David Baldacci - Poder Absoluto

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Luther es un especialista, un maestro en robo. Cerca ya de retirarse, planea su ultimo golpe: limpiar la fabulosa mansion de Walter Sullivan, uno de los hombres mas ricos del pais, de vacaciones en el caribe.
La inesperada vuelta de la mujer complica el golpe y hace que Luther presencie un asesinato que apunta de lleno al presidente de los Estados Unidos.
Acosado por los hombres del servicio de seguridad del presidente y por el sargento de policia, Luther debera salvar su pellejo y el de su hija.
Baldacci ha sido el guinista de la película basada en su libro, dirigida y protagonizada por Clint Eastwood en el papel de Luther.

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– No.

– ¿Qué dice el informe de balística?

– Nada. Un proyectil inservible y no tenemos el arma.

Kate se acomodó mejor en la silla, mucho más tranquila a medida que la conversación se centraba en el análisis legal del caso.

– ¿Es lo único que tiene? -preguntó Kate con los ojos entrecerrados.

– Eso es todo -respondió Frank, que se encogió de hombros. Entonces, no tiene nada, detective. ¡Nada!

– Tengo mis instintos y mis instintos me dicen que Luther Whitney estuvo aquella noche en la casa y en el dormitorio. Lo que quiero saber es dónde está ahora.

– En eso sí que no puedo ayudarle. Se lo dije a su compañero la otra noche.

– Pero usted fue allí. ¿Por qué?

Kate se encogió de hombros. Había decidido no mencionar su conversación con Jack. ¿Ocultaba evidencias? Quizá.

– No lo sé. -Eso, en parte, era verdad.

– Tengo la impresión, Kate, de que es una de esas personas que siempre saben por qué hacen las cosas.

El rostro de Jack apareció por un instante en su mente. Lo apartó enojada.

– Se sorprendería, teniente.

Frank cerró la libreta con mucha ceremonia y se inclinó sobre la mesa.

– De verdad que necesito su ayuda.

– ¿Para qué?

– Esto es entre nosotros dos, no es oficial, o como quiera llamarle. Me interesan más los resultados que las sutilezas legales. -Algo muy curioso de decirle a una fiscal.

– No digo que no me atenga a las reglas. -El teniente acabó por ceder y encendió un cigarrillo-. Lo único que digo es que, si está a mi alcance, busco el punto más débil. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Según la información de que dispongo si bien usted no mantiene ninguna relación con su padre, él no deja de preocuparse por usted.

– ¿Quién se lo dijo?

– Caray, soy detective. ¿Es verdad o no?

– No lo sé.

– Maldita sea, Kate, no me venga con rollos. ¿Es verdad o no?

– ¡Es verdad! ¿Satisfecho? -Kate aplastó la colilla.

– Todavía no, pero no falta mucho. Tengo un plan para hacerle salir a la luz, y quiero que me ayude.

– No veo en qué puedo ayudarle. -Kate intuyó lo que vendría a continuación. Lo vio en los ojos de Frank.

El detective tardó diez minutos en explicárselo. Ella rehusó tres veces. Media hora más tarde seguían discutiendo. Frank se apoyó por un momento en el respaldo y después volvió a inclinarse bruscamente sobre la mesa.

– Mire, Kate, si no nos ayuda, no tendremos ninguna oportunidad de cogerle. Si es como usted dice y no tenemos una acusación en firme, entonces él quedará en libertad. Pero si él lo hizo, y nosotros podemos probarlo, entonces usted será la última persona en este mundo que querrá ver que no recibe su castigo. Ahora, si cree que estoy equivocado, la llevaré de regreso a su casa y me olvidaré de que nos conocimos, y su padre podrá continuar robando… o quizá matando. -Frank la miró a los ojos.

Kate abrió la boca pero no dijo ni una palabra. Miró más allá del detective donde la llamaba una visión surgida del pasado, una visión que se esfumó bruscamente.

A punto de cumplir los treinta, Kate Whitney ya no era el bebé que reía cuando su padre la lanzaba al aire, o la niña pequeña que le contaba al padre secretos muy importantes que no le revelaba a nadie más. Era una persona mayor, una adulta madura, que vivía por su cuenta desde hacía muchos años. Además, era funcionaria de la administración de justicia, una fiscal que había jurado cumplir con las leyes y la constitución de la mancomunidad de Virginia. Era su trabajo asegurar que las personas que quebrantaban las leyes recibieran el castigo merecido con independencia de quienes eran o del vínculo que tuvieran.

