David Baldacci - Poder Absoluto

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Luther es un especialista, un maestro en robo. Cerca ya de retirarse, planea su ultimo golpe: limpiar la fabulosa mansion de Walter Sullivan, uno de los hombres mas ricos del pais, de vacaciones en el caribe.
La inesperada vuelta de la mujer complica el golpe y hace que Luther presencie un asesinato que apunta de lleno al presidente de los Estados Unidos.
Acosado por los hombres del servicio de seguridad del presidente y por el sargento de policia, Luther debera salvar su pellejo y el de su hija.
Baldacci ha sido el guinista de la película basada en su libro, dirigida y protagonizada por Clint Eastwood en el papel de Luther.

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Pero en lugar de penetrarla, él le cogió los pechos y se los apretó, al parecer con demasiada fuerza, porque, por fin, Luther escuchó un grito de dolor y la mujer le dio una bofetada. Él la soltó y le devolvió el golpe con saña. Luther vio brotar sangre por una de las comisuras de la boca y derramarse por los labios, cubiertos por una espesa capa de carmín.

– Maldito cabrón.

Ella rodó sobre la cama y se sentó en el suelo. Se pasó los dedos por la boca, probó el gusto de su sangre, por un momento su cerebro borracho recuperó la lucidez. Las primeras palabras que Luther acababa de escuchar con toda claridad hasta ahora le golpearon con la fuerza de un martillo. Dejó el sillón y avanzó hacia el espejo.

El hombre sonrió. Luther se quedó rígido al ver la sonrisa. Se parecía más a la mueca de una bestia dispuesta a matar y no la de un ser humano

– Maldito cabrón -repitió ella, la voz un poco más baja, las palabras farfulladas.

En el momento que ella se levantaba, él le cogió un brazo, se lo retorció hasta tumbarla en el suelo. El hombre se sentó en la cama con una expresión de triunfo.

Con la respiración agitada, Luther permaneció casi pegado al espejo, abrió y cerró las manos mientras miraba. Rogó para que los demás aparecieran. Echó un rápido vistazo al mando sobre el sillón y después miró el dormitorio.

La mujer se había medio levantado del suelo; poco a poco recuperaba el aliento. Se habían esfumado los sentimientos románticos. Luther lo vio en sus movimientos, cautelosos y deliberados. Al parecer, su compañero no advirtió el cambio en los movimientos ni el destello furioso en los ojos azules, porque si no no se hubiese puesto de pie, tendiendo una mano para que ella se cogiera, cosa que ella hizo.

La sonrisa del hombre desapareció en el acto cuando el rodillazo hizo blanco entre sus piernas. El impacto le hizo doblarse en dos y acabó con su erección. Ni un sólo sonido escapó de sus labios mientras se derrumbaba, excepto el de un jadeo. La mujer recogió las bragas y comenzó a ponérselas.

El la sujetó de un tobillo, la hizo caer, con las bragas a media pierna.

– Puta de mierda. -Las palabras sonaron entrecortadas a medida que intentaba recuperar la respiración, sin soltarle el tobillo, arrastrándola hacia él.

Ella volvió a patearle, una y otra vez. Los pies golpearon las costillas, pero él no la soltó.

– Eres una jodida puta del carajo -dijo el hombre.

Al escuchar el tono de amenaza en aquellas palabras, Luther dio un paso hacia el espejo, una de sus manos voló hacia la suave superficie como si quisiera atravesarla, sujetar ál hombre, apartarlo.

El hombre se levantó con esfuerzo y a Luther se le puso la piel de gallina al ver su mirada.

Las manos del hombre rodearon la garganta de la mujer.

El cerebro de ella, obnubilado por el alcohol, comenzó a funcionar a toda pastilla. Sus ojos, llenos de miedo, miraron a izquierda y derecha a medida que aumentaba la presión sobre su cuello y no podía respirar. Le arañó los brazos, clavándole las uñas.

Luther vio la sangre manar de la piel del hombre pero él no aflojó la presión.

Ella le pateó las piernas y se retorció, pero él pesaba casi el doble;el atacante no cedió.

Luther miró una vez más el mando a distancia. Podía abrir la puerta. Podía acabar con esto. Pero sus piernas no le respondieron. Miró impotente a través del espejo, el sudor le corría por la frente, manaba de todos los poros de su cuerpo; jadeaba mientras su pecho subía y bajaba con movimientos espasmódicos. Apoyó las dos manos sobre el cristal.

