»Ese día yo había terminado mis tareas de la mañana y estaba tendido de bruces en la balsa, casi dormido, cuando oí que Blackie nadaba hacia la balsa. De pronto el ruido cesó, miré pero no vi rastros de él, sólo ondas. De inmediato supe lo que había ocurrido: los juncos. Me zambullí sin pensar. Oí el grito de mi padre desde detrás del cobertizo cuando emergí, pero me sumergí de nuevo, tres o cuatro veces, entreabriendo los juncos, atascándome, liberándome a puntapiés para intentarlo de nuevo. No se veía nada, el lodo te aferraba el tobillo y te arrastraba hacia abajo. La última vez que emergí tenía ese agua pestilente en la nariz, estaba totalmente enlodado y veía que papá me gritaba desde la orilla, pero bajé de nuevo, y cuando ya no me quedaba aire y los juncos me rodeaban y tuve la certeza de que ya no valía la pena intentarlo, entonces sentí a Blackie en el fondo. Ya no forcejeaba. Ni siquiera subí a respirar. Seguí apartando los juncos y pateando el lodo, aferrándolo porque sabía que no lo encontraría de nuevo si lo soltaba un segundo. Me quedé sin aire. Recuerdo que tragué ese agua pestilente, pero qué diablos, no pensaba subir sin mi perro. De alguna manera me liberé y lo arrastré hacia la orilla. Papá nos llevó a ambos hasta la costa, preocupado y enfadado al mismo tiempo, yo tosía agua y lloraba y trataba de lograr que Blackie respirara. Estaba seguro de que se había ahogado, tenía el cuerpo flojo y pesado. Se notaba al tacto que estaba lleno de agua, tieso. Pero yo seguía masajeándole las costillas mientras vomitaba agua, y que me cuelguen si ese perro de pronto no escupió un par de litros de agua sucia y empezó a gimotear y respirar de nuevo.
Dave se sacó la hoja de hierba de la boca y la tiró.
– Fue uno de los momentos más felices de mi vida. Papá dijo que estaba furioso conmigo y me amenazó con darme una tunda si me zambullía de nuevo… pero yo sabía que estaba orgulloso. Una vez, cuando fuimos a Condon en el camión, oí que le contaba la historia a un par de amigos, y supe que estaba orgulloso de mí. Sabes, Richard, pensaba en ello cuando pilotaba helicópteros de evacuación médica en Vietnam, y supe que era algo más que complacer a papá. Odiaba estar en Vietnam. Me moría de miedo todo el tiempo y sabía que me iba a estropear la carrera cuando se enterasen de lo que estaba haciendo. Odiaba el clima, la guerra, los insectos, todo. Y era feliz. Lo pensé entonces y comprendí que me hacía muy feliz salvar cosas, salvar a la gente. Era como si todo en el universo conspirara para hundir a esos hijos de perra, para engullirlos, y yo aparecía en ese condenado helicóptero y aguantaba porque nos negábamos a dejar que se hundieran.
Regresaron a la casa, instalaron la parrilla cerca del jeep y cocinaron la cena. El frío de la noche llegó en cuanto se borró la luz del sol. Baedecker vio dos picos volcánicos que reflejaban los últimos destellos al norte y al este. Esperaron a que las brasas estuvieran listas, pusieron las hamburguesas, añadieron gruesas rodajas de cebolla y comieron vorazmente, con cervezas.
– ¿Has pensado alguna vez en comprar el rancho y reconstruirlo? -preguntó Baedecker.
Dave negó con la cabeza.
– Demasiados fantasmas.
– Aun así, has venido a vivir en las cercanías.
– Sí.
– Una amiga mía dice que podría haber lugares de poder -dijo Baedecker-. Que no está mal que pasemos la vida buscándolos. ¿Qué opinas?
– Lugares de poder -dijo Dave-. Como las líneas magnéticas de fuerza de la señora Callahan, ¿eh?
Baedecker asintió. La idea sonaba absurda, desde luego.
– Creo que tu amiga tiene razón -dijo Dave. Sacó otra cerveza de la nevera portátil y le sacudió el hielo-. Pero apuesto a que la cosa es más complicada. Hay lugares de poder, sin duda. Pero es como decíamos anoche. Hay que contribuir a crearlos. Tienes que estar en el sitio indicado en el momento indicado y saberlo.
