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Dan Simmons: Fases De Gravedad

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Dan Simmons Fases De Gravedad

Fases De Gravedad: краткое содержание, описание и аннотация

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Su protagonista es Richard Baedecker, un antiguo astronauta del proyecto Apolo y uno de los hombre que caminaron por la Luna. Lo que se cuenta es su relación con sus antiguos compañeros de misión, uno convertido en evangelista y otro en senador, con su hijo, seguidor de un gurú hindú, y con la antigua novia de éste. Pero ante todo es la historia de un hombre que se busca a sí mismo después de su momento de gloria, el relato de su búsqueda de la trascendencia, de un sentido para el resto de la vida. No es una novela de acción, sino una historia de personajes y, como dice Spinrad, la resolución final no es física sino espiritual. Hay mucho en esta novela (además de sobre vuelo y montañismo) sobre la vida entendida como una obra de arte, de intentar hacer que cada momento tenga sentido por sí mismo, de la búsqueda del ser propio. Hay una imagen recurrente: dos astronautas jugando al frisbee en la Luna. Y tenemos también a Richard, que se lanza, arriesgando la vida, en ala delta desde una montaña por el simple propósito de celebrar la naturaleza. La novela es ciertamente mística, pero se trata de un misticismo real que jamás se manifiesta o se hace explícito en cosas tangibles. Permea la novela esa sensación de que el mundo es algo más de lo que vemos, esa incomodidad que sentimos al vivir día a día, que nos obliga a buscar nuevas metas en la vida. Hay cierta religiosidad en la actitud del personaje, una búsqueda de un lugar sagrado. Pero no es más que la reacción de una persona de mediana edad que se encuentra ejerciendo un trabajo que no le gusta, una simple manifestación psicológica. No se asuste el lector, no hay ningún elemento fantástico en la novela. Pero la mirada y la voz de Simmons sí que son fantásticas. Dan Simmons es un escritor sorprendente, ya que en ningún momento renuncia a la tradición literaria de la lengua en la que escribe. Hay mucho en esta novela de lo mejor de la actual novelística americana. Un punto obvio de conexión es John Updike, pero donde Updike es irónico, Simmons es comprensivo: no aspira a juzgar a su personaje sino a entenderlo.

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– Es difícil creer que han pasado casi dieciocho meses desde que estalló el Challenger -dijo-. Fue espantoso.

– Sí -afirmó Baedecker.

Era irónico que él hubiera estado en Cabo Cañaveral para ese vuelo. Sólo había asistido a un lanzamiento anterior, uno de los primeros vuelos de prueba del Columbia , casi cinco años atrás. En enero de 1986 presenció el desastre del Challenger sólo porque Cole Prescott, el vicepresidente de la empresa de Baedecker, le pidió que acompañara a un cliente que había financiado un subcomponente del paquete experimental Spartan-Halley, que iba en el compartimiento de carga del Challenger .

El lanzamiento del 51-L se desarrollaba normalmente y Baedecker y su cliente se hallaban de pie en los palcos VIP, a cinco kilómetros de la rampa 39-B, protegiéndose los ojos del sol de la mañana, cuando las cosas no funcionaron bien; Baedecker sólo llevaba una ligera chaqueta de algodón, era la mañana más fría que recordaba en el Cabo. A través de los prismáticos vio un destello de hielo en el andamiaje que rodeaba el transbordador.

Baedecker estaba pensando en irse cuanto antes para que no lo retrasara la multitud cuando la voz del encargado de relaciones públicas de la NASA sonó en el altavoz.

– Altitud cuatro coma tres millas náuticas, distancia del punto de lanzamiento tres millas náuticas. Motores acelerando. Tres motores al ciento cuatro por ciento.

Baedecker evocaba su propio lanzamiento, quince años antes, su tarea de comunicar datos mientras Dave Muldorff «pilotaba» el monstruoso Saturno V, cuando el altavoz lo devolvió al presente con la voz del comandante Dick Scobee.

– Positivo, acelerando.

Baedecker miró hacia el aparcamiento para calcular el congestionamiento de las carreteras y un segundo después su cliente dijo:

– Vaya, esos cohetes forman una gran nube cuando se separan, ¿eh?

Baedecker miró hacia arriba y vio esa estela expansiva que no tenía nada que ver con la separación de las etapas; de inmediato reconoció el mórbido fulgor rojizo que iluminaba el interior de la nube cuando los combustibles hipergólicos se encendieron al escapar del sistema de control de reacción y de los motores de maniobra orbital destruidos. Segundos después los cohetes se desprendieron del cúmulo expansivo de la explosión. Sintiendo náuseas, Baedecker se volvió hacia el piloto Tucker Wilson, un ex colega de tiempos del Apollo que todavía trabajaba en la NASA, y dijo sin esperanzas:

– ¿Abortan la misión?

Tucker sacudió la cabeza. No era un mero regreso al lugar de lanzamiento. Esto era lo que cada uno de ellos temía en silencio durante sus propios lanzamientos. Cuando Baedecker miró de nuevo, los primeros segmentos de la nave destruida iniciaban su larga y triste caída hacia la cripta del mar.