Entonces otra imagen apareció en su mente. Su madre mirando la puerta mientras esperaba que él llegara, preguntándose si estaría bien, visitándole en la prisión, haciendo listas de cosas para hablar con él. Hacía vestir a Kate para las visitas, y su entusiasmo iba en aumento a medida que se acercaba la fecha de su salida de la cárcel, como si se tratara de un gran héroe que acabara de salvar al mundo, y no de un ladrón. Revivió el dolor producido por las palabras de Jack. Él le había acusado de vivir una mentira. Él esperaba que sintiera cariño por el hombre que la había abandonado. Como si Luther Whitney fuera el inocente y ella la culpable. Bueno, Jack podía irse al infierno. Dio gracias a Dios por no haberse casado con él. Un hombre capaz de decirle cosas tan malas no se la merecía. En cambio, Luther Whitney se merecía lo que le esperaba. Quizá no había matado a la mujer. O quizá sí. Ella no decidía. Su trabajo consistía en exponer los hechos y que los miembros del jurado tuvieran la oportunidad de tomar la decisión correcta.

Su padre era carne de presidio. Allí, al menos, no haría daño a nadie. No podría arruinar más vidas.

Con este último pensamiento aceptó entregar a su padre a la policía.

Frank se sintió culpable cuando salieron del restaurante. No había sido sincero con Kate Whitney. De hecho, le había mentido con todo descaro sobre la parte más crítica del caso, aparte de no saber dónde estaba Luther Whitney. No se sentía muy bien consigo mismo. A veces la policía tenía que mentir como todo el mundo. Sin embargo, no por esto le resultaba fácil de tragar, sobre todo si tenía en cuenta que Kate era una persona que le merecía todo su respeto y por la que ahora sentía una profunda compasión.

18

Kate hizo la llamada aquella noche; Frank no quería perder tiempo. La voz en el contestador automático la asombró; era la primera vez en años que escuchaba aquel tono. Tranquilo, eficaz, medido como el paso de un soldado veterano. Se echó a temblar a medida que sonaba la voz y tuvo que apelar a toda su voluntad para pronunciar las pocas palabras destinadas a atraparlo. Se recordó a sí misma lo astuto que era su padre. Ella quería verle, hablar con él. Cuanto antes. Se preguntó si él olería la trampa, y entonces recordó la última vez que se habían visto; comprendió que él no se daría cuenta. Nunca desconfiaría de la niña que le había hecho partícipe de su más preciosa información. Incluso ella tenía que reconocerlo.

No había pasado ni una hora cuando sonó el teléfono. Levantó el auricular mientras deseaba no haber aceptado nunca la petición de Frank. Estar sentada en un restaurante planeando cómo atrapar a un presunto asesino era muy distinto a participar de verdad en un engaño destinado únicamente a entregar a su padre a la policía.

– Katie. -Ella notó el pequeño quiebro en la voz mezclado con un ligero toque de incredulidad.

– Hola, papá. -Agradeció que las palabras salieran solas. En aquel momento le resultada imposible articular el pensamiento más sencillo.

El apartamento de ella no era el lugar adecuado. Él lo comprendía. Demasiado íntimo, demasiado personal. A su casa no podían ir, por razones obvias. Luther sugirió encontrarse en un lugar neutral. Sería lo mejor. Ella quería hablar, y él quería escuchar. Estaba dispuesto a hacerlo con auténtica ansiedad.

Fijaron la hora, al día siguiente, a las cuatro de la tarde, en un pequeño café cerca de la oficina de Kate. A esa hora no habría nadie, estarían tranquilos; tendrían todo el tiempo del mundo. Él estaría allí. Kate estaba segura de que nada excepto la muerte le impediría a Luther ir a la cita.

Colgó y llamó a Frank. Le comunicó la hora y el lugar. Al escucharle a sí misma comprendió por fin lo que acababa de hacer. Notó como si el mundo se desmoronara a su alrededor sin poder hacer nada por evitarlo. Tiró el teléfono y se echó a llorar con unas sacudidas y unos sollozos tan tremendos que cayó al suelo. Le temblaban todos los músculos. Sus gemidos llenaban el pequeño apartamento como el helio que hincha un globo; todo amenazaba con una explosión brutal.

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