David Baldacci - Poder Absoluto

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Luther es un especialista, un maestro en robo. Cerca ya de retirarse, planea su ultimo golpe: limpiar la fabulosa mansion de Walter Sullivan, uno de los hombres mas ricos del pais, de vacaciones en el caribe.
La inesperada vuelta de la mujer complica el golpe y hace que Luther presencie un asesinato que apunta de lleno al presidente de los Estados Unidos.
Acosado por los hombres del servicio de seguridad del presidente y por el sargento de policia, Luther debera salvar su pellejo y el de su hija.
Baldacci ha sido el guinista de la película basada en su libro, dirigida y protagonizada por Clint Eastwood en el papel de Luther.

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– En cuanto acabe de fumar me largo.

Frank se marchó. Burton acabó de fumar sin darse ninguna prisa y apagó la colilla en el resto de café que quedaba en el vaso de plástico.

Podía haber ocultado el nombre de Whitney. Decirle a Frank que el fbi no había podido identificar la huella. Pero hubiese sido una jugada peligrosa. Si Frank se enteraba, y el detective podía saberlo a través de un centenar de fuentes, Burton quedaría al descubierto. Sólo la verdad podría explicar el engaño, y eso era algo que no era posible. Además, Burton necesitaba a Frank para conocer la identidad de Whitney. El plan del agente secreto se basaba en que el policía encontrara al ex convicto. Encontrarlo, sí; arrestarlo, no.

Burton se puso el abrigo. Luther Whitney. El lugar equivocado, el momento equivocado, la gente equivocada. Bueno, al menos no se enteraría. Ni siquiera oiría el disparo. Habría muerto antes de que las sinapsis se lo avisaran al cerebro. Así estaban las cosas. Unas veces a favor y otras en contra. Ahora, si se le ocurría cómo dejar segura la posición del presidente y de la jefa de gabinete podría irse a dormir tranquilo. Pero eso estaba fuera de su alcance.

Collin aparcó el coche calle abajo. Las pocas hojas multicolores que quedaban en los árboles cayeron suavemente sobre él arrastradas por la brisa. Iba vestido de modo informal: vaqueros, jersey de algodón y una cazadora de cuero. No había ningún bulto debajo de la cazadora. El pelo húmedo de la ducha. Los zapatos sin calcetines. Tenía el aspecto de un estudiante que va a la biblioteca para quedarse a estudiar hasta tarde, o dispuesto a irse de discotecas después de jugar el partido del sábado por la tarde.

Mientras caminaba hacia la casa comenzó a inquietarse. No esperaba la llamada. La voz de ella le había sonado normal, sin tensión ni enfado. Según Burton, se lo había tomado bastante bien dadas las circunstancias. Pero él sabía lo duro que Burton podía llegar a ser y esto le preocupaba. Haberle dejado ir a la cita en su lugar no había sido muy inteligente de su parte. Claro que había mucho en juego. Burton le había abierto los ojos.

Tocó el timbre, la puerta se abrió en el acto y él entró. Se volvió en el momento que se cerraba la puerta y allí estaba ella, vestida con un salto de cama blanco que era demasiado corto y demasiado ceñido en los puntos importantes. Gloria se puso de puntillas para besarle en los labios. A continuación, le cogió de la mano y le llevó hacia el dormitorio.

Ella le indicó con un ademán que se tendiera en la cama. De pie delante de Tim desató las cintas de la prenda transparente y dejó que cayera al suelo. Después se quitó las bragas. Él intentó levantarse, pero ella se lo impidió con delicadeza.

Se montó lentamente sobre el hombre, y pasó los dedos entre sus cabellos. Deslizó una mano sobre la bragueta y le rascó el pene con las uñas a través de la tela. Él casi gritó al sentir el miembro apretado por los pantalones. Una vez más él intentó tocarla pero Gloria le retuvo. Le desabrochó el cinturón y le quitó los vaqueros que cayeron al pie de la cama. Después le liberó el miembro que se alzó como un resorte y ella lo acogió entre las piernas, apretándolo muy fuerte entre los muslos.

Gloria le rozó los labios con los suyos y luego apoyó la boca contra la oreja.

– Tim, me deseas, ¿no es así? Estás loco por follarme, ¿verdad? Él respondió con un gemido y la sujetó por las nalgas, pero ella le apartó las manos en el acto.

– ¿No es así?

– Sí.

