Dan Simmons - Fases De Gravedad

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Su protagonista es Richard Baedecker, un antiguo astronauta del proyecto Apolo y uno de los hombre que caminaron por la Luna. Lo que se cuenta es su relación con sus antiguos compañeros de misión, uno convertido en evangelista y otro en senador, con su hijo, seguidor de un gurú hindú, y con la antigua novia de éste. Pero ante todo es la historia de un hombre que se busca a sí mismo después de su momento de gloria, el relato de su búsqueda de la trascendencia, de un sentido para el resto de la vida. No es una novela de acción, sino una historia de personajes y, como dice Spinrad, la resolución final no es física sino espiritual.
Hay mucho en esta novela (además de sobre vuelo y montañismo) sobre la vida entendida como una obra de arte, de intentar hacer que cada momento tenga sentido por sí mismo, de la búsqueda del ser propio. Hay una imagen recurrente: dos astronautas jugando al frisbee en la Luna. Y tenemos también a Richard, que se lanza, arriesgando la vida, en ala delta desde una montaña por el simple propósito de celebrar la naturaleza.
La novela es ciertamente mística, pero se trata de un misticismo real que jamás se manifiesta o se hace explícito en cosas tangibles. Permea la novela esa sensación de que el mundo es algo más de lo que vemos, esa incomodidad que sentimos al vivir día a día, que nos obliga a buscar nuevas metas en la vida. Hay cierta religiosidad en la actitud del personaje, una búsqueda de un lugar sagrado. Pero no es más que la reacción de una persona de mediana edad que se encuentra ejerciendo un trabajo que no le gusta, una simple manifestación psicológica. No se asuste el lector, no hay ningún elemento fantástico en la novela. Pero la mirada y la voz de Simmons sí que son fantásticas.
Dan Simmons es un escritor sorprendente, ya que en ningún momento renuncia a la tradición literaria de la lengua en la que escribe. Hay mucho en esta novela de lo mejor de la actual novelística americana. Un punto obvio de conexión es John Updike, pero donde Updike es irónico, Simmons es comprensivo: no aspira a juzgar a su personaje sino a entenderlo.

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RICHARD M. BAEDECKER – EL ENVIADO DE GLEN OAK A LA LUNA.

Bajo las letras aparecía el emblema de la misión. Detrás de un simbólico módulo de mando con velas asomaba un sol semejante a una de las yemas de huevo donde Ackroyd había mojado la tostada esa mañana.

El desfile pasó junto al parque por la calle Cinco Oeste y marchó orgullosamente por la calle Mayor. El Plymouth verde y blanco del sheriff Mechan despejaba el camino. La gente bordeaba las altas aceras de tres niveles, que parecían diseñadas para presenciar desfiles. Se veían pequeñas banderas norteamericanas y Baedecker se percató de que habían colgado una pancarta entre dos postes de luz de lado a lado de la calle:

GLEN OAK CELEBRA EL DÍA DE RICHARD M. BAEDECKER

DESFILE OLD SETTLERS

EXHIBICIÓN DE TIRO EN EL JUBILEE GUN CLUB, SÁBADO 8 DE AGOSTO.

La banda de la escuela dobló a la izquierda en la calle Dos y de nuevo a la izquierda junto al patio de la escuela. Los niños que jugaban en la estructura de madera con forma de horca saludaban y gritaban. Un niño, apuntando con la mano, comenzó a disparar. Sin titubear, Baedecker le apuntó con el dedo y devolvió el disparo. El niño se aferró el pecho, agitó los ojos, hizo una cabriola y cayó de la viga aterrizando de espaldas en el arenero.

Doblaron a la derecha en la calle Cinco, a sólo una calle de donde habían comenzado, y viraron al este. Baedecker reparó en un pequeño edificio blanco a la derecha. Estaba seguro de que había sido la biblioteca. Recordaba el caliente olor a altillo de la salita en un día de verano y el ceño fruncido de la bibliotecaria cuando él sacó un libro de las aventuras de John Carter en Marte por octava o décima vez.

La calle Cinco era tan ancha que se podía desfilar dejando dos carriles de tráfico a la izquierda. No había tráfico. Baedecker de nuevo lamentó la ausencia de los grandes olmos, especialmente ahora que el sol caía a plomo en el asfalto atestado. Pequeños olmos chinos crecían cerca de la cuneta cubierta de hierba, pero parecían desproporcionadamente pequeños frente a la calle ancha, los largos parques y las casas grandes. Gente sentada en porches y sillas de jardín agitaba la mano. Niños y perros corrían junto a los caballos y correteaban alrededor del guardia de color de la banda. Tras el Mustang, una procesión informal de bicicletas, carros empujados por niños y podadoras de césped alegremente adornadas añadía quince metros a la caravana.

El coche del sheriff dobló a la derecha en la calle Catton. Pasaron de nuevo ante el patio escolar. Frente al viejo hogar de Baedecker un hombre sin camisa, con la barriga colgando sobre los pantalones cortos cortaba el césped. Alzó los ojos y saludó al Mustang uniendo dos dedos. Tres viejos estaban sentados en el porche sombreado donde Baedecker solía jugar a piratas o se defendía oleada tras oleada de ataques japoneses.

