Dan Simmons - Fases De Gravedad

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Su protagonista es Richard Baedecker, un antiguo astronauta del proyecto Apolo y uno de los hombre que caminaron por la Luna. Lo que se cuenta es su relación con sus antiguos compañeros de misión, uno convertido en evangelista y otro en senador, con su hijo, seguidor de un gurú hindú, y con la antigua novia de éste. Pero ante todo es la historia de un hombre que se busca a sí mismo después de su momento de gloria, el relato de su búsqueda de la trascendencia, de un sentido para el resto de la vida. No es una novela de acción, sino una historia de personajes y, como dice Spinrad, la resolución final no es física sino espiritual.
Hay mucho en esta novela (además de sobre vuelo y montañismo) sobre la vida entendida como una obra de arte, de intentar hacer que cada momento tenga sentido por sí mismo, de la búsqueda del ser propio. Hay una imagen recurrente: dos astronautas jugando al frisbee en la Luna. Y tenemos también a Richard, que se lanza, arriesgando la vida, en ala delta desde una montaña por el simple propósito de celebrar la naturaleza.
La novela es ciertamente mística, pero se trata de un misticismo real que jamás se manifiesta o se hace explícito en cosas tangibles. Permea la novela esa sensación de que el mundo es algo más de lo que vemos, esa incomodidad que sentimos al vivir día a día, que nos obliga a buscar nuevas metas en la vida. Hay cierta religiosidad en la actitud del personaje, una búsqueda de un lugar sagrado. Pero no es más que la reacción de una persona de mediana edad que se encuentra ejerciendo un trabajo que no le gusta, una simple manifestación psicológica. No se asuste el lector, no hay ningún elemento fantástico en la novela. Pero la mirada y la voz de Simmons sí que son fantásticas.
Dan Simmons es un escritor sorprendente, ya que en ningún momento renuncia a la tradición literaria de la lengua en la que escribe. Hay mucho en esta novela de lo mejor de la actual novelística americana. Un punto obvio de conexión es John Updike, pero donde Updike es irónico, Simmons es comprensivo: no aspira a juzgar a su personaje sino a entenderlo.

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No había flores, pero las dos tumbas estaban bien cuidadas. Baedecker cambió de posición y se quitó las gafas. Las lápidas de granito gris era idénticas excepto por las inscripciones:

CHARLES S. BAEDECKER 1893-1956

KATHLEEN BAEDECKER 1900-1957

El cementerio era tranquilo. Estaba protegido por altos maizales al norte y por bosques en los otros tres lados. Al este y al oeste había barrancos que descendían hacia invisibles desfiladeros. Baedecker recordó las cacerías en las colinas boscosas del sur durante una de las licencias de su padre en la lluviosa primavera del 43 o el 44. Baedecker había cargado con su escopeta durante horas, pero se había negado a dispararle a una ardilla. Ocurrió durante su breve etapa pacifista. El padre de Baedecker se enfadó pero no dijo nada, simplemente le dio el manchado saco de arpillera con ardillas muertas para que lo llevara.

Baedecker se apoyó en una rodilla y apartó la hierba de los lados de la lápida de la madre. Se volvió a poner las gafas. Pensó en el cuerpo que yacía bajo el fértil y negro suelo de Illinois, los brazos que lo habían estrechado cuando regresaba llorando a casa tras las riñas en el parvulario, las manos que le brindaban consuelo durante las noches de terror en que despertaba llorando sin saber dónde estaba, el susurro de las zapatillas de su madre en el pasillo, sus suaves caricias en la aterradora oscuridad. Salvación. Cordura.

Baedecker se levantó, giró con brusquedad y se marchó del cementerio. Phil Dixon lo había dejado allí cuando se dirigía a la granja para cenar. Baedecker le había dicho que regresaría al pueblo a pie.

Corrió la aldaba de hierro negro del portón y echó otro vistazo al cementerio. Los insectos zumbaban en la hierba. Más allá de los árboles una vaca mugía plañideramente. Aun desde el camino, Baedecker pudo distinguir los rectángulos vacíos junto a las tumbas de sus padres, donde habían reservado espacio para sus dos hermanas y para él.

Una camioneta avanzó colina arriba desde el este y se detuvo junto a Baedecker en una nube de polvo y gravilla. Un hombre de pelo claro y cara curtida se asomó por la ventanilla.

– Usted es Richard Baedecker, ¿verdad? -Un hombre más joven se sentaba a su lado. Detrás llevaban dos rifles en un bastidor.

– Sí.

– Me pareció que era usted. Leí sobre su llegada en el Chronicle Dispatch de Princeville. Galen y yo nos dirigimos a Glen Oak para la Barbacoa de los Optimistas. Primero nos detendremos en el Árbol Solitario para beber unas cervezas frías. No veo ningún coche. ¿Quiere que lo llevemos?

– Sí -respondió Baedecker. Se quitó las gafas, las plegó con cuidado y se las guardó en el bolsillo de la camisa-. Sí, claro que sí.

