Sentado en la cabina en este tórrido día de agosto, Baedecker se alegra de haber terminado la gira; tiene un vuelo en solitario de diez minutos hasta Homestead, y luego regresará a California en un transporte C-130. No envidia a los pilotos de la Fuerza Aérea que pilotarán el F-104 todos los días.
Las vaharadas de calor distorsionan la pista y la hilera de mangles. Baedecker avanza hasta su posición, llama a la torre para pedir autorización y clava los frenos mientras lleva el motor a plena potencia. Siente que todo es satisfactorio aun antes de que los paneles registren las lecturas apropiadas. La máquina tironea de su correa mecánica como un purasangre mordiendo el freno en la puerta de salida.
Baedecker llama de nuevo a la torre y suelta los frenos. La máquina brinca hacia delante, arrojándolo contra el asiento mientras el centro de la pista se vuelve borroso bajo el morro del avión. Aun así, el monstruo recorre demasiada pista hasta alcanzar velocidad de rotación. Baedecker alza el morro hacia una línea invisible situada veinte grados por encima de la arboleda que se abalanza hacia él, siente que el avión se desprende del suelo, alza la palanca y enciende el posquemador. Luego todo ocurre simultáneamente. La potencia desciende al diez por ciento de lo necesario, el tablero se pone rojo, Baedecker comprende que los rebordes que rodean el posquemador se han abierto y que el combustible se derrama en una estela llameante. La chicharra suelta alaridos de pánico. Baedecker baja instintivamente el morro, tira de la palanca en el mismo instante en que las primeras ramas se quiebran bajo el vientre del moribundo F-104. Baedecker se arquea en posición fetal, tira de la argolla, ve el dosel de plexiglás volando en un silencioso acto de levitación y espera una eternidad de 1,75 segundos hasta que la carga del asiento eyector se dispara y él sigue al dosel, pero demasiado tarde: el avión choca contra ramas gruesas, tala troncos de pinos, la sección de cola se estrella contra la base del asiento eyector; no es un impacto directo, sino un bofetón que lo hace girar. Baedecker queda cabeza abajo, el paracaídas de resorte se abre hacia el follaje que está a quince metros. Baedecker, con ambos tobillos rotos por el impacto, siente vibrar la cabeza. Luego se abre el paracaídas principal, los pies de Baedecker se elevan al cielo como los de un niño que sube demasiado en el columpio, el brusco tirón le rompe el hombro izquierdo, luego, tras un viraje en redondo, el hombro derecho; el paracaídas principal lo roza, un paraguas invertido color naranja que trata de cerrarse en sí mismo, que quizá se cierre y lo suelte en las llamas y la catástrofe, pero que finalmente vira un arco entero. Los pies rotos de Baedecker rozan las ramas superiores y las flores de combustible en llamas, sus pulmones respiran vapor y calor. Y luego, durante dos segundos interminables, cuelga bajo el dosel de seda según los designios de Dios y del hombre, deslizándose como un turista en un ala delta arrastrada por una lancha, sólo que abajo no hay agua, sino tocones y ramas destrozadas, diez mil estacas punji creadas en tres segundos por el violento impacto del avión, y llamas por doquier, llamas que se elevan en derredor, lenguas afiladas que le lamen el traje y las correas y los pies inmovilizados, y en dos segundos más aterrizará en esa confusión de estacas afiladas y fuego voraz, aterrizará sobre esos tobillos rotos, astillándose los huesos, el cuerpo y el paracaídas, chisporroteando en el incendio, asándose la piel como una mantis hirviente cuyo caparazón revienta en las llamas.
Y Baedecker despierta.
Despierta -como de costumbre- buscando correas de paracaídas y hallando una cabecera y una pared. Despierta -como de costumbre- silencioso y sudado y recordando cada detalle de lo que no había podido recordar en las dolorosas horas de conciencia después del accidente, o en las diez semanas de dolor mesurado y lenta recuperación en los hospitales, ni siquiera en los tres años que siguieron a ese día de agosto hasta la primera noche en que tuvo el sueño y despertó, igual que ahora, tanteando y sudando y recordando lo que no se podía recordar.
