Ella se puso de puntillas y le besó la mejilla.
– De nada, Richard.
Baedecker llegó a Chicago poco después de medianoche y pasó seis horas de insomnio en el Sheraton del aeropuerto. Estaba en la oscura habitación escuchando ruidos y respirando los olores del motel cuando pensó en su última conversación con Scott.
Mientras esperaban el vuelo de Baedecker para Miami en el aeropuerto Melbourne, cerca del Cabo, de pronto, Scott dijo:
– ¿Has pensado alguna vez cuál sería tu epitafio?
Baedecker dejó el periódico.
– Qué pregunta tan tranquilizadora antes de un vuelo.
Scott sonrió y se frotó las mejillas. La barba incipiente -se la estaba dejando crecer- le brilló bajo la luz.
– Sí, bien, yo he estado pensando en el mío. Me temo que dirá: «Vino, vio y estropeó.»
Baedecker meneó la cabeza.
– No se permiten epitafios pesimistas hasta que tengas por lo menos veinticinco años -dijo. Se puso a leer de nuevo pero dejó el periódico-. En verdad, no difiere mucho de una cita que he llevado en la cabeza durante años, sospechando que terminaría siendo mi epitafio.
– ¿Cuál es? -preguntó Scott. Afuera, la lluvia amainaba, y las palmeras se perfilaban contra un cielo brillante.
– ¿Has leído alguna vez La escuela de música de John Updike?
– No.
Baedecker hizo una pausa.
– Creo que es mi cuento favorito. De todos modos, en un momento dado el narrador dice: «No soy musical ni religioso. En cada instante de mi vida debo apretar los dedos sin confiar en que oiré un acorde.»
Permanecieron en silencio unos instantes. Los altavoces del aeropuerto llamaban a gente y negaban toda responsabilidad por los grupos religiosos que pedían dinero.
– ¿Y cómo termina? -preguntó Scott.
– ¿El cuento? Bien, el narrador recuerda su infancia, cuando comulgaba y le enseñaban a no tocar la hostia con los dientes.
– Eso no es lo que me enseñaron en Saint Malachy's.
– No -convino Baedecker-. Ahora la hostia es tan gruesa que hay que masticarla. Eso es lo que decide el narrador con su vida al final del cuento. Creo que las líneas finales son: «El mundo es la hostia. Y hay que masticarlo.»
Scott se quedó mirando a su padre.
– ¿Has leído alguno de los libros védicos sagrados, papá? -preguntó al fin.
– No.
– Yo sí. Leí bastante el año pasado en la India. No tenían mucho que ver con lo que enseñaba el Maestro, pero creo que recordaré los libros por más tiempo. Uno de mis fragmentos favoritos es del Tatiriya Upanishad . Dice: «Yo soy este mundo, y yo me como este mundo. Quien sabe esto, sabe.»
La pizarra anunció el vuelo de Baedecker; éste se levantó, tomó la bolsa de vuelo con la mano izquierda y le tendió la mano derecha al hijo.
– Cuídate, Scott. Te veré en Navidad, o antes.
– Tú también cuídate, papá -dijo Scott. Ignorando la mano tendida, abrazó a Baedecker.
Baedecker apoyó la mano en la fuerte espalda del hijo y cerró los ojos.
Baedecker cogió un vuelo de United que salía a las 7.45 del aeropuerto O'Hare. Volaba a Seattle pero tenía una parada en Rapid City, Dakota del Sur, el punto más cercano al rancho de los abuelos de Maggie, cerca de Sturgis, al que Baedecker podía llegar sin transbordos. Cansado como estaba, Baedecker advirtió que el avión era uno de los nuevos Boeing 767. Nunca había volado en uno de ellos.
Sirvieron el desayuno cuando sobrevolaban el sur de Minnesota. Baedecker miró la bandeja de huevos revueltos y salchicha recalentados y decidió que, con apetito o sin él, era hora de comer al cabo de casi tres días. No pudo hacerlo. Estaba bebiendo café y mirando el paisaje oscuro entre jirones de nubes cuando se le acercó la azafata.
– ¿Señor Baedecker?
– ¿Sí? -respondió Baedecker alarmado. ¿Cómo conocía su nombre? ¿Le habría ocurrido algo a Scott?
– El capitán Hollister pregunta si desea pasar a la cabina de mando.
