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Dan Simmons: Fases De Gravedad

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Dan Simmons Fases De Gravedad

Fases De Gravedad: краткое содержание, описание и аннотация

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Su protagonista es Richard Baedecker, un antiguo astronauta del proyecto Apolo y uno de los hombre que caminaron por la Luna. Lo que se cuenta es su relación con sus antiguos compañeros de misión, uno convertido en evangelista y otro en senador, con su hijo, seguidor de un gurú hindú, y con la antigua novia de éste. Pero ante todo es la historia de un hombre que se busca a sí mismo después de su momento de gloria, el relato de su búsqueda de la trascendencia, de un sentido para el resto de la vida. No es una novela de acción, sino una historia de personajes y, como dice Spinrad, la resolución final no es física sino espiritual. Hay mucho en esta novela (además de sobre vuelo y montañismo) sobre la vida entendida como una obra de arte, de intentar hacer que cada momento tenga sentido por sí mismo, de la búsqueda del ser propio. Hay una imagen recurrente: dos astronautas jugando al frisbee en la Luna. Y tenemos también a Richard, que se lanza, arriesgando la vida, en ala delta desde una montaña por el simple propósito de celebrar la naturaleza. La novela es ciertamente mística, pero se trata de un misticismo real que jamás se manifiesta o se hace explícito en cosas tangibles. Permea la novela esa sensación de que el mundo es algo más de lo que vemos, esa incomodidad que sentimos al vivir día a día, que nos obliga a buscar nuevas metas en la vida. Hay cierta religiosidad en la actitud del personaje, una búsqueda de un lugar sagrado. Pero no es más que la reacción de una persona de mediana edad que se encuentra ejerciendo un trabajo que no le gusta, una simple manifestación psicológica. No se asuste el lector, no hay ningún elemento fantástico en la novela. Pero la mirada y la voz de Simmons sí que son fantásticas. Dan Simmons es un escritor sorprendente, ya que en ningún momento renuncia a la tradición literaria de la lengua en la que escribe. Hay mucho en esta novela de lo mejor de la actual novelística americana. Un punto obvio de conexión es John Updike, pero donde Updike es irónico, Simmons es comprensivo: no aspira a juzgar a su personaje sino a entenderlo.

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Impulsivamente se lanzó en picado y alzó el morro a una satisfactoria e ilegal altura de treinta metros por encima de los tejados. El horizonte viraba, el sol se reflejaba en el plexiglás, y Baedecker descendió para pasar de nuevo. Elevándose, encendió el posquemador, puso el T-38 en posición vertical y trazó un rizo cerrado. Culminó cuando Baedecker vio la milagrosa aparición de su esposa e hijo, que salían de la casa blanca.

Era uno de los pocos momentos de la vida de Baedecker en que realmente se sentía feliz.

Observando la franja de luz lunar que se desplazaba por la pared de la habitación de Khajuraho, Baedecker se preguntó si Joan habría vendido la casa o si aún la conservaba para alquilarla.

Al cabo de un rato se levantó y fue a mirar por la ventana. Así cerró el paso a la frágil franja de luz, dejando que prevaleciera la oscuridad.

Basti, chawl o como lo llamaran los habitantes de Calcuta, era el colmo de la pobreza. El laberinto de chozas de techo de hojalata y tiendas de arpillera se extendía kilómetros a lo largo de las vías férreas, sólo penetrado por algunos senderos sinuosos que hacían las funciones de calles y cloacas. La densidad de población era increíble. Había niños por doquier, defecando en las puertas, corriendo entre las casuchas, siguiendo a Baedecker con el andar ligero de los tímidos y los descalzos. Las mujeres desviaban los ojos o se cubrían el rostro con el sari. Los hombres lo miraban con una curiosidad desenfadada que rayaba en la hostilidad. Algunos lo ignoraban. Las mujeres se acuclillaban junto a los niños arrancándoles piojos del pelo pegajoso. Las niñitas se agazapaban junto a las ancianas y modelaban el estiércol de vaca con las manos, formando tortas chatas que usarían como combustible. Un viejo se escupió flema en la mano mientras se acuclillaba para defecar en un terreno baldío.

¡Baba!¡Baba! -exclamaban los niños corriendo junto a Baedecker. Tendían las palmas y le daban tirones con las manos. Hacía rato que a Baedecker se le habían acabado las monedas-. ¡Baba!¡Baba! .

Había quedado con Maggie a las dos en la Universidad de Calcuta, pero se había perdido tras bajar del abarrotado autobús antes de lo debido. Debían de ser cerca de las cinco. Los senderos y calles de tierra serpenteaban atrapándolo entre las vías del tren y el río Hooghly. El puente Howrah se le había aparecido varias veces, pero por alguna razón no lograba acercarse. El hedor del río sólo era superado por la pestilencia de las casuchas y el lodo.

¡Baba! -La multitud que lo rodeaba era cada vez más numerosa, y no todos los mendigos eran niños. Varios hombres corpulentos lo seguían, parloteando deprisa y tocándolo con brusquedad.

«Culpa mía -pensó Baedecker-. El Americano Feo ataca de nuevo.»

