Kathy Reichs - Informe Brennan

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La antropóloga forense Temperance Brennan es una de las primeras personas en acudir al monte donde acaba de estrellarse un pequeño avión de pasajeros. Casi todos ellos eran estudiantes que formaban parte de un equipo de béisbol, y entre las víctimas también podría encontrarse Katy, la hija de Tempe.
Asustada la doctora decide investigar los motivos de la tragedia y, a partir de ese momento, se verá envuelta en una conspiración dirigida a entorpecer por todos los medios su trabajo y acabar con su vida.

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Al imaginarme el aparcamiento vacío y la carretera desierta, marqué el número de Ryan.

Otra imagen. Ryan, boca abajo en un camino helado. Yo le había pedido ayuda aquella vez en Quebec. Y le habían disparado.

Ryan no tiene jurisdicción aquí, Brennan. Y ninguna responsabilidad personal.

En lugar de pulsar el botón de «enviar», opté por el de borrar el mensaje.

Mis pensamientos rebotaban como la pelota de metal de una máquina de millón.

Debía avisar a alguien de mi paradero. Alguien a quien no pusiera en peligro.

Domingo por la noche. Llamé a mi antiguo número.

– ¿Diga?

Una voz de mujer, tierna como una gata que ronronea en tu regazo.

– ¿Está Pete?

– Está en la ducha.

Oí claramente el sonido de unas campanillas movidas por el viento. Unas campanillas que yo misma había colgado hacía años fuera de la ventana de mi dormitorio.

– ¿Quiere que le diga algo?

Colgué.

– A la mierda -murmuré-. Ya cuidaré yo de mí misma.

Me colgué el ordenador y el bolso en un hombro, aferré el escalpelo con una mano y preparé las llaves del coche con la otra. Luego abrí unos centímetros la puerta y eché un vistazo al exterior.

Mi Mazda estaba solo con los exiliados carros de bomberos provistos de escaleras de incendio. En la creciente penumbra el pequeño coche parecía un jabalí enfrentado a una manada de hipopótamos.

Respiré profundamente.

Eché a andar con pasos rápidos.

Al llegar al coche, abrí la puerta, me lancé detrás del volante, bajé los seguros, encendí el motor y me largué de allí a toda pastilla.

Después de recorrer un par de kilómetros empecé a tranquilizarme y una sensación de ira desenfrenada se filtró a través del miedo. La volví hacia mí.

Por todos los diablos, Tempe, eres igual que una heroína de una película de serie B. Un chiflado te llama por teléfono y comienzas a pedir a gritos la ayuda de un hombre grande y fuerte.

Al ver en el arcén una señal de precaución por la presencia de ciervos en la carretera eché un vistazo al cuentakilómetros. Casi cien kilómetros por hora. Reduje la velocidad y continué con la reprimenda.

Nadie ha saltado desde detrás del edificio o te ha cogido por el tobillo desde debajo del coche.

Cierto. Pero el fax no lo había enviado un chiflado. Quienquiera que enviara esa lista sabía perfectamente que sería yo quien lo recibiría. Sabía que estaba sola en el depósito.

Mientras conducía a través de Bryson City no dejaba de mirar por el retrovisor. Ahora los adornos de la celebración de Halloween tenían un aspecto más amenazador que festivo, los esqueletos y lápidas parecían macabros recordatorios de los espantosos acontecimientos que habían tenido lugar muy cerca de aquí. Aferré el volante con fuerza, preguntándome si las almas de mis muertos reducidos a esqueletos vagaban por el mundo en busca de justicia.

Preguntándome si sus asesinos vagaban por el mundo buscándome a mí.

Al llegar a High Ridge House apagué el motor y volví la vista hacia la carretera que acababa de ascender. No se veían faros que subieran la montaña.

Envolví el escalpelo en un pañuelo de papel y lo guardé en un bolsillo de la chaqueta para devolverlo al depósito. Luego recogí mis cosas y me dirigí al porche.

La casa estaba silenciosa como una iglesia en jueves. El salón y la cocina estaban desiertos y no me crucé con nadie de camino a la segunda planta. Detrás de las puertas de las habitaciones que ocupaban McMahon y Ryan no se oían ronquidos ni crujidos de las tablas del suelo.

Acababa de quitarme la chaqueta cuando un suave golpe en la puerta me hizo dar un brinco.