En los meses posteriores al Challenger , a Baedecker le costó creer que alguna vez los americanos hubieran volado al espacio con tanta frecuencia y competencia. Ese largo intervalo de dudas en que no hubo ninguna misión se transformó para Baedecker en la normalidad, confundiéndose en su mente con una agobiante sensación de pesadez, entropía y triunfo de la gravedad, una sensación que lo abrumaba desde que su propio mundo y su familia se habían despedazado meses antes.

– Mi amigo Bruce dice que Scott no salió de su habitación durante dos días después del estallido del Challenger -dijo Maggie Brown. Estaban frente a la terminal aérea de Nueva Delhi.

– ¿De veras? -dijo Baedecker-. Creí que Scott ya no tenía interés en el programa espacial. -Miró hacia el sol naciente repentinamente oscurecido por las nubes. El color se desbordaba del mundo como el agua de un fregadero.

– Él decía que no le importaba -dijo Maggie-. Decía que Chernobyl y el Challenger eran los primeros signos del fin de la era tecnológica. Semanas después se las arregló para venir a la India. ¿Tienes hambre, Richard?

Aún no eran las seis y media de la mañana pero la terminal se estaba llenando de gente. Algunos todavía dormían en los rajados y mugrientos suelos de linóleo. Baedecker se preguntó si eran pasajeros o simplemente personas que buscaban un techo para pasar la noche. Un niño estaba sentado solo en una silla de vinilo negro y lloraba a moco tendido. Se deslizaban lagartos por las paredes.

Maggie lo condujo a una pequeña cafetería del segundo piso, donde camareros somnolientos aguardaban con servilletas sucias colgadas del brazo. Maggie le advirtió que no probara el tocino y pidió una tortilla, tostada con gelatina y té. Baedecker pensó en desayunar pero desechó la idea. En realidad quería un whisky. Pidió café.

No había más clientes en el gran salón, excepto la alborotada tripulación de un avión de Aeroflot que se veía por la ventana. Los rusos chascaban los dedos para llamar a los cansados camareros indios. Baedecker miró al capitán y el hombre le resultó familiar, aunque Baedecker sabía que muchos pilotos soviéticos tenían esas mandíbulas cuadradas y esas cejas marcadas. No obstante, se preguntó si lo habría conocido durante los tres días que había recorrido Moscú y la Ciudad de las Estrellas con el proyecto de prueba Apollo - Soyuz . Se encogió de hombros. No tenía importancia.

– ¿Cómo está Scott? -preguntó.

Maggie Brown lo miró con una expresión de cautela que pareció envolverla como un velo.

– Bien. Dice que nunca se ha encontrado tan bien, pero creo que ha perdido algo de peso.

Baedecker evocó a su corpulento hijo, con corte cepillo y camiseta, queriendo jugar de shortstop en el equipo de la pequeña liga de Houston. Era demasiado lento, y sólo servía para jugar en la parte derecha del campo.

– ¿Cómo va su asma? ¿La humedad la ha hecho resurgir?

– No, el asma está curada -replicó Maggie-. Según Scott, se la curó el Maestro.

Baedecker pestañeó. Hasta hace poco, en su apartamento vacío, se había sorprendido esperando toses, la respiración entrecortada. Recordaba las ocasiones en que había abrazado al chico como si fuera un bebé, acunándolo, mientras ambos se asustaban del gorgoteo de los pulmones.

– ¿Tú eres seguidora de este… del Maestro?

Maggie rió y fue como si el velo se le cayera de los ojos verdes.

– No, no estaría aquí si lo fuera. No les permiten dejar el ashram por más de unas horas.

Baedecker murmuró y miró el reloj. Faltaban noventa minutos para que saliera su vuelo a Bombay.

– Se retrasará -dijo Maggie.

– ¿Eh? -preguntó Baedecker, confundido.

– Tu vuelo. Se retrasará. ¿Qué harás hasta el martes?

Baedecker no había pensado en ello. Era jueves por la mañana. Había planeado estar en Bombay esa misma tarde, ver a la gente de electrónica y su estación de tierra el viernes, coger el tren a Poona para visitar a Scott el fin de semana y salir de Bombay el lunes por la tarde.

– No sé -dijo-. Supongo que me quedaré en Bombay un par de días más. ¿Qué tenía de importante ese retiro como para que Scott no pudiera tomarse tiempo libre?

– Nada -dijo Maggie Brown. Bebió el último sorbo de té y dejó la taza con un ademán brusco y furioso-. Es lo mismo de siempre. Conferencias del Maestro. Sesiones de soledad. Danzas.

– ¿Danzas?

– Bueno, algo parecido. Tocan música. El ritmo se acelera cada vez más. Se mueven cada vez más deprisa. Al final caen agotados. Eso purifica el alma.

Baedecker reparó en los silencios de Maggie. Había leído acerca de un ex profesor de filosofía que se había transformado en el más reciente gurú de los chicos ricos de naciones acomodadas. Según Time , los lugareños indios se habían escandalizado al oír hablar de sexo grupal en sus ashrams. Baedecker se había alarmado cuando Joan le dijo que Scott había abandonado la Universidad de Boston para ir al otro confín del mundo. ¿En busca de qué?

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