Pero esta vez el sueño ha sido diferente. Baedecker se sienta, apoya la cabeza en las trémulas manos y trata de hallar la diferencia.
Y la halla.
El tablero está rojo, la chicharra chilla, el avión se precipita de panza hacia los árboles. Baedecker no puede detenerlo, la tierra lo arrastra. Pero mueve la palanca, tira de la argolla, sabiendo que no hay tiempo, viendo las ramas astilladas que echan a volar con la cubierta de plexiglás, pero luego -en cámara lenta- el asiento eyector se eleva de ese ataúd de fuselaje desintegrado, se eleva despacio como un ascensor Victoriano, y cuando su cabeza con casco pasa ante el espejo de deflexión instalado encima de los instrumentos, Baedecker se ve por un segundo, visor reflejando espejo reflejando visor, y al elevarse más ve lo que ha olvidado, ve aquello en lo cual no pensó en ese instante crítico -algo que desde luego siempre había sabido, nunca había olvidado de veras, que sólo había abandonado por instinto de supervivencia-, ve a Scott en el asiento trasero; Scott que hoy viaja con él y aún confía en él. Scott, de siete años, con su corte a cepillo y su camiseta de Cabo Cañaveral, y los ojos en el espejo, aún confiando, esperando a que el padre haga algo pero sin temor todavía, sólo confianza, y luego Baedecker está arriba y afuera y a salvo -¡aún en medio del dolor!- y gritando el nombre de Scott mientras se desliza despacio hacia las voraces olas de fuego.
Baedecker se pone de pie y va hacia la ventana. Apoya las mejillas y la frente contra la frescura del vidrio mojado por la lluvia y se sorprende al verse las mejillas empapadas en lágrimas.
En las profundas horas de la mañana, Baedecker apoya la cara en el vidrio frío y sabe exactamente por qué murió Dave.
Baedecker sale antes del alba para llegar a Tacoma a las siete y media. Algunos integrantes de la Junta de Accidentes no se alegran de estar allí, pero a las ocho y cuarto, Baedecker está sentado y escuchándolos, habla brevemente cuando han terminado, y a las nueve enfila hacia el sur y luego el este, entrando en Oregon por encima de los Dalles. Es un día gris y ventoso con olor a nieve, y aunque escruta los cerros del norte buscando el monumento de Stonehenge no ve nada.
Poco después de la una de la tarde, Baedecker mira Lonerock desde un cerro situado al oeste del pueblo. Hay retazos de nieve en la cuesta empinada; mantiene la segunda en el Toyota alquilado. El pueblo parece más vacío que de costumbre mientras Baedecker atraviesa la corta calle Mayor. La escuela de Callahan tiene las ventanas tapadas con gruesas cortinas, y la nieve de las calles laterales está intacta. Baedecker aparca frente a la cerca y entra en la casa con las llaves que Diane le prestó dos días antes. Las habitaciones están ordenadas, aún huelen ligeramente al jamón que ambos cocinaron después del funeral. Baedecker entra en el pequeño estudio del fondo de la casa, recoge el fajo de manuscritos y notas, los guarda en una caja que contenía sobres, los lleva al coche.
Baedecker camina hasta la escuela. Nadie responde cuando golpea ni cuando llama por el tubo. Retrocede para mirar el campanario, pero las ventanas son losas grises que reflejan las nubes bajas. El jardín aún contiene crujientes tallos de maíz y un espantapájaros en descomposición vestido de esmoquin.
Conduce hasta el rancho de Kink Weltner. Ha aparcado el Toyota, y cuando está a punto de subir a la casa ve el Huey amarrado en el campo, más allá del granero. Por alguna razón, la presencia del helicóptero lo conmueve; había olvidado que Dave lo había traído a Lonerock. Baedecker camina hasta el helicóptero, acaricia los cables tensos, atisba dentro de la cabina. El parabrisas está escarchado, pero puede ver el casco de la Guardia Nacional Aérea apoyado contra el respaldo del asiento.
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