Henning Mankell - Zapatos italianos

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Fredrik Wellin, médico retirado, vive solo en una isla cercana a la costa sueca, hasta que la llegada de un antiguo amor al que abandonó en el pasado irrumpe en su monótono pero buscado aislamiento. Se trata de Harriet, quien gravemente enferma ha venido a pedirle que cumpla la antigua promesa de juventud de llevarla a una laguna al norte del país. Harriet trae consigo a Louise, una hija de ambos, de cuya existencia nada sabía. Obligado, ahora, a asistir al lento final de Harriet y a crear unos vínculos paterno-filiales con quien, en realidad, es una desconocida, Fredrik iniciará un viaje hacia su propio dolor. Los errores del pasado sepultados en la soledad de la isla reavivan sus remordimientos. Entre ellos, el terrible secreto que lo alejó de la profesión y por el que decidió huir del mundo.

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Me limpié el rostro, envolví unos cubitos de hielo en un paño y me los apliqué contra la boca y el ojo. Pasó un buen rato hasta que oí sus pasos al otro lado de la puerta. Al verme, se asustó.

– ¿Es muy grave?

– Sobreviviré. Pero las habladurías volverán a correr por el archipiélago. Mi hija no sólo se desnuda ante los hombres que gobiernan el mundo. Además vuelve a casa y se comporta como una loca violenta contra su anciano padre. Tú, que te has dedicado al boxeo, deberías saber cómo se queda la cara.

– No era mi intención.

– Por supuesto que sí lo era. De hecho, creo que en realidad me matarías antes de permitirme que redactase un testamento en virtud del cual tú quedases desheredada.

– Me indigné.

– No tienes que darme ninguna explicación. Pero te equivocas. Lo único que pretendía era ayudar a Agnes y sus muchachas. Ni ella ni yo sabemos por cuánto tiempo. Eso es todo, sólo eso. Ni promesas ni regalos.

– Creí que pensabas abandonarme otra vez.

– Yo nunca te abandoné. Abandoné a Harriet. No sabía ni que existieras. Tal vez, de haberlo sabido, las cosas habrían sido diferentes.

Puse nuevos cubitos en el paño, pero ya tenía el ojo casi cerrado por la inflamación.

Empezábamos a calmarnos. Nos sentamos a la mesa de la cocina. Me dolía toda la cara. Extendí la mano y la posé sobre la de Louise.

– No voy a arrebatarte nada. Esta isla es tuya. Si no quieres que Agnes venga con sus chicas y que viva aquí mientras encuentran otro hogar, puedes dar por supuesto que les diré que no es posible.

– Siento haberte hecho tanto daño. Pero hace un rato, yo tenía el mismo aspecto, sólo que por dentro.

– Bueno, vamos a dormir -propuse-. Mañana mis moretones serán perfectos.

Me levanté y me fui a mi habitación. Oí a Louise cerrar la puerta tras de sí.

Habíamos estado muy cerca del ojo del huracán. Pasó a nuestro lado, pero no llegó a envolvernos del todo.

«Aquí está sucediendo algo», me dije casi animado. «Nada definitivo, pero aun así… Vamos camino de algo nuevo y desconocido.»

Los días de diciembre se presentaron nublados y plúmbeos. El 12, anoté en mi diario que estuvo nevando un rato por la tarde, una nevada leve y escasa que no tardó en cesar. Las nubes pendían inquietas en el cielo.

Las heridas y los moretones de la cara me dolían y sanaban muy despacio. Jansson me observó estupefacto la mañana siguiente a la pelea, cuando lo recibí en el embarcadero. Louise bajó a saludarlo. Y le sonrió. Yo intenté sonreír también, pero sin éxito. Jansson no pudo contenerse y preguntó por lo ocurrido.

– Un meteoro -le dije-. Una piedra que cayó del cielo.

Louise seguía sonriendo. Pero Jansson no volvió a preguntar.

Le escribí a Agnes una carta en la que la invitaba a venir a conocer a mi hija. Me contestó pocos días después diciéndome que todavía era demasiado pronto. Tampoco había decidido aún si aceptar o no mi oferta. Sabía que no podía dejar que pasara mucho tiempo, pero seguía sin estar segura. Comprendí que continuaba ofendida y decepcionada.

Pero creo que también sentí cierto alivio al saber que no vendría, pues seguía sin confiar en que Louise no estallase en un nuevo ataque.

Recorríamos juntos la isla todos los días en compañía del perro. Yo escuchaba mi corazón. Me había acostumbrado a tomarme la tensión a diario, un día en estado de reposo, otro no.