– ¿Y cómo lo sabes? -preguntó Baedecker.
– Porque sueñas con él pero no piensas en él -dijo Dave.
Baedecker abrió otra cerveza y apoyó los pies en el salpicadero. La casa era sólo una silueta contra un cielo desleído. Baedecker se cerró la cazadora.
– Sueñas con él pero no piensas en él.
– Correcto. ¿Has practicado alguna vez meditación zen?
– No.
– Yo la practiqué durante varios años -dijo Dave-. La idea es liberarte de los pensamientos, para que no haya nada entre tú y la cosa. Se supone que al no mirar ves con claridad.
– ¿Funcionó?
– No -contestó Dave-, no para mí. Me ponía a cantar mi mantra o lo que fuese y pensaba en todas las cosas del universo. La mitad del tiempo tenía sueños eróticos que me provocaban una erección. Pero encontré algo que sí funcionaba.
– ¿Qué?
– Nuestro entrenamiento para la misión -dijo Dave-. Las interminables simulaciones dieron el resultado que supuestamente debía dar la meditación.
Baedecker sacudió la cabeza.
– No estoy de acuerdo. Fue todo lo contrario. Toda la maldita cosa, cuando al fin ocurrió, era igual que las simulaciones. Yo no experimenté nada especial por toda la preprogramación que me habían inculcado las simulaciones.
– Sí -dijo Dave, dando un último mordisco a su hamburguesa-, eso creía yo. Luego comprendí que no era así. Lo que hicimos fue transformar esos dos días en la Luna en un sacramento.
– ¿Un sacramento? -Baedecker se caló la gorra sobre las cejas y frunció el ceño-. ¿Un sacramento?
– Joan era católica, ¿verdad? -preguntó Dave-. Recuerdo que ibas a misa con ella en Houston.
– Sí.
– Bien, entonces entiendes a que me refiero, aunque actualmente no se hace tan bien como cuando yo era niño e iba con mamá. El latín contribuía.
– ¿Contribuía a qué?
– Contribuía al ritual. Y en la misión contribuyeron las simulaciones. Cuanto más ritualizado está, menos pensamientos se interponen. ¿Recuerdas los primero que hizo Buzz Aldrin cuando tuvieron unos pocos minutos de tiempo libre después del aterrizaje del Apollo 13.
– Celebrar la comunión -dijo Baedecker-. Se llevó el vino y todo lo demás en su botiquín personal. El era… ¿qué…? ¿presbiteriano?
– No importa -dijo Dave-. Pero lo que Buzz no comprendió es que la misión misma ya era el ritual, el sacramento ya estaba allí, esperando a que alguien lo celebrara.
– ¿Cómo? -preguntó Baedecker, aunque la verdad de lo que decía Dave ya le había afectado por dentro.
– Vi la fotografía que dejaste allá -dijo Dave-. Esa foto de ti, Joan y Scott. Junto al paquete de experimentos sísmicos.
Baedecker no dijo nada. Se recordaba arrodillado en el crepúsculo lunar ante la fotografía, bajo las capas del traje presurizado, bajo la bendición de la cruda luz del sol.
– Yo dejé una vieja hebilla de mi padre -dijo Dave-. La dejé al lado de los espejos de reflexión láser.
– ¿De veras? -preguntó Baedecker, realmente sorprendido-. ¿Cuándo?
– Cuando tú preparabas el Rover para el viaje a Rill 2 en la primera actividad extravehicular. Demonios, me sorprendería que alguno de los doce que caminamos allá arriba no hubiera hecho algo así.
– Nunca pensé en ello -dijo Baedecker.
– El resto fue un mero preparativo para desechar lo intrascendente. Incluso los lugares de poder son inútiles a menos que estés dispuesto a llevar algo a ellos. Y no me refiero sólo a las cosas que llevamos: son al verdadero sacramento lo que ese trozo de pan es a la Eucaristía. Luego, si al regresar eres igual que antes, sabes que no era un lugar de poder.
– Ahí está, ése es el problema -dijo Baedecker-. Nada ha cambiado.
Dave rió y cogió el brazo de Baedecker.
– ¿Hablas en serio, Richard? -murmuró-. ¿Recuerdas quién eras? ¿Tienes idea de quién eres ahora?
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