Dan Simmons - Fases De Gravedad

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Su protagonista es Richard Baedecker, un antiguo astronauta del proyecto Apolo y uno de los hombre que caminaron por la Luna. Lo que se cuenta es su relación con sus antiguos compañeros de misión, uno convertido en evangelista y otro en senador, con su hijo, seguidor de un gurú hindú, y con la antigua novia de éste. Pero ante todo es la historia de un hombre que se busca a sí mismo después de su momento de gloria, el relato de su búsqueda de la trascendencia, de un sentido para el resto de la vida. No es una novela de acción, sino una historia de personajes y, como dice Spinrad, la resolución final no es física sino espiritual.
Hay mucho en esta novela (además de sobre vuelo y montañismo) sobre la vida entendida como una obra de arte, de intentar hacer que cada momento tenga sentido por sí mismo, de la búsqueda del ser propio. Hay una imagen recurrente: dos astronautas jugando al frisbee en la Luna. Y tenemos también a Richard, que se lanza, arriesgando la vida, en ala delta desde una montaña por el simple propósito de celebrar la naturaleza.
La novela es ciertamente mística, pero se trata de un misticismo real que jamás se manifiesta o se hace explícito en cosas tangibles. Permea la novela esa sensación de que el mundo es algo más de lo que vemos, esa incomodidad que sentimos al vivir día a día, que nos obliga a buscar nuevas metas en la vida. Hay cierta religiosidad en la actitud del personaje, una búsqueda de un lugar sagrado. Pero no es más que la reacción de una persona de mediana edad que se encuentra ejerciendo un trabajo que no le gusta, una simple manifestación psicológica. No se asuste el lector, no hay ningún elemento fantástico en la novela. Pero la mirada y la voz de Simmons sí que son fantásticas.
Dan Simmons es un escritor sorprendente, ya que en ningún momento renuncia a la tradición literaria de la lengua en la que escribe. Hay mucho en esta novela de lo mejor de la actual novelística americana. Un punto obvio de conexión es John Updike, pero donde Updike es irónico, Simmons es comprensivo: no aspira a juzgar a su personaje sino a entenderlo.

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– Santo cielo -dijo Hollister, meneando la cabeza.

– Exacto. Estos sistemas son muy superiores a los nuestros. Y los nuestros eran menos flexibles. Si surgía un problema nuevo, sólo podíamos emplear unas dos mil palabras.

– Uno se pregunta cómo llegasteis allá -dijo Hollister. Tomó los controles, tocó un interruptor del panel de instrumentos y apoyó la mano derecha en el regulador-. ¿Quieres conducirlo un segundo?

– ¿United no pondrá el grito en el cielo?

– Sin duda. Pero sólo podrá averiguarlo si oye nuestras voces en el grabador de la caja negra, y en ese caso poco nos importará. ¿Quieres?

– Claro.

– Adelante.

Baedecker cogió el volante con cuidado, pensando en el centenar de pasajeros que removían el café a sus espaldas. Delante, las nubes se disipaban dejando ver la línea oscura del horizonte.

– ¿Es verdad que Dave Muldorff quería bautizar The Beagle al módulo lunar? -preguntó Hollister.

– Claro que sí. Y casi llegó a convencerlos. Dijo que estaba en la tradición de Darwin, el viaje del Beagle y todo eso. Cuando los tripulantes empezaron a bautizar las máquinas, tenían nombres como Gumdrop, Spidery Snoopy . Después de Neil, «el Eagle ha aterrizado» y todo eso, los nombres se volvieron más serios y pretenciosos. Endeavor, Orion, Intrepid, Odyssey. … En el último momento desconfiaron de las intenciones de Dave y sugirieron enfáticamente que se atuviera a Discovery .

– ¿Qué tenía de malo Beagle ? -preguntó Hollister.

– Nada, pero conocían a Dave y tenían razón. Dave había preparado un discurso que empezaba con «Houston, el Beagle ha aterrizado». Siguiendo con la broma canina, trató de persuadir a Tom Gavin de que aceptara Lassie para el módulo de mando, y pensaba decir que el vehículo rodante Rover era un gran hijo de perra. Habríamos quedado en la historia de la NASA como los Beagle Boys . No, hicieron bien en frustrar las intenciones de Dave.

Hollister rió.

– Recuerdo cuando vosotros dos jugabais con un Frisbee , debió de ser una gran época para volar.

El copiloto regresó con tazas de café para todos. Baedecker le devolvió los controles a Hollister, cedió el asiento a Knutsen y se apoyó un minuto en el asiento del copiloto, mirando la vasta extensión de cielo y nubes.

– Sí -dijo, alzando la taza de plástico en un brindis silencioso y bebiendo el sabroso café negro-. Una gran época.

El aeropuerto de Rapid City parecía una pista de aterrizaje en busca de un pueblo. Al descender sobrevolaron campos de pastoreo, cauces secos y ranchos. La única pista se extendía sobre una meseta herbosa que tenía sólo una diminuta terminal, una torre baja y un aparcamiento casi vacío.