Pero mi corazón latía tranquilo dentro de las costillas. Como un caminante apacible, mi más fiel compañero de viaje al que no había prestado mucha atención a lo largo de mi vida. Paseaba por la isla, hacía equilibrio por las resbaladizas rocas, me detenía de vez en cuando y observaba el horizonte. Si me mudaba de aquella isla, lo que más echaría en falta serían el horizonte y las rocas. Este mar interior que, poco a poco, se transformaba en una ciénaga, no siempre despedía un olor agradable. Era un mar poco aseado que olía agrio como la resaca. En cambio el horizonte era limpio, como las rocas.

Cuando daba mis paseos diarios con las botas recortadas, era como si llevase el corazón en la mano. Aunque todas mis constantes estuviesen bien, a veces me sobrevenía el pánico. «Voy a morir ahora mismo, dentro de unos segundos se me parará el corazón. Todo habrá pasado; la muerte me asestó su golpe de gracia sin que yo estuviese preparado.»

Pensé que debería hablar con Louise de mi temor. Pero no le dije nada.

Se acercaba el solsticio de invierno. Un día, Louise se sentó en mi silla, en medio de la cocina, y me pidió que le sostuviese un espejo. Cortó su larga melena con las tijeras de la cocina, se tiñó el resto de rojo y, al cabo de unas horas, al contemplar el resultado, rió satisfecha.

Ahora se apreciaba mejor su rostro. Era como un seto que hubiesen limpiado de malas hierbas.

Al día siguiente, me tocó a mí el turno. Yo había intentado oponerme, pero su tozudez me venció. Así que me senté en la silla de la cocina mientras ella me cortaba el pelo. Notaba sus dedos ligeros en torno las gruesas tijeras. Me dijo que estaba perdiendo pelo por la coronilla y que, además, me quedaría bien el bigote.

– Me encanta tenerte aquí -le dije-. En cierto modo, todo es más evidente ahora. Antes, cuando observaba mi rostro en un espejo, nunca estaba seguro de lo que veía. Ahora sé que me veo a mí, no una cara transitoria que atisbo de pasada.

Louise no respondió. Pero noté que le caía una lágrima en la mejilla. Mi hija estaba llorando. Y yo también empecé a llorar. Ella no dejaba de cortarme el pelo. Ambos lloramos en silencio, ella detrás de la silla con las tijeras en la mano, yo con mi toalla sobre los hombros. Nunca nos dijimos nada al respecto después, tal vez porque nos sentíamos avergonzados, o porque no era necesario.

Ésa es una herencia que compartimos mi hija y yo. Ninguno de los dos hablamos sin motivo. Ambos somos bastante callados.

La gente de las islas no suele ser escandalosa ni usar muchas palabras. El horizonte siempre es demasiado grande para expresarlo en palabras.

Un día, Louise le puso a Carra un lazo rojo en el cuello. El animal no pareció apreciar el detalle, pero tampoco intentó quitárselo.

La noche víspera del solsticio de invierno, me senté un rato en la cocina a hojear mi diario. Después anoté:

«El mar está en calma, no hay viento, un grado bajo cero. Carra lleva un lazo rojo, la relación entre Louise y yo es ya íntima».

Pensé en Harriet. Sentí que la tenía justo a mi lado, a mi espalda, leyendo lo que acababa de escribir.

4

Louise y yo decidimos celebrar el hecho de que, a partir de entonces, los días empezarían a ser más largos. Louise prepararía la comida. Por la tarde, me tomé las medicinas y me tumbé a descansar en el sofá de la cocina.

Había pasado medio año desde que estuvimos sentados en el jardín, celebrando la fiesta en la penumbra de la noche estival. Esa noche del solsticio de invierno, Harriet no nos acompañaría. Tomé conciencia de repente de que la añoraba como no lo había hecho jamás. Aunque estaba muerta, la notaba más cerca que nunca. ¿Por qué iba a dejar de echarla en falta sólo porque estuviese muerta?

Me quedé tumbado en el sofá y dejé pasar un buen rato hasta que me obligué a mí mismo a levantarme para afeitarme y cambiarme de ropa. Me puse un traje que no usaba casi nunca. Con mano inexperta, me hice el nudo de la corbata. El rostro que me devolvía el espejo me llenó de temor. Me había hecho viejo. Le hice un mohín y bajé a la cocina. Ya caía el ocaso que precedería a la noche más larga del año. El termómetro indicaba dos grados bajo cero. Fui a buscar una manta y me senté en el banco, bajo el manzano. El aire era fresco, gélido, inusitadamente salado. En la distancia, los gritos de las aves, cada vez más dispersos, más escasos.

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