Según el conductor de Baedecker, la Taberna del Árbol Solitario antes se encontraba a medio kilómetro al sudoeste, frente al cruce de caminos de grava y carreteras del condado. El árbol solitario, un alto roble, aún estaba allí. Cuando el condado de Peoria adoptó la ley seca en los años 30, el Árbol Solitario se había mudado al condado de Jubilee para pasar los cuarenta y cinco años siguientes en el límite de los bosques, en la cima de la segunda colina al oeste del cementerio Calvary. Las colinas eran empinadas, el camino estrecho, y Baedecker recordó que su madre le había contado que muchos parroquianos del Árbol Solitario que subían a la cresta de la colina del cementerio se estrellaban con los coches que venían en dirección contraria. El racionamiento de la gasolina y la escasez de hombres jóvenes había reducido la matanza durante la guerra. El padre de Baedecker iba a beber al Árbol Solitario cuando se hallaba de licencia en casa. Baedecker recordaba haber bebido una naranjada Nesbitt's en la fresca oscuridad donde ahora pedía un vaso de whisky irlandés y una cerveza. Miró los mosaicos rajados del suelo como si el saco de ardillas aún estuviera allí.

– Usted no me recuerda, ¿eh? -preguntó el conductor. En la camioneta se había presentado como Carl Foster.

Baedecker bebió el whisky y miró la cara rubicunda y los ojos azules y transparentes.

– No -dijo.

– No lo culpo -dijo el granjero con una sonrisa-. Usted y yo fuimos juntos al cuarto grado, pero yo tuve que repetir el año cuando usted, Jimmy y los demás pasaron a quinto.

– Carl Foster -repitió Baedecker. Tendió la mano para estrechar la del otro hombre-. Carl Foster. Sí, claro, usted se sentaba frente a Kevin y detrás de esa chica con mechas y…

– Tetas grandes -redondeó Carl, estrechando la mano de Baedecker-. Al menos para cuarto grado. Sí. Donna Lou Baylor. Se casó con Tom Hewford. Oiga, éste es mi yerno, Galen.

– Tanto gusto -dijo Baedecker, dándole la mano-. Cielos, estuvimos juntos en los scouts, ¿verdad, Carl?

– El viejo Mechan era instructor de los scouts -dijo el granjero-. Siempre nos decía que un buen scout sería buen soldado. Me premió con una placa al mérito por saber identificar aviones. Yo me sentaba en el maldito granero hasta las dos de la mañana con mis tarjetas con siluetas, mirando el cielo. No sé qué habría hecho si la Luftwaffe hubiera decidido arrasar Peoria… no tuvimos teléfono hasta el 48.

– Carl Foster -dijo Baedecker, y le pidió otra ronda al camarero.

Más tarde, cuando se alargaban las sombras, salieron a orinar y a matar ratas.

– Galen -dijo Foster-, trae la veintidós de la camioneta.

Se pararon en el borde del barracón y orinaron sobre cinco décadas de chatarra. Resortes oxidados, viejas lavadoras, miles de latas y el cadáver oxidado de un Hudson 38. Reliquias más recientes cubrían los treinta metros de sombría ladera mezclándose con basura. Foster se cerró la bragueta y cogió el rifle que le ofrecía el yerno.

– No veo ratas -dijo Baedecker. Dejó el vaso de whisky vacío y abrió otra cerveza.

– Hay que despertar a esas alimañas -dijo Foster, y disparó contra un bañera acribillada de agujeros a veinte metros barranco abajo. Echaron a correr formas oscuras. El granjero metió otro cartucho en la cámara y disparó de nuevo. Algo saltó en el aire con un chillido. Foster le entregó el rifle a Baedecker.

– Gracias -dijo Baedecker. Apuntó cuidadosamente hacia una sombra, bajo un radio de consola Philco, y disparó. No se movió nada.

Foster encendió un cigarrillo, que dejó colgando del labio mientras hablaba.

– Leí en alguna parte que usted estuvo con los marines . -Le disparó a una caja de cereales colina abajo. Hubo un chillido estridente y formas oscuras corretearon entre los desechos.

– Hace mucho tiempo -dijo Baedecker-. Corea. Volé con la Armada por un tiempo. -El rifle casi no tenía retroceso.

– Yo nunca he servido en las fuerzas armadas -dijo Foster. El cigarrillo se agitaba-. Hernia. No me aceptaron. ¿Ha disparado a un hombre alguna vez?

Baedecker titubeó, la cerveza en la mano. La dejó en el suelo mientras Foster le devolvía el rifle.

– No tiene por qué contestar -dijo el granjero-. No es cosa mía.

Baedecker se concentró en la mira y disparó. El 22 le pegó en el hombro y una vieja tabla de fregar se derrumbó.

– No se veía mucho desde la cabina de esos viejos Panthers -dijo Baedecker-. Uno soltaba las bombas y volvía a casa. Derribé tres aviones enemigos en batallas aéreas, pero tampoco fue muy personal. Vi que los pilotos saltaban de dos de ellos. En el último mi visor estaba rajado y manchado de aceite, así que no vi demasiado. Las cámaras del avión no mostraron a nadie saliendo. Pero usted no se refiere a eso. No es lo mismo que dispararle a un hombre. -Baedecker cargó el 22 y se lo pasó a Foster.

– Supongo que no -dijo el granjero, y disparó deprisa. Una rata saltó en el aire y cayó contorsionándose.

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