Dos manzanas más allá del viejo hogar de Baedecker, el desfile pasó frente a la escuela secundaria y se encaró una pared de maíz. La banda giró hacia un camino rural y rodeó la escuela secundaria enfilando hacia el campo abierto donde habían erigido el campo de festejos de Old Settlers. Más allá del aparcamiento había media docena de tiendas grandes, muchas cabinas y varias atracciones que permanecían inmóviles bajo el sol del mediodía. Las multitudes de la noche anterior habían pisoteado la hierba alta y marrón del campo, llenándola de desperdicios. Más al norte estaban los campos de béisbol, ocupados ya por jugadores de uniforme brillante y rodeados por multitudes entusiastas. Aún más al norte, casi hasta la parte trasera de la vieja casa de Baedecker, coches de bomberos apiñados formaban ángulos rojos y verdes en la hierba.

Las bandas dejaron de tocar y el desfile se disolvió. La zona de juego se hallaba casi desierta y pocas personas miraban cuando los miembros de la banda y los caballos se dispersaron confusamente. Baedecker permaneció sentado un instante.

– Bien -dijo la alcaldesa Seaton-, ha sido divertido, ¿verdad?

Baedecker meneó la cabeza y miró hacia arriba. El metal y la tapicería del coche ardían. El sol estaba casi en el cénit. Cerca del horizonte, apenas visible en el cielo sin nubes, se veía el borde tenue de una luna en cuarto creciente.

– ¡Dick!

Baedecker apartó los ojos de la mesa donde bebía cerveza con los demás. Era una mujer madura y corpulenta de pelo rubio y corto. Vestía una blusa estampada y pantalones elásticos que se acercaban al límite máximo de expansión. Baedecker no la reconoció. La luz sepia de la tienda de la Legión Americana era borrosa. El aire cálido olía a lona. Baedecker se levantó.

– ¡Dick! -repitió la mujer, acercándose para estrecharle la mano-. ¿Cómo estás?

– Bien -repuso Baedecker-. ¿Cómo estás tú?

– Oh, bien, muy bien. Tu aspecto es sensacional, Dick, pero ¿qué le ha pasado a tu pelo? Recuerdo cuando tenías esa melena roja.

Baedecker sonrió y sin darse cuenta se pasó la mano por la coronilla. Los hombres con los que estaba charlando siguieron bebiendo cerveza.

La mujer se llevó las manos a la boca y titubeó.

– Cielos, me recuerdas, ¿verdad?

– Soy pésimo para los nombres -confesó Baedecker.

– Pensaba que te acordarías de Sandy -dijo la mujer, y palmeó juguetonamente la muñeca de Baedecker-. Sandy Serrel. Éramos íntimos amigos. Donna Hewford y yo estábamos siempre contigo y Mickey Farrell y Kevin Cordon y Jimmy Raines en cuarto y quinto grado.

– Desde luego -dijo Baedecker, dándole la mano de nuevo. No la recordaba en absoluto-. ¿Cómo estás, Sandy?

– Dick, éste es mi esposo, Arthur. Arthur, éste es mi viejo amigo, el que fue a la Luna. -Baedecker dio la mano a un hombre enclenque con uniforme de softbol. El hombre estaba cubierto con una pátina de suciedad a través de la cual se veían arrugas rojas en el cuello, la cara y las muñecas.

– Apuesto a que nunca creíste que me casaría -dijo Sandy Serrel-. Al menos con otra persona, ¿eh?

Baedecker correspondió a la sonrisa de la mujer observando que tenía un diente partido.

– Vamos. Comenzará el próximo juego -apremió el esposo.

La mujer corpulenta volvió a estrechar la mano y el brazo de Baedecker.

– Tenemos que irnos, Dick. Ha sido sensacional verte de nuevo. Ven esta noche y te presentaré a Shirley y los mellizos. Sólo recuerda esto: recé a Jesús mientras caminabas por la Luna. Si no fuera por nuestros rezos, Jesús jamás habría permitido que regresarais sanos y salvos.

– Lo recordaré -dijo Baedecker. Ella le dio un beso en la mejilla y se marchó con su delgado esposo. Baedecker se quedó con una sensación áspera en la mejilla y un tufo de toallas sucias.

Se sentó y pidió otra ronda de cervezas.

– Arthur hace trabajos para el cementerio -dijo Phil Dixon, uno de los miembros del consejo.

– Es el tercer marido de Apestosa Serrel -añadió Bill Ackroyd-. Y no creo que sea el último.

– ¡Apestosa Serrel! -exclamó Baedecker, apoyando la jarra de cerveza sobre la mesa-. Cielos. -Su único recuerdo de Apestosa Serrel, además de una presencia modesta siguiéndole a él y a sus amigos por la calle, era de una vez en quinto grado en que ella se le acercó en el patio de juegos cuando alguien pasó montado en un caballo palomino.

– No sé como lo hacéis -había dicho ella, señalando el caballo.

– ¿Hacer qué? -preguntó Baedecker.

– Caminar con la polla colgada entre las piernas -le murmuró ella en el oído. El desconcertado Baedecker había retrocedido, sonrojándose, enfureciéndose con su sonrojo.

– Apestosa Serrel -dijo Baedecker-. Cielo santo. -Bebió el resto de la cerveza y le pidió más al hombre con gorra de la Legión Americana.

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