Henning Mankell - Zapatos italianos

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Fredrik Wellin, médico retirado, vive solo en una isla cercana a la costa sueca, hasta que la llegada de un antiguo amor al que abandonó en el pasado irrumpe en su monótono pero buscado aislamiento. Se trata de Harriet, quien gravemente enferma ha venido a pedirle que cumpla la antigua promesa de juventud de llevarla a una laguna al norte del país. Harriet trae consigo a Louise, una hija de ambos, de cuya existencia nada sabía. Obligado, ahora, a asistir al lento final de Harriet y a crear unos vínculos paterno-filiales con quien, en realidad, es una desconocida, Fredrik iniciará un viaje hacia su propio dolor. Los errores del pasado sepultados en la soledad de la isla reavivan sus remordimientos. Entre ellos, el terrible secreto que lo alejó de la profesión y por el que decidió huir del mundo.

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Hans Lundman venía en el gran crucero de la guardia costera. Sus potentes motores se oían desde lejos. Cuando el barco asomó por la bocana de la bahía, me levanté del banco. Hans fondeó sólo por la proa, pues las aguas eran poco profundas junto al embarcadero. Agnes salió de la cabina de mandos con una mochila colgada al hombro. Hans llevaba el uniforme. Se inclinó apoyando las manos sobre la falca.

– ¡Gracias! -le grité.

– Tenía que pasar por aquí de todos modos. Vamos a Gotland a buscar un velero sin capitán.

Nos quedamos viendo cómo retrocedía la gran embarcación. El cabello de Agnes se agitaba al viento. Sentí un deseo casi irrefrenable de besarla.

– Esto es muy hermoso -comentó-. He intentado imaginarme tu isla muchas veces. Pero veo que mis figuraciones eran erróneas.

– ¿Qué veías en tu imaginación?

– La fronda. Pero no los acantilados de cara al mar abierto.

El perro se nos acercó y Agnes me miró inquisitiva.

– ¿No decías que tu perro había muerto?

– Me dieron otro. Una policía. Es una larga historia. Se llama Carra.

Emprendimos la subida hacia la casa. Yo quise llevarle la mochila, pero ella se negó. Cuando entramos en la cocina, lo primero que vio fue la espada y la maleta de Sima. Agnes se sentó en una silla.

– ¿Fue aquí donde ocurrió? Quiero que me lo cuentes todo. Inmediatamente. Ahora mismo.

Le fui dando cuenta de todos los detalles, tan desagradables que jamás se borrarían de mi memoria. Hasta que se le empañaron los ojos. Mi descripción resultó más bien un discurso fúnebre, no las observaciones clínicas de un suicidio que culminó en la cama de un hospital. Cuando terminé, Agnes no me hizo ninguna pregunta. Simplemente, revisó el contenido de la maleta.

– ¿Por qué lo hizo? -pregunté-. Algo debió de ocurrir para que viniese aquí. Jamás imaginé que intentaría quitarse la vida.

– Tal vez porque aquí encontró cierta seguridad. Algo inesperado para ella.

– ¿Seguridad? ¡Pero si se suicidó!

– Quizás esas situaciones sean tan desesperadas, que se precisan unas condiciones de tranquilidad para dar el último paso hacia la muerte. Quién sabe si no encontró esas condiciones aquí, en tu casa. Ella intentaba quitarse la vida de verdad. Sima no quería vivir. El que se hiciera los cortes no suponía un grito de socorro. Se los hizo para no tener que seguir oyendo el eco de sus propios gritos dentro de sí.

Le pregunté cuánto pensaba quedarse. Y ella me preguntó si podía quedarse hasta el día siguiente. Le mostré la cama en la habitación de las hormigas. Y se echó a reír. Por supuesto, me dijo, podía dormir allí sin problemas. Le dije que había pollo para cenar. Agnes fue al cuarto de baño y, cuando volvió, se había cambiado de ropa y se había recogido el pelo.

Me pidió que le mostrase la isla. Carra nos seguía. Le hablé del día que la vimos corriendo detrás del coche y cómo después nos guió hasta el cadáver de Sara Larsson. Noté que le molestaba mi charla. Quería disfrutar de lo que veía. Hacía un frío día otoñal, la fina alfombra de brezo se encogía al viento. El mar tenía un color plúmbeo y las rocas estaban cubiertas de olorosas algas. Algún que otro pájaro alzaba el vuelo desde las grietas y se dejaba llevar por las corrientes de aire que solían formarse frente a los acantilados. Llegamos hasta Norrudden, desde donde sólo se ven los atolones de Sillhällarna, los cuales apenas si dejan ver sus cimas sobre la superficie del agua, antes de que el mar abierto tome el relevo. Yo me quedaba un poco rezagado, observándola. Parecía emocionada ante lo que veía. Después, se volvió hacia mí y gritó:

– Hay algo que no te perdonaré jamás. Que ya no puedo aplaudir. Es uno de los derechos humanos, poder alegrarse por dentro y después poder expresarlo entrechocando las palmas de las manos.

