David Baldacci - A Cualquier Precio
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– No lo sé, Brooke. Ahora mismo no resulta nada fácil leer el futuro en las hojas de té.
Reynolds se puso de pie y miró por la ventana. Las nubes densas y oscuras habían convertido el día en noche. Veía su reflejo y el de Fisher en el cristal de la ventana. Él no apartaba la vista de ella, y Reynolds dudaba que en esos momentos le interesaran su trasero y sus piernas largas o la falda negra hasta la rodilla con las medias a juego que llevaba.
Entonces percibió un sonido que no solía notar: el «ruido blanco». En los complejos gubernamentales que manejaban información confidencial las ventanas eran vías potenciales de escape de información valiosa, concretamente de información oral. Para combatir estas filtraciones, se instalaban altavoces en las ventanas para filtrar el sonido de las voces de modo que desde el exterior no se pudiera escuchar nada, ni siquiera con el equipo de vigilancia más moderno. A tal efecto, los altavoces emitían un sonido similar al de una pequeña catarata, de ahí que lo llamasen «ruido blanco». Reynolds, al igual que la mayoría de los empleados de esos edificios, había eliminado mentalmente los ruidos de fondo; era algo que ya formaba parte de su vida. Ahora lo había captado con una claridad sorprendente. ¿Se trataba de un señal para que también se percatara de otras cosas? ¿Cosas, personas a las que veía cada día y en las que no volvía a pensar, creyendo que eran lo que decían ser? Se volvió hacia Fisher.
– Gracias por tu voto de confianza, Paul.
– Tu trayectoria ha sido espectacular. Pero el sector público en ocasiones se asemeja al privado en un aspecto: se trata del síndrome de «¿qué has hecho para mí recientemente?». No quiero pintártelo todo de rosa, Brooke. Ya he comenzado a oír quejas.
Reynolds cruzó los brazos.
– Agradezco su absoluta franqueza -le dijo con hosquedad-. Si me perdona, veré qué puedo hacer por usted, agente Fisher.
Fisher se incorporó para marcharse, pasó junto a Reynolds y le rozó el hombro. Reynolds retrocedió unos pasos, todavía resentida por lo que le había dicho.
– Siempre te he apoyado y seguiré haciéndolo, Brooke. No interpretes esto como si quisiera arrojarte a las fieras. Eso no es lo que quiero. Te respeto más de lo que crees. Pero no quería que te pillaran desprevenida. No te lo mereces. He venido en son de paz.
– Me alegra saberlo, Paul -dijo Reynolds con poco entusiasmo.
Cuando Fisher llegó a la puerta, se volvió.
– Desde la OCW nos ocupamos de las relaciones con los medios de comunicación. La prensa ya ha comenzado a hacernos preguntas. Por el momento, les hemos comunicado que un agente ha muerto en una operación secreta. No les hemos facilitado otros detalles, ni siquiera su identidad. Pero la situación no durará mucho así. Cuando la presa se venga abajo, no sé si alguien se salvará.
En cuanto Fisher hubo cerrado la puerta tras de sí, Reynolds se estremeció. Tenía la impresión de estar suspendida sobre un líquido en ebullición. ¿Se trataba de uno de sus ataques paranoicos? ¿O era, más bien, una apreciación racional? Se quitó los zapatos y recorrió el despacho de un lado a otro, pisando los documentos a su paso. Se balanceó sobre la planta de los pies, intentando descargar en el suelo toda la tensión acumulada. No sirvió de nada.
19
Esa mañana el aeropuerto nacional Ronald Reagan de Washington, rebautizado hacía poco con ese nombre y conocido por los habitantes de la zona sencillamente como «aeropuerto nacional», estaba atestado. A la gente le gustaba porque estaba cerca de la ciudad y ofrecía muchos vuelos diarios, pero lo odiaban porque siempre estaba congestionado, las pistas de aterrizaje eran muy cortas y los aviones, para evitar el espacio aéreo restringido, daban unas vueltas tan cerradas que revolvían el estómago. Sin embargo, el viajero fastidiado se llevaba una sorpresa agradable al ver la nueva y reluciente terminal del aeropuerto, con la hilera de cúpulas de estilo jeffersoniano y el descomunal aparcamiento de varias plantas con pasarelas hasta la terminal.
