– ¿Y los depósitos de humo permanecerían en la botella?
– Sí. A menos que la botella estuviese sometida a un fuego muy intenso y sostenido, y no fue el caso, al contrario de lo que sucedió en el interior del equipaje.
El dedo se movió.
– ¿Las marcas de fatiga del metal también perduraron?
– Para fundir el acero se necesitan temperaturas de 850 °C o más elevadas. Las marcas típicas que señalan la fatiga del metal generalmente superan un fuego de la intensidad que estoy describiendo.
Señaló a un periodista del Charlotte Observer.
– ¿Los pasajeros pudieron darse cuenta de lo que estaba sucediendo?
– Los que se encontraban sentados en una zona próxima al punto de ignición debieron sentir el impacto. Todos los demás seguramente oyeron la explosión.
– ¿Qué me dice del humo?
– El humo debió extenderse a la cabina de los pasajeros a través del sistema de calefacción y aire acondicionado.
– ¿Los pasajeros estuvieron conscientes todo el tiempo?
– El tipo de combustión que acabo de describir puede producir gases nocivos que afectan rápidamente a las personas.
– ¿Cuan rápidamente?
– Tal vez unos noventa segundos.
– ¿Podrían haber alcanzado esos gases el compartimento de los pasajeros?
– Sí.
– ¿Se han encontrado rastros de humo o gases tóxicos en las víctimas del accidente?
– Sí. En breve el doctor Tyrell hará una declaración.
– Con tanto humo, ¿cómo puede estar seguro acerca de la fuente de los depósitos en la botella de ron?
El que había preguntado parecía tener dieciséis años.
– Se recuperaron fragmentos de la pipa de Lindenbaum y se realizaron estudios de referencia empleando hebras de tabaco sin quemar adheridas al interior del hornillo. Los depósitos encontrados en la botella eran los residuos de la combustión de ese tabaco.
– ¿Cómo es posible que haya habido una fuga de combustible?
Alguien gritó la pregunta desde el fondo de la sala.
– Cuando se produjo el incendio en la cabina de carga, el impacto del fuego sólo afectó a un segmento de la tubería de combustible. Esto arrancó la pared de la tubería o indujo una tensión que abrió muy levemente la pequeña grieta.
Jackson cedió la palabra a un periodista que se parecía a Dick Cavett [18]y hablaba como él.
– ¿Nos está diciendo que el fuego inicial no provocó directamente la explosión?
– Así es.
– ¿Qué causó la explosión? -insistió.
– Un fallo eléctrico. Ésa es la secuencia de la segunda ignición.
– ¿Hasta dónde puede estar seguro de eso?
– Puedo estar razonablemente seguro. Cuando la electricidad produce una explosión, la energía eléctrica no se pierde, debe ir a tierra. En el mismo segmento de la tubería de combustible se han podido identificar daños provocados por esa descarga eléctrica a tierra. Un daño de esa naturaleza puede verse normalmente en elementos de cobre y casi nunca en piezas de acero.
– No puedo creer que el fuego originado en la bolsa de lona no haya provocado la explosión. -Cavett no hizo nada por disimular su escepticismo-. ¿No habría sido eso lo normal?
– Su pregunta tiene sentido. Eso fue lo que pensamos al principio, pero verá, los gases aún no se han mezclado suficientemente con el aire a una distancia tan corta del foco de emisión. Los gases deben mezclarse antes de que se pueda producir la ignición, pero cuando lo hace, la explosión es terrible.
Otra mano.
– ¿El análisis fue realizado por especialistas en incendios y explosiones?
– Así es. Incluso se trajeron expertos de fuera.
Otro periodista se puso de pie.
Ochenta y ocho personas habían perdido la vida porque un hombre estaba preocupado por la posibilidad de perder su plaza en el avión. Todo había sido un trágico error.
Miré mi reloj. Crowe me estaría esperando.
Me marché de la sala sintiéndome atontada. Me esperaban otras víctimas cuyas muertes no habían sido consecuencia de un simple descuido.
