Kathy Reichs - Informe Brennan

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La antropóloga forense Temperance Brennan es una de las primeras personas en acudir al monte donde acaba de estrellarse un pequeño avión de pasajeros. Casi todos ellos eran estudiantes que formaban parte de un equipo de béisbol, y entre las víctimas también podría encontrarse Katy, la hija de Tempe.
Asustada la doctora decide investigar los motivos de la tragedia y, a partir de ese momento, se verá envuelta en una conspiración dirigida a entorpecer por todos los medios su trabajo y acabar con su vida.

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– Hoy. ¿Cómo te fueron las cosas en Indiana?

– Los investigadores locales de incendios premeditados eran tan sofisticados como los gemelos Bobbsey [15]. Pero el verdadero problema fue el tasador del seguro de responsabilidad civil que representaba al constructor. Su cliente estaba trabajando en la reparación de un techo con un soplete oxiacetilénico exactamente en el lugar donde se inició el fuego.

Limpió la boca de la botella con la mano y bebió un trago.

– Ese cabrón conocía perfectamente la causa y el origen. Nosotros conocíamos la causa y el origen. Él sabía que nosotros lo sabíamos, pero su postura oficial fue que necesitaban una investigación adicional.

– ¿Llegarán a los tribunales?

– Depende de la oferta que hagan. -Volvió a darle un poco de cerveza a Boyd-. Pero no estuvo mal tomarme un respiro del aliento de este chow-chow.

– Adoras a ese perro.

– No tanto como a ti. -Me obsequió con su sonrisa preferida.

– Hmmm.

– ¿Algún progreso con tus problemas con el DMORT?

– Tal vez.

Pete echó un vistazo al reloj.

– Quiero saber toda la historia, pero ahora tengo prisa.

Acabó la botella y se puso de pie. Boyd hizo lo mismo.

– Creo que me iré con el perro.

Observé cuando se marchaban, Boyd bailaba alrededor de las piernas de Pete. Cuando me volví, Birdie estaba atisbando desde el pasillo, con las patas colocadas para una rápida retirada.

«Al fin me libré de él», fue lo que dije. Pero me sentía ofendida. El jodido chucho no se había vuelto ni una sola vez.

Birdie y yo estábamos viendo El sueño eterno cuando volvieron a llamar a la puerta. Yo llevaba una camiseta, bragas y mi vieja bata de franela. Birdie estaba en mi regazo.

Ryan estaba en la escalera de entrada, el rostro ceniciento por la luz del porche. Evité repetir la pregunta habitual. Pronto me diría qué era lo que le había traído a Charlotte.

– ¿Cómo sabías que estaba aquí?

Ryan ignoró la pregunta.

– ¿Pasando la velada sola?

Hice un gesto con la cabeza.

– Bacall y Bogart están en el estudio.

Abrí la puerta, igual que lo había hecho con Pete, y Ryan fue derecho a la cocina. Olía a sudor y a humo de cigarrillo y supuse que había conducido desde el condado de Swain.

– ¿Crees que les molestará si me uno al grupo?

Aunque sus palabras eran despreocupadas, la expresión de su rostro me decía que en su corazón pasaban otras cosas.

– Son personas flexibles.

Me siguió al estudio y nos sentamos en los extremos opuestos del sofá. Apagué el televisor.

– Han identificado a Bertrand.

Esperé.

– Principalmente restos dentales. Y algunos otros… -La nuez de Adán subió y bajó-… fragmentos.

– ¿Petricelli?

Sacudió la cabeza con un gesto breve y tenso.

– Estaban sentados en el lugar donde se produjo la explosión, de modo que Petricelli puede ser aire en este momento. Lo que quedaba de Bertrand fue hallado dos valles más allá del lugar del accidente. -Su voz temblaba ligeramente-. Incrustado en un árbol.

– ¿Tyrell ha entregado el cuerpo?

– Esta mañana. Lo llevaré a Montreal el domingo.

Quería rodearle el cuello con mis brazos, apretar mi mejilla contra su pecho y acariciarle el pelo. Pero no me moví.

– La familia quiere una ceremonia civil, de modo que la SQ organizará un funeral el miércoles.

No lo dudé un segundo.

– Iré contigo.

– Eso no es necesario.

Ryan seguía abriendo y cerrando una mano sobre la otra. Sus nudillos tenían un aspecto duro y blanco, como si fuese una fila de guijarros.