Ni que decir tiene que no había nada que yo pudiese responder. Y ella lo sabía. Vino hacia mí, dándole la espalda al viento.

– Ya lo hacía de niña.

– ¿El qué?

– Aplaudía cada vez que salía al campo y veía algo hermoso. ¿Por qué habríamos de aplaudir sólo cuando vamos a un concierto o cuando alguien pronuncia un discurso? ¿Por qué no va uno a aplaudir aquí, en medio de un acantilado? Yo creo que no he visto nunca nada más hermoso que esto. Te envidio por vivir aquí.

– Yo puedo aplaudir por ti -le propuse.

Agnes asintió y me condujo hasta la roca más alta y saliente. Mientras ella gritaba ¡bravo!, yo aplaudía. Fue una experiencia extraordinaria.

Proseguimos nuestro paseo hasta que llegamos a la caravana, en la parte trasera de la casa.

– No hay ningún coche, ni tampoco ninguna carretera, pero sí una caravana -observó-. Y un par de preciosos zapatos de tacón de color rojo.

La puerta estaba abierta y fija con un trozo de madera que yo le había puesto para que no diese golpes con el viento. Los zapatos relucían en la entrada. Nos sentamos en el banco, al abrigo de la brisa. Y le hablé de mi hija y de la muerte de Harriet. Pero evité contarle mi traición. De repente, me di cuenta de que no me escuchaba. Su mente estaba ocupada en otro asunto y comprendí que existía una razón concreta para su presencia en mi isla. No sólo quería ver mi cocina y recuperar la espada y la maleta.

– Hace frío -observó-. Es posible que los mancos seamos más sensibles que los demás al frío. La sangre se ve obligada a tomar otros caminos.

Entramos y nos sentamos en la cocina. Encendí unas velas que coloqué sobre la mesa. Ya empezaba a atardecer.

– Van a quitarme la casa -confesó de pronto-. La tengo alquilada, pues nunca pude permitirme comprarla. Ahora los propietarios piensan quitármela. Sin la casa, no me es posible continuar. Claro que puedo encontrar trabajo en alguna institución estatal. Pero no es eso lo que yo quiero.

– ¿Quiénes son los propietarios?

– Dos hermanas millonarias que viven en Lausana. Se han agenciado una fortuna vendiendo falsos productos de salud. Al final, siempre terminan por verse obligadas a dejar de hacerles publicidad, porque sólo contienen un polvo sin propiedad alguna, mezclado con vitaminas. Pero enseguida vuelven a la carga con nuevos nombres y otros envases. La casa pertenecía a su hermano, que falleció sin más herederos que las hermanas. Y ahora quieren quitarme la casa puesto que los habitantes del pueblo se han quejado de mis muchachas. Y con la casa, me quitan también a las chicas. Vivimos en un país donde la gente pretende que aquellos que son diferentes vivan aislados en el bosque, o quizás en una isla como ésta. Sentía que necesitaba alejarme un tiempo para reflexionar. Tal vez para pasar mi luto. O tal vez para soñar que tenía dinero para comprar la casa. Pero no lo tengo.

– Si yo pudiera, la compraría.

– No he venido a pedirte nada semejante. -Se levantó de la mesa-. Voy a salir un rato -dijo-. Daré una vuelta por la isla antes de que anochezca.

– Llévate al perro -le propuse-. Si la llamas, se irá contigo. Es una buena compañera de viaje. Y no ladra nunca. Mientras, prepararé la cena.

Me quedé en la puerta mientras ella y el perro desaparecían por las rocas. Carra se volvió varias veces para ver si la llamaba. Comencé a preparar la comida al tiempo que imaginaba que besaba a Agnes.

De pronto caí en la cuenta de que hacía muchos años que no soñaba despierto. Había soñado despierto con la misma escasa frecuencia con que me había ejercitado en la vida erótica.

Agnes parecía menos abatida cuando regresó.

– He de confesar -dijo aun antes de quitarse el chaquetón y sentarse a la mesa-, he de confesar que no he podido resistir la tentación de probarme los zapatos rojos de tu hija. Me quedan como un guante.

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