Lee y Faith accedieron a la nueva terminal, y Lee avistó a un agente de policía que patrullaba por el pasillo. Habían dejado el coche en uno de los aparcamientos.
Faith también vio al policía a través de las «gafas» que Lee le había dado. Los cristales no tenían graduación, pero contribuían a cambiar más aún su aspecto. Le tocó el brazo a Lee.
– ¿Nervioso?
– Siempre. Me da cierta ventaja. Compensa la falta de estudios. -Se colgó las bolsas del hombro-. Vamos a tomarnos un café mientras la cola del mostrador de venta de billetes avanza un poco y, de paso, echamos un vistazo al aeropuerto. -Mientras buscaban una cafetería, Lee preguntó-: ¿Sabes cuándo podremos largarnos de aquí?
– Volaremos hasta Norfolk y allí tomaremos un avión de hélice hasta Pine Island, en las inmediaciones de los Outer Banks, en Carolina del Norte. Hay bastantes vuelos a Norfolk, pero para el otro avión hay que llamar con antelación y reservar. En cuanto tengamos billetes para Norfolk, llamaré para reservar el otro. Sólo vuelan de día.
– ¿Por qué?
– Porque no aterrizaremos en una pista normal, sino en una especie de carretera pequeña. No hay luces, ni torre ni nada. Sólo una manga de viento.
– ¡Qué consuelo!
– Lo mejor será que llame para comprobar lo de la casa.
Encontraron un teléfono y Lee escuchó mientras Faith confirmaba su llegada. Colgó.
– Todo arreglado. Una vez allí podremos alquilar un coche.
– Por el momento todo va sobre ruedas.
– Es un lugar idóneo para relajarse. Si no te apetece, no tienes por qué ver o hablar con nadie.
– No me apetece -dijo Lee categóricamente.
– Quisiera preguntarte algo -dijo Faith mientras se encaminaban hacia la cafetería.
– Adelante.
– ¿Cuánto tiempo llevabas siguiéndome?
– Seis días -se apresuró a responder-, durante los cuales fuiste dos veces a la casita, sin contar anoche.
Anoche, pensó Faith. ¿Eso había sido todo?
– ¿Y todavía no has informado a quien te contrató?
– No.
– ¿Por qué no?
– Si no ocurre nada extraordinario, suelo dar informes semanales. Créeme, si hubiera tenido tiempo, el de anoche habría sido el informe padre.
– ¿Cómo pretendías dar los informes si no conocías a la persona que te contrató?
– Me facilitaron un número de teléfono.
– ¿Y nunca se te ocurrió comprobarlo?
Lee miró a Faith irritado.
– ¿Y?
– Y en esta época de teléfonos por satélite y redes celulares nacionales y toda esa mierda, no encontré nada. Llamé al número. Debieron de instalarlo para recibir sólo mis llamadas porque había un mensaje que pedía al señor Adams que dejara la información en la cinta y mencionaba un apartado de correos de Washington. Como soy curioso, también lo comprobé, pero aparecía a nombre de una compañía de la que nunca había oído hablar, con una dirección que resultó ser falsa. Era como un callejón sin salida. -Lee miró a Faith-. Intento tomarme mi trabajo en serio, Faith. No me gusta caer en las trampas, aunque basta que lo diga para que me pase, ¿no?
Se detuvieron en una pequeña cafetería, pidieron café y un par de bollos y se sentaron en uno de los rincones vacíos del local.
Faith se detuvo por un instante para respirar entre un sorbo de café y un bocado de bollo con olor a mantequilla y semillas de amapola. Aunque Lee estuviera contándole la verdad, había tenido tratos con Danny Buchanan. Le resultaba muy extraño temer de repente al hombre a quien había idolatrado. Si las cosas no hubieran cambiado tanto entre ellos el año anterior, habría sentido la tentación de llamarlo. Pero ahora estaba confundida; ¡recordaba con tanta nitidez el horror de la noche anterior! Además, ¿qué le preguntaría? «Danny, ¿le pediste a alguien que intentara matarme anoche? Si así fue, olvídalo, por favor, colaboro con el FBI por tu bien, de verdad. ¿Y por qué contrataste a Lee para que me siguiera, Danny?» Sí, tendría que separarse de Lee, y pronto.
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