Los camiones frigoríficos habían abandonado los terrenos del Departamento de Bomberos de Alarka. En el aparcamiento sólo quedaban las máquinas reemplazadas por la compañía y los vehículos de mis ayudantes. Un ayudante del sheriff estaba de guardia en la entrada.
Cuando llegué Crowe ya estaba allí. Al verme, bajó del coche patrulla, recogió un pequeño estuche de cuero y esperó. El cielo estaba gris y un viento frío soplaba a través del desfiladero. Las rachas jugaban con el ala del sombrero, alterando sutilmente su forma alrededor del rostro.
Me reuní con ella y juntas entramos en lo que ahora era un depósito provisional diferente. Stan y Maggie estaban trabajando en mesas de autopsia, ordenaban grupos de huesos donde hasta hacía poco habían yacido las víctimas del desastre aéreo. En cuatro mesas había cajas de cartón cerradas.
Saludé a los miembros de mi equipo y me dirigí rápidamente al espacio que utilizaba como oficina. Mientras me cambiaba la chaqueta por una bata de laboratorio, Crowe se sentó en la silla que había al otro lado del escritorio, abrió el estuche de cuero y sacó varias carpetas.
– Nada en mil novecientos setenta y nueve. Todos los parlamentarios fueron investigados. Pero encontramos dos en mil novecientos setenta y dos.
Abrió la primera carpeta.
– Mary Francis Rafferty, blanca, ochenta y un años. Vivía sola en Dillsboro. Su hija la llamaba o la visitaba todos los sábados. Una semana Rafferty abandonó su casa. Nunca volvieron a verla. Supusieron que se perdió y murió a la intemperie.
– ¿Cuántas veces hemos oído esas mismas palabras?
Pasó a la siguiente carpeta.
– Sarah Ellen Deaver, blanca, diecinueve años. Salió de su casa para acudir al trabajo en una tienda de comestibles en la autopista 74. Nunca llegó allí.
– Dudo de que Deaver se encuentre entre las víctimas. ¿Alguna noticia de Tommy Albright?
– La identificación de George Adair es positiva -confirmó Crowe.
– ¿Dentadura? -pregunté.
– Sí. -Pausa-. ¿Sabe que al cadáver de la sepultura del primer nicho le faltaba el pie izquierdo?
– Albright me llamó.
– La hija de Jeremiah Mitchell creyó reconocer algunas de sus ropas. Hemos conseguido una muestra de sangre de su hermana.
– Albright me pidió que cortase algunas muestras de huesos. Tyrell me prometió que las enviaría en seguida. ¿Ha comprobado las otras fechas?
– La familia de Albert Odell me dio el nombre de su dentista.
– ¿Es el cultivador de manzanas? -pregunté.
– Odell es el único parlamentario del ochenta y seis.
– Muchos dentistas no conservan los archivos después de diez años.
– El doctor Welch no parecía ser el tío más listo del mundo. Esta tarde le haré una visita en Lauada para ver qué es lo que tiene.
– ¿Qué me dice de los otros?
Sabía cuál sería su respuesta incluso cuando estaba formulando la pregunta.
– Con los otros será más complicado. Han pasado más de cincuenta años en los casos de Adams y Farrell y más de cuarenta en el caso de Tramper.
Sacó otras tres carpetas del sobre de cuero y las dejó sobre mi escritorio.
– Aquí está todo lo que he conseguido encontrar. -Se levantó-. Le haré saber lo que averigüe con ese dentista.
Cuando se marchó pasé algunos minutos examinando las carpetas que me había dejado. La que correspondía a Tucker Adams sólo contenía los recortes de prensa que ya había leído.
El archivo de Edna Farrell era un poco mejor e incluía notas manuscritas tomadas en la época de su desaparición. Había una declaración hecha por Sandra Jane Farrell en la que ofrecía un relato de los últimos días de Edna y una detallada descripción física de su madre. Cuando era joven Edna se había caído de un caballo y Sandra describía el rostro de su madre como «asimétrico».
Читать дальше