– ¿Sí?

– Soy Ruby.

Su rostro estaba tenso y pálido, el pelo más brillante que una página de Vogue.

Cuando abrí la puerta me entregó un sobre.

– Hoy llegó esto para usted.

Eché un vistazo al remitente. Departamento de Antropología, Universidad de Tennessee.

– Gracias.

Empecé a cerrar la puerta pero ella alzó una mano.

– Hay algo que debe saber. Algo que debo decirle.

– Estoy muy cansada, Ruby.

– No fue un ladrón quien estuvo en su habitación. Fue Eli.

– ¿Su sobrino?

– Eli no es mi sobrino.

Hizo una pausa.

– El Evangelio de san Mateo dice que aquel que abandonase a su esposa…

– ¿Por qué querría Eli registrar mis cosas?

No estaba de ánimo para soportar un discurso religioso.

– Mi esposo me abandonó por otra mujer. Ella y Enoch tuvieron un hijo.

– ¿Eli?

Ruby asintió.

– Deseé que les pasaran cosas horribles. Deseé que se quemaran en el fuego del infierno. Pensé, si tu ojo te ofende, arráncalo. Y los arranqué de mi vida.

Oí los ladridos apagados de Boyd.

– Cuando Enoch murió, Dios tocó mi corazón. No juzgues y no serás juzgado; no condenes y no serás condenado; perdona y serás perdonado. -Suspiró profundamente-. La madre de Eli murió hace seis años. El chico no tenía a nadie en el mundo de modo que me hice cargo de él.

Bajó la mirada y luego sus ojos volvieron a mí.

– Los enemigos de un hombre serán los de su propia familia. Eli me odia. Le divierte atormentarme. Sabe que estoy orgullosa de esta casa. Sabe que usted me cae bien. Sólo quería atacarme a mí.

– Tal vez sólo quiere que le presten atención.

Échele un vistazo al chico, pensé, pero no lo dije.

– Tal vez.

– Estoy segura de que se le pasará con el tiempo. Y no se preocupe por mis cosas. No se llevó nada. -Cambié de tema-. ¿Hay alguien más en la casa?

Sacudió la cabeza.

– Creo que el señor McMahon se marchó a Charlotte. No he visto al señor Ryan en todo el día. Todos los demás huéspedes ya se han marchado.

Boyd volvió a ladrar.

– ¿La ha molestado Boyd?

– Ese perro ha estado intranquilo hoy. Necesita ejercicio. -Se alisó la falda-. Me voy a la iglesia. ¿Quiere que le suba la cena antes de marcharme?

– Por favor.

El cerdo asado y el pastel de boniato de Ruby tuvieron un efecto sedante. Mientras comía, el pánico que me había lanzado a toda velocidad a través de la penumbra del crepúsculo había dado paso a una soledad deprimente.

Recordé a la mujer en el teléfono de Pete, me pregunté por qué el hecho de escuchar aquella voz había sido como una patada en el estómago. Puedo reconocer la somnolencia post coito cuando la oigo, ¿y qué? Pete y yo éramos adultos. Yo le había dejado. Era libre para ver a quien le apeteciera.

No condenes y él te acunará.

Me pregunté qué sentía realmente por Ryan. Sabía que era un cabrón, pero al menos era un cabrón atractivo y simpático, aunque podría prescindir de su afición por el tabaco. Era inteligente. Era divertido. Era terriblemente guapo, pero absolutamente inconsciente del efecto que causaba en las mujeres. Y le preocupaba la gente.

Mucha gente.

Como Danielle.

¿Entonces por qué había sido el de Ryan uno de los primeros números que había marcado? ¿Era sólo porque se encontraba cerca, o era algo más que un colega, una persona en la que yo pensaría para que me protegiese o me confortase?

Recordé a Primrose y los remordimientos volvieron a aplastarme. Había implicado a mi amiga en la investigación y ahora estaba muerta. Yo había hecho que la asesinaran. La culpa era terrible y estaba segura de que me acompañaría el resto de mi vida.

Basta. Lee la carta que te trajo Ruby. Te darán las gracias por la conferencia y dirán que fue magnífica.

Así fue. El sobre también contenía una copia del boletín interno editado por los estudiantes con una fotografía en la que aparecíamos Simon Midkiff y yo. Decir que parecía tensa sería como decir que Olive Oyle era delgada.

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