Al instalarse en su Honda Civic alquilado, Baedecker decidió que estaba harto de vuelos comerciales y coches de alquiler. Usaría sus ahorros para comprar un Corvette 1960 y terminaría con eso. Todavía mejor, cuando llegara el dinero, un pequeño Cessna 180…

El viaje desde Rapid City hasta la salida de Sturgis por la interestatal 90 duró cuarenta y cinco minutos. La carretera atravesaba los cerros que separaban la oscura masa de las Colinas Negras de la pradera que se extendía al norte hasta el horizonte. Las urbanizaciones y los parques de casas rodantes encaramados sobre las laderas parecían heridas abiertas en el paisaje.

Eran las doce y media cuando Baedecker preguntó en una gasolinera Conoco, cerca de la salida de la interestatal, y casi la una de la tarde cuando atravesó un arco de madera al inicio del largo camino que conducía a Wheeler Ranch.

La mujer que se le acercó cuando Baedecker se apeó del coche y se desperezó le recordó a Elizabeth Sterling Callahan de Lonerock, Oregon. Tenía por lo menos setenta años pero se movía con soltura, llevaba el pelo largo y gris sujeto con un pañuelo y vestía una chamarra y pantalones azules. El rostro irradiaba placidez. Un collie trotaba a su lado.

– Hola -saludó-. ¿Puedo ayudarle?

– Sí, señora. ¿Es usted la señora Wheeler?

– Ruth Wheeler -dijo la mujer, acercándose. Profundas arrugas le rodeaban los ojos, tan verdes como los de Maggie.

– Mi nombre es Richard Baedecker -dijo, tendiéndole la mano al collie para que la oliera-. Estoy buscando a Maggie.

– Richard… ¡Oh, Richard! -dijo la mujer-. Claro que sí. Margaret ha mencionado su nombre. Bienvenido, Richard.

– Gracias, señora Wheeler.

– Llámeme Ruth. Oh, mi Maggie se sorprenderá. Ahora no está, Richard. Ha ido al pueblo a hacer unos recados. ¿Quiere entrar a tomar café mientras la esperamos? Volverá pronto.

A punto de aceptar, Baedecker se sintió embargado por la impaciencia, como si no pudiera descansar ni detenerse hasta que su largo viaje hubiera concluido.

– Gracias, Ruth, pero si tiene idea de dónde puede estar, iré al pueblo a buscarla.

– Pruebe el Safeway, en el centro comercial, o la ferretería de la calle Mayor. Maggie conduce nuestra vieja camioneta Ford azul, con un gran generador rojo en la parte de atrás. Lleva el adhesivo de Dukakis en el parachoques trasero.

Baedecker sonrió.

– Gracias. Si no la encuentro y ella regresa primero, dígale que volveré pronto.

La señora Wheeler se acercó y apoyó la mano en la ventanilla abierta cuando Baedecker hizo girar el Civic.

– También podría estar en otro sitio -dijo-. A Maggie le gusta detenerse en el Monte del Oso. Es un viejo cerro en las afueras del pueblo. Diríjase hacia el norte y siga los letreros.

La camioneta azul no estaba en el aparcamiento del Safeway ni en la calle Mayor. Baedecker recorrió despacio el pequeño pueblo, esperando ver a Maggie saliendo de un edificio a cada instante. Las noticias de la radio de la una y media comentaron el lanzamiento secreto del transbordador espacial, que se realizaría dentro de dos horas. El periodista llamó incorrectamente «Cabo Kennedy» al Centro Espacial Kennedy e informó que la zona tenía nubes altas pero que el tiempo parecía apropiado para el lanzamiento.

Baedecker viró en el aparcamiento de una planta de carnes saladas y regresó por Sturgis, siguiendo los letreros verdes que conducían al parque estatal del Monte del Oso.

No había coches en el pequeño aparcamiento. Baedecker detuvo el Civic cerca de un edificio de informaciones cerrado y miró el Monte del Oso. Era un cerro impresionante. Si Baedecker no había olvidado sus estudios de geología, era un viejo cono volcánico que se elevaba en un largo risco hasta una cima que alcanzaría más de doscientos metros sobre la pradera circundante. La montaña estaba separada de las colinas del sur y sobresalía dramáticamente de la pradera. Baedecker tuvo que agudizar su imaginación para ver un oso en el largo cerro, pero al fin logró distinguir un oso inclinado hacia adelante, con los cuartos traseros en el aire.

Siguiendo un impulso, Baedecker cogió su vieja cazadora de vuelo del asiento trasero y empezó a trepar por el sendero.

Aunque había retazos de nieve esparcidos por las zonas sombreadas, el día era cálido y Baedecker sentía el olor de la tierra que se entibiaba. Sintió un mareo al girar por el primer tramo de sendero, pero no tenía problemas para respirar. Se preguntó por qué no había tenido apetito en los últimos días y por qué, sin haber dormido dos días y con el estómago vacío, se sentía fuerte, casi eufórico.

El sendero se niveló para seguir la ascendente línea del risco y Baedecker se detuvo para admirar la vista del norte y el este, más allá de los pinares. A un tercio del camino vio trozos de tela, trapos de color, atados a los arbustos bajos a lo largo del sendero. Se detuvo y tocó uno de ellos, que ondeaba en la brisa cálida.

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