Las chozas no tenían puerta. Correteaban pollos por lugares estrechos. En un estanque de aguas residuales, un grupo de niños y hombres lavaban los flancos negros de un buey somnoliento. En alguna parte de ese apiñado laberinto de chozas una radio de pilas sonaba con estridencia. La música llegó a un crescendo de cuerdas vibrantes que agudizó la creciente ansiedad de Baedecker. Lo seguían treinta o cuarenta personas, y hombres flacos y huraños habían sustituido a los niños. Un hombre con un pañuelo rojo en la cabeza gritaba en lo que Baedecker creyó que era hindi o bengalí. Baedecker meneó la cabeza para dar a entender que no comprendía. El hombre le cerró el paso, agitó los brazos delgados y gritó con más fuerza. Otros hombres de la multitud repitieron algunas frases.

Mucho antes, Baedecker había recogido una piedra pequeña pero pesada. Se llevó la mano al bolsillo de la camisa de safari y palpó la piedra. El tiempo pareció andar más despacio y Baedecker se sintió embargado por la calma.

De pronto alguien soltó un grito, unos niños echaron a correr y la multitud abandonó a Baedecker para lanzarse por una calle lateral. El hombre de pañuelo rojo pronunció una sílaba de despedida y se alejó deprisa. Baedecker aguardó un minuto y luego los siguió, bajando por una senda lodosa a la orilla del río.

Una multitud se había reunido alrededor de algo que había aparecido en el barro. Al principio Baedecker pensó que era un tronco blancuzco, pero luego vio su espantosa simetría y lo reconoció como un cuerpo humano. Era blanco -más blanco que un albino, más blanco que el vientre de un pez- y los gases lo habían hinchado dándole el doble del tamaño normal. Agujeros negros espiaban desde esa masa tumefacta que había sido una cara. Varios niños que antes seguían a Baedecker se acuclillaron cerca de la cosa acariciándola con risitas estridentes. Tenía textura de hongo blanco, y Baedecker pensó en enormes setas pudriéndose al sol. Trozos de carne se hundían o desprendían cuando esos niños risueños palpaban el cuerpo.

Algunos hombres se acercaron y tantearon el cadáver con varas puntiagudas. Retrocedieron cuando el gas escapó con un siseo. La multitud rió. Se acercaron madres con bebés colgados de las caderas.

Baedecker retrocedió, se fue por un callejón, dobló a la derecha sin pensar y de pronto salió a una calle asfaltada. Pasó un tranvía, meciéndose bajo su carga de pasajeros colgados. Dos conductores de triciclos pasaron al trote, trasladando a obesos empresarios indios. Baedecker se detuvo unos segundos en medio del tráfico y llamó un taxi.

– ¿Cómo estás, Richard?

– Muy bien, Hon. Nada que hacer por un par de días. Tom Gavin ha realizado casi todo el trabajo y nos está cuidando muy bien. Dave y yo tendremos que enviarlo a buscar las latas de películas dentro de unas horas. ¿Cómo andan las cosas por allá?

– Espléndidas. Ayer miramos el despegue lunar desde Control de Misión. Nunca nos habías dicho que subía tan deprisa.

– Sí. Fue todo un viaje.

– …quiere… algunas…

– Lo lamento. Repite eso, no te he entendido.

– …decía que Scott quiere decir unas palabras.

– ¡Claro! Pásamelo.

– De acuerdo. Adiós, Richard. Esperamos verte el martes. ¡Adiós!

– ¡Hola, papá!

– Hola, Scott.

– Has salido muy bien en TV. ¿De veras has marcado un récord de velocidad, como han dicho?

– Eh… velocidad terrestre… por conducir en la Luna. Sí, supongo que sí, Scott. Sólo que era Dave quien conducía, así que el récord le corresponde a él.

– Oh.

– Bien, Tigre, tenemos que volver al trabajo. Me ha gustado hablar contigo.

– Oye, papá.

– Eh… enterado, Scott…

– Os veo a los tres en la gran televisión de aquí. ¿Quién conduce el módulo de mando?

– Ah… Buena pregunta, ¿eh, Tom? Durante los dos próximos días, Scott, creo que Isaac Newton se encargará de conducir.

La NASA había pensado que la transmisión en vivo de las familias hablando con los astronautas sería una brillante idea publicitaria. No se volvió a repetir en el siguiente vuelo.

– El ilustre sepulcro de Su Excelsa Majestad Sha Jahan, el Rey Valiente, cuya morada está en el estrellado firmamento. Abandonó este mundo transitorio para viajar al Mundo de la Eternidad en la noche veintiocho del mes de Rahab, en el año 1706 de la Hégira.

Maggie Brown cerró la guía y ambos volvieron la espalda a la prominencia blanca del Taj Mahal. Ninguno de ellos se encontraban con ánimos para valorar la bella arquitectura ni las piedras preciosas incrustadas en el mármol impecable. Afuera esperaban los mendigos. Baedecker y la muchacha cruzaron el pavimento ajedrezado para apoyarse en la baranda y mirar el río. Un chubasco había ahuyentado a todos los turistas, salvo a los más empecinados. El aire era fresco, como durante toda la visita de Baedecker. El sol se ocultaba en el oeste detrás de estratocúmulos negros como magulladuras, pero una luz grisácea impregnaba la escena. El río era ancho y poco profundo, y se desplazaba con la cautivante serenidad de todos los ríos de todas partes.

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