– La otra noche yo también te deseaba. Y entonces apareció él. -Lo sé, y lo siento. Hablamos y…

– Sí, me lo dijo. Me comentó que no le dijiste nada sobre nosotros. Que eres un caballero.

– No era asunto suyo.

– Así es, Tim. No era asunto suyo. Y ahora quieres follarme, ¿verdad?

– Sí, Gloria, sí.

– Tanto que no aguantas más.

– Estoy a punto de reventar, te lo juro, a punto de reventar.

– Follas tan bien, Tim, follas tan bien.

– Venga, cariño, venga. Está vez será increíble.

– Lo sé, Tim. No hago otra cosa que pensar en hacer el amor contigo. Lo sabes, ¿verdad?

– Sí. -Collin sentía tanto dolor que se le saltaban las lágrimas. Ella le lamió las lágrimas, casi con ganas de echarse a reír.

– ¿Y estás seguro de que me deseas? ¿Absolutamente seguro?

– ¡Sí!

Collin lo presintió antes de que la mente registrara el hecho. Fue como una ráfaga de viento helado.

– Vete.

Lo dijo sin prisa, con premeditación, como si lo hubiese ensayado hasta conseguir el tono preciso, la inflexión correcta. Ella se apartó pero sin dejar de apretarle el miembro hasta que se escapó entre las rodillas.

– Gloria.

Recibió el golpe de los vaqueros en la cara mientras permanecía tumbado en la cama. Cuando los apartó, ella se había tapado con una bata.

– Sal de mi casa. Ahora.

Él se vistió a la carrera, avergonzado, ante la mirada de Gloria. Ella le siguió hasta la puerta principal, la abrió y en el momento en que él ya salía le dio un empujón y cerró dando un portazo.

Collin miró atrás por un instante; se preguntó si ella reía o lloraba detrás de la puerta o permanecía impasible. No había pretendido hacerle daño. Era obvio que la había avergonzado. No tendría que haberlo hecho de aquella manera. Ella, desde luego, se había vengado de la vergüenza, llevándole hasta el umbral de la eyaculación, manipulándole como si se tratara de un experimento de laboratorio, para después dejarle con un palmo de narices.

Pero mientras caminaba de regreso hacia el coche, el recuerdo de la expresión en el rostro de Gloria le hizo agradecer el final de su relación.

Por primera vez desde que trabajaba en la fiscalía de la mancomunidad, Kate llamó para decir que estaba enferma. Sentada en la cama y con la manta hasta el cuello, contemplaba el cielo gris a través de la ventana. Cada vez que había intentado levantarse, la imagen de Bill Burton aparecía ante ella como una enorme mole de granito que amenazaba con aplastarla.

Se deslizó por el colchón como si se metiera en una bañera de agua caliente, justo por debajo de la superficie donde no podía oír ni ver nada de lo que ocurría a su alrededor.

No tardarían en aparecer. Como le había pasado a su madre, tantos años atrás. Gente que entraba con prepotencia y hacía preguntas que la madre de Kate no podía responder. Buscaban a Luther.

Pensó en el estallido de Jack de la otra noche y cerró los ojos bien fuerte, en un intento por borrar las palabras.

Maldito.

Estaba cansada, nunca en ningún juicio se había cansado tanto. Y esto se lo había hecho él, como se lo había hecho a su madre. La había atraído a la telaraña a pesar de que ella no quería, le detestaba e incluso la destruiría si pudiese.

Se volvió a sentar, le faltaba el aire. Se apretó la garganta con los dedos, bien fuerte, para evitar otro ataque de angustia. Cuando se calmó, se puso de costado y miró la foto de su madre.

Él era lo único que le quedaba. Casi se echó a reír. Luther Whitney era su única familia. Que Dios se apiadara de ella.

Se acostó a esperar. A esperar que llamaran a la puerta. De madre a hija. Ahora era su turno.

En aquel momento, a sólo diez minutos de distancia, Luther repasaba una vez más el viejo recorte de periódico. Junto al codo tenía una taza de café. Al fondo se oía el zumbido del aparato de aire acondicionado. En la pantalla del televisor aparecía la cnn. Por lo demás, el cuarto estaba en absoluto silencio.

Wanda Broome había sido una amiga. Una buena amiga. Desde que se habían conocido por casualidad en una pensión de Filadelfia, después de que Luther cumpliera la última condena y Wanda su primera y única. Y ahora ella también había muerto. Se había quitado la vida, decía el periódico, tumbada en el asiento delantero de su coche con un puñado de pastillas en el estómago.

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