Luther contuvo la respiración cuando la mujer se fijó por un instante en la mesilla de noche. Entonces, con un movimiento frenético, empuñó el abrecartas, y de un golpe lo clavó en el brazo del hombre.

Él lanzó un gruñido de dolor, soltó a su víctima y se sujetó el brazo ensangrentado. Por un instante terrible se miró la herida como si aquello no fuera posible. Acuchillado por esta mujer.

Cuando volvió a mirar a la mujer, Luther casi escuchó el gruñido asesino antes de que escapara de los labios del hombre.

Entonces él la golpeó, con una fuerza que Luther nunca había visto pegarle a una mujer. El puño chocó contra la carne suave y la sangre manó de la nariz y la boca de ella.

Luther no supo si atribuirlo a todo el alcohol consumido o a qué, pero el golpe que hubiese tumbado a cualquiera, sólo sirvió para enfurecerla todavía más. Con una fuerza convulsiva la mujer consiguió levantarse. Cuando se volvió hacia el espejo, Luther vio el horror reflejado en su rostro al descubrir la súbita destrucción de su belleza. Con ojos incrédulos tocó la nariz hinchada; se metió un dedo en la boca para saber cuántos dientes estaban flojos. Se había convertido en un retrato emborronado, su mayor atributo había desaparecido.

La mujer se dio la vuelta para enfrentarse nuevamente al hombre, y Luther vio cómo se tensaban los músculos de la espalda hasta parecer tallados en madera. Con la velocidad del rayo descargó un puntapié en las ingles del hombre. Una vez más, sin fuerzas, con los miembros inútiles y dominado por las náuseas, el hombre se desplomó con un gemido. Adoptó una posición fetal y se protegió los genitales con las manos.

Con el rostro cubierto de sangre, con una mirada que había pasado del horror a la furia homicida, la mujer se dejó caer de rodillas a su lado y levantó el abrecartas por encima de la cabeza.

Luther cogió el mando a distancia y dio un paso hacia el espejo con el dedo apoyado en el botón rojo.

El hombre, al ver que estaba a punto de perder la vida, gritó con toda la fuerza de que fue capaz mientras el abrecartas iniciaba el descenso. La llamada no pasó inadvertida.

Inmóvil como una estatua, Luther dirigió la mirada hacia la puerta que se abrió de par en par.

Dos hombres, con el pelo cortado casi al rape, con trajes que no disimulaban su físico impresionante, entraron en la habitación con las armas preparadas. Antes de que Luther pudiese dar otro paso, ellos habían evaluado la situación y decidido en consecuencia.

Las dos pistolas dispararon casi al unísono.

En su despacho, Kate Whitney repasó el expediente una vez más.

El tipo tenía cuatro condenas previas, y le habían arrestado en otras seis, aunque al final no se habían presentado cargos porque los testigos se habían negado a hablar por miedo o habían acabado muertos en algún contenedor de basura. El hombre era una bomba de relojería ambulante, lista para explotar contra la próxima víctima, todas ellas mujeres.

Ahora la acusación era por asesinato y violación durante la comisión de un robo, que cumplía el criterio para la pena capital según las leyes de Virginia. Esta vez decidió ir por el máximo: pena de muerte. Nunca la había pedido antes, pero si alguien se la merecía, era este tipo, y la mancomunidad no se andaba con remilgos a la hora de autorizarle. ¿Por qué dejarle vivir si él había acabado de la forma más cruel y salvaje con la vida de una estudiante de diecinueve años que había ido a un centro comercial en pleno día a comprar unas medias y un par de zapatos?

Kate se frotó los ojos, después cogió una goma del montón que tenía sobre la mesa, y se hizo una cola de caballo. Echó una ojeada al sencillo y pequeño despacho; había pilas de expedientes por todas partes y por enésima vez se preguntó si algún día dejarían de crecer. Desde luego que no. Al contrario, empeoraría y ella sólo podía hacer lo que estaba a su alcance para contener el derramamiento de sangre. Comenzaría con la ejecución de Roger Simmons, Jr., veintidós años, y uno de los criminales más duros que había conocido, y ya se había enfrentado a unos cuantos en su corta carrera. Recordó cómo le había mirado él aquel día en el juzgado. Su expresión carecía de cualquier remordimiento, preocupación o cualquier otra emoción positiva. También era un rostro sin esperanza, un hecho sustanciado por sus antecedentes que era la historia de una infancia horrorosa. Pero no era problema de ella. Al parecer, el único que no lo era.

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