– Claro -respondió Baedecker, siguiéndola por la primera clase con alivio. Hurgó en su memoria, tratando de recordar si había conocido a un piloto de línea llamado Hollister. No recordaba a nadie con ese nombre, pero no confiaba en su memoria.
– Adelante, señor -dijo la azafata, abriéndole la puerta.
– Gracias -respondió Baedecker, y entró.
El piloto lo saludó con una sonrisa. Era un cuarentón de cara rubicunda y pelo tupido, sonrisa aniñada y una expresión agradable que evocaba a Wally Schirra.
– Bien venido, señor Baedecker, soy Charlie Hollister. Éste es Dale Knutsen.
Baedecker saludó con la cabeza a ambos.
– Espero que no le hayamos interrumpido el desayuno -dijo Hollister-. Vi su nombre en la lista de pasajeros y pensé que le gustaría comparar nuestro nuevo juguete con el Apollo .
– Por Dios -dijo Baedecker-, me asombra que usted haya hecho la asociación.
Hollister sonrió de nuevo. Ni el piloto ni el copiloto parecían dedicarse a conducir el avión.
– Venga -dijo Knutsen, desabrochándose la correa-. Ocupe mi asiento. Yo voy un minuto a la cocina.
Baedecker se lo agradeció y se acomodó en el asiento revestido de lana de cordero. Excepto por el volante, que sustituía un control manual, la cabina era muy parecida a la del transbordador. Las terminales de video exhibían lecturas de instrumental, líneas de datos y mapas de color en tres pantallas. En la consola que lo separaba de Hollister había un teclado de ordenador. Baedecker miró el cielo azul, el remoto horizonte, las lejanas capas de nubes.
– Me sorprende que usted me haya recordado -le dijo al piloto-. No nos conocemos, ¿verdad?
– No, señor -respondió Hollister-. Pero conozco todos los nombres de las diversas misiones y recuerdo haberle visto en televisión. Siempre quise ser astronauta, pero…
Baedecker extendió la mano.
– Olvidemos el «señor». Me hace sentir viejo. Me llamo Richard.
– Qué tal, Richard -dijo Hollister, dándole la mano por encima del ordenador.
Baedecker miró las pantallas parpadeantes y el volante que se movía.
– Parece que el avión se conduce solo. ¿Os deja hacer algo a vosotros?
– No mucho -dijo Hollister riendo-. Es una maravilla, ¿verdad? La última novedad. Puedo programarlo en O'Hare y no tendría que hacer nada hasta aterrizar en Seattle. Lo único que no sabe hacer es bajar el tren de aterrizaje.
– Pero no funciona totalmente en automático, ¿verdad? -preguntó Baedecker.
Hollister meneó la cabeza.
– Sostenemos la opinión de que debemos intervenir, y el sindicato nos respalda. La aerolínea afirma que compró el siete-seis-siete para que el sistema informático de vuelo le ahorre dinero en combustible, y que desbaratamos sus planes cada vez que lo ponemos en manual. Lo cierto es que tiene razón.
– ¿Es divertido pilotarlo? -preguntó Baedecker.
– Es una buena nave -dijo Hollister. Tecleó un botón y los despliegues visuales cambiaron-. Tan seguro como estar sentado en el porche de la abuela. Pero no es divertido. -Le mostró los detalles del sistema de control de vuelo, el indicador de motor, el sistema de alerta y las pantallas de radar de color que incorporaban mapas de su posición en relación con las emisoras omnidireccionales VHF, los puntos intermedios y los haces del sistema de aterrizaje por instrumentos. El mapa indicaba la posición de los frentes de tormenta, calculaba la velocidad del viento y les permitía saber qué rumbo seguían en cada momento-. Es capaz de decirme con quién está acostada mi mujer si se lo pregunto con amabilidad. ¿Qué te parece este aparato comparado con el artilugio que llevaste a la Luna?
– Impresionante -dijo Baedecker, sin contarle a Hollister que había trabajado para una compañía que producía aviones militares que estaban años luz por delante de ese sistema-. Para responder a tu pregunta, gran parte del instrumental de calibración y de medición estaba muy anticuado, y el ordenador del que dependíamos para llegar a la superficie tenía una capacidad total de sólo treinta y nueve palabras.
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