– Jean también era amigo mío.

– Es un viaje muy largo.

Sus ojos estaban brillantes. Parpadeó un par de veces, se inclinó hacia atrás y se frotó la cara con las manos.

– ¿Te gustaría que fuese contigo?

– ¿Qué hay de todo ese rollo con Tyrell? Le conté acerca del fragmento de diente pero nada más.

– ¿Cuánto tiempo llevará hacer el perfil de ADN?

– Cuatro o cinco días. De modo que no hay ninguna razón para quedarme aquí. ¿Quieres que vaya?

Me miró y se formó una arruga en la esquina de su boca.

– Tengo la sensación de que lo harás de todos modos.

Ryan había reservado una habitación en el hotel Adams Mark, cerca del distrito residencial, ya que sabía que tendría que pasar los dos días siguientes ultimando los detalles para el transporte del ataúd con los restos de Bertrand y reuniéndose con McMahon en el cuartel general del FBI. O quizá tenía otras razones. No pregunté.

Al día siguiente investigué los nombres que figuraban en la lista de H amp;F y sólo aprendí una cosa. Fuera del laboratorio, mis habilidades para la investigación son limitadas.

Alentada por mi éxito en Bryson City, pasé una mañana en la biblioteca examinando ejemplares atrasados del Charlotte Observer. Aunque había sido un funcionario público bastante mediocre, el senador estatal Pat Veckhoff había sido un ciudadano modelo. Aparte de eso, descubrí muy poca cosa.

En Internet había escasas referencias a la poesía de Kendall Rollins, el poeta que había mencionado la señora Veckhoff. Eso era todo. Davis. Payne. Birkby. Warren. Eran apellidos comunes que llevaban a laberintos de información absolutamente inútil. En las Páginas Amarillas de Charlotte había docenas de cada uno de ellos.

Aquella noche invité a Ryan a cenar al Selwyn Pub. Parecía reservado y preocupado. No lo atosigué.

El domingo por la tarde, Birdie fue a casa de Pete, y Ryan y yo volamos a Montreal. Lo que quedaba de Jean Bertrand viajaba debajo de nosotros en un ataúd de metal brillante.

En el aeropuerto Dorval nos recibió un encargado de la funeraria, dos ayudantes y cuatro oficiales uniformados de la Süreté de Quebec. Juntos escoltamos el cuerpo hasta la ciudad.

Octubre puede ser un mes espléndido en Montreal, con las agujas de las iglesias y los rascacielos perforando un cielo azul, con las montañas brillando intensamente en el fondo. O puede ser gris y desapacible, con lluvia, aguanieve e incluso nieve.

Ese domingo la temperatura flirteaba con el frío y las nubes, pesadas y oscuras, pendían sobre la ciudad. Los árboles tenían un aspecto negro y desolado, los prados y los paseos estaban cubiertos de una capa blanca. Los arbustos envueltos en arpillera montaban guardia fuera de casas y tiendas, eran momias florales protegiéndose del frío.

Pasaban de las siete cuando dejamos el ataúd con los restos de Bertrand en una funeraria en St. Lambert. Ryan y yo tomamos caminos separados, él hacia su casa en Habitat, yo a mi pequeño apartamento en Centreville.

Al llegar a casa lancé la maleta sobre la cama, encendí la calefacción, escuché los mensajes en el contestador y fui a la nevera. El contestador estaba lleno, titilando con una luz azul como si fuera época de rebajas en los almacenes Kmart. La nevera estaba vacía, paredes blancas impolutas y estantes de vidrio manchados.

LaManche. Isabelle. Cuatro vendedores. Un graduado de McGill. LaManche.

Busqué una cazadora forrada y un par de guantes de lana en el armario del vestíbulo y fui a Le Faubourg en busca de provisiones.

Para cuando hube regresado, el apartamento estaba caliente. No obstante, encendí un fuego en la chimenea, necesitaba más la sensación de bienestar que su calor. Me sentía tan deprimida como lo había estado en Carol Hall, acechada por el espectro de la misteriosa Danielle de Ryan, triste por la perspectiva de los funerales de Bertrand.

Mientras freía escalopes con judías verdes, el aguanieve comenzó a acumularse contra los cristales de las ventanas. Comí junto a la chimenea encendida, pensando en el hombre que había venido a enterrar.

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