados. Los oía sonar al ritmo de su balanceo.

Cuando giraron a la derecha hacia la misma ventana por la que yo había mirado el día anterior, Dillon colocó una mano frente a mí, casi de forma protectora, como si yo fuera un niño en el asiento delantero y él tratara de amortiguar el golpe. Nos quedamos unos diez metros atrás, y nos colocamos de forma que no entráramos en su campo visual.

Era difícil verles las caras. El señor y la señora Pérez estaban de pie, uno al lado del otro. No se tocaban. Vi que el señor Pérez bajaba la cabeza. Llevaba una americana azul. La señora Pérez llevaba una blusa oscura casi del color de la sangre seca. También llevaba mucho oro. Vi que una persona diferente, esta vez un hombre con barba, empujaba la camilla hacia el cristal. El cadáver estaba cubierto con una sábana.

Cuando lo tuvo colocado, el hombre miró a York y éste asintió. El hombre levantó la sábana con cuidado, como si debajo hubiera algo muy frágil. Me daba miedo hacer ruido, pero aun así incliné el cuerpo un poco a la izquierda. Quería ver algo de la cara de la señora Pérez, al menos una parte del perfil.

Recuerdo haber leído que las víctimas de tortura quieren controlar algo, lo que sea, y por eso se esfuerzan por no gritar, por no hacer muecas, por no mostrar nada, por no dar a sus torturadores ninguna satisfacción. Algo en la cara de la señora Pérez me hizo pensar en ello. Se había preparado para el momento. Recibió el golpe con un ligero estremecimiento, pero nada más.

Miró un rato. Nadie habló. Me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Volví mi atención hacia el señor Pérez. Tenía los ojos posados en el suelo. Los tenía húmedos. Vi que le temblaban los labios.

Sin apartar la mirada, la señora Pérez dijo:

– No es nuestro hijo.

Silencio. No me esperaba eso.

– ¿Está segura, señora Pérez? -dijo York.

Ella no contestó.

– Era un adolescente la última vez que le vio -continuó York-. Entonces llevaba los cabellos largos.

– Sí.

– Este hombre va rapado. Y lleva barba. Han pasado muchos años, señora Pérez. No se apresure.

Por fin, la señora Pérez apartó los ojos del cadáver. Volvió la cabeza hacia York y éste calló.

– No es Gil -volvió a decir.

York tragó saliva y miró al padre.

– ¿Señor Pérez?

Él asintió con la cabeza y se aclaró la garganta.

– Ni siquiera se parecen. -Cerró los ojos y otro temblor le sacudió la cara-. Sólo es…

– Sólo coincide la edad -acabó la señora Pérez.

– No sé si le entiendo -dijo York.

– Cuando pierdes a un hijo de esta manera, siempre haces cabalas. Para nosotros siempre será un chico. Pero de haber vivido, sí, tendría la misma edad que este hombre fornido. Te preguntas cómo sería. Si estaría casado. Si tendría hijos. Qué aspecto tendría.

– ¿Y están seguros de que este hombre no es su hijo?

Ella sonrió de la forma más triste que había visto en mi vida.

– Sí, detective, estoy segura.

– Siento haberles hecho venir -se disculpó York.

Iban a darse la vuelta, cuando yo dije:

– Enséñeles el brazo.

Todos se volvieron a mirarme. La mirada de láser de la señora Pérez se clavó en mí. Había algo en ella, una extraña expresión de astucia, casi de desafío. El señor Pérez habló primero.

– ¿Quién es usted? -preguntó.

Yo tenía los ojos puestos en la señora Pérez. Ella volvió a sonreír tristemente.

– Es el chico de los Copeland, ¿no?

– Sí, señora.

– El hermano de Camille Copeland.

– Sí.

– ¿Es usted quien ha hecho la identificación?

Quería hablarles de los recortes y del anillo, pero tenía la sensación de que se me acababa el tiempo.

– El brazo -dije-. Gil tenía esa fea cicatriz en el brazo.

Asintió.

– Uno de nuestros vecinos tenía llamas, y las guardaba dentro de una verja de alambre espinoso. Gil siempre había sido bueno escalando. Cuando tenía ocho años intentó meterse en el corral. Resbaló y el alambre se le clavó en el hombro. -Se volvió a mirar a su marido-. ¿Cuántos puntos le pusieron, Jorge?

Jorge Pérez también sonrió tristemente.

– Veintidós.

Aquello no era lo que nos había contado Gil. Se había inventado un cuento de una pelea con navajas que sonaba como una mala producción de West Side Story . Entonces no le creí, ni siquiera de niño, así que esa contradicción no me sorprendió.

– La recuerdo del campamento -dije. Señalé con la barbilla hacia el cristal-. Miren su brazo.

El señor Pérez meneó la cabeza.

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