David Baldacci - Poder Absoluto

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Luther es un especialista, un maestro en robo. Cerca ya de retirarse, planea su ultimo golpe: limpiar la fabulosa mansion de Walter Sullivan, uno de los hombres mas ricos del pais, de vacaciones en el caribe.
La inesperada vuelta de la mujer complica el golpe y hace que Luther presencie un asesinato que apunta de lleno al presidente de los Estados Unidos.
Acosado por los hombres del servicio de seguridad del presidente y por el sargento de policia, Luther debera salvar su pellejo y el de su hija.
Baldacci ha sido el guinista de la película basada en su libro, dirigida y protagonizada por Clint Eastwood en el papel de Luther.

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Russell se estremeció. Las palabras de Burton eran lógica pura. El presidente había estado muy seguro. Ninguno de los dos había considerado estas posibilidades.

– Además, no sé usted, pero yo no pienso pasarme el resto de mi vida mirando por encima del hombro a ver cuándo cae el hacha.

– Pero ¿cómo podemos encontrarlo?

A Burton le resultó divertido ver cómo la jefa de gabinete había aceptado sus planes casi sin discusión. Al parecer, el valor de una vida no significaba mucho para esta mujer cuando estaba en juego el propio bienestar. No había esperado menos.

– Antes de saber lo de las cartas, pensaba que no teníamos ninguna oportunidad. Pero si quiere cobrar el dinero del chantaje tendrá que fijar un punto de encuentro. Allí es donde será vulnerable.

– Pero le bastará con pedir una transferencia. Si lo que usted dice es cierto, ese tipo es demasiado listo como para buscar una maleta llena de dinero en un contenedor de basura. Y no sabremos dónde estará el abrecartas hasta mucho después de que se haya ido -rebatió la mujer.

– Quizá sí, quién sabe. Deje que yo me preocupe de ese tema. Lo más urgente ahora es que le dé largas al tipo. Si quiere cerrar el trato en dos días, usted diga cuatro. Lo que escriba en los anuncios personales lo dejo de su cuenta, profesora, pero que parezca sincero. Necesito que me consiga un poco de tiempo. -Burton se levantó. Ella le sujetó del brazo.

– ¿Qué va usted a hacer?

– Cuanto menos sepa mejor. Pero ¿tiene claro que si este asunto revienta nos hundimos todos, incluido el presidente? En este momento no hay nada que yo pueda o quiera hacer por evitarlo. A lo que a mí respecta, los dos se lo merecen.

– No se anda con rodeos.

– No sirve para nada. -Se puso el abrigo-. Por cierto, ¿es consciente de que Richmond le dio a Christine Sullivan una paliza de cuidado? Por el informe de la autopsia parece que intentó retorcerle el cuello como a una gallina.

– Creo que sí. ¿Tiene alguna importancia?

– Usted no tiene hijos, ¿verdad?

Russell sacudió la cabeza.

– Yo tengo cuatro. Dos hijas, no mucho más jóvenes que Christine Sullivan. Como padre, uno piensa en cosas como esas. Seres queridos en manos de algún cretino. Sólo quería advertirle qué clase de sujeto es su jefe. Si alguna vez el tipo se pone cachondo, quizá más le valga pensárselo dos veces.

Burton se fue y Russell se quedó sentada en la sala pensando en su vida destrozada.

Mientras subía al coche, Burton se tomó un momento para encender un cigarrillo. Desde hacía unos días, se dedicaba a repasar los últimos veinte años de su vida. El precio que pagaba por preservarlos se estaba volviendo astronómico. ¿Valía la pena? ¿Estaba dispuesto a pagarlo? Podía ir a la poli. Contarles todo. Desde luego, su carrera se habría acabado. Los polis le acusarían de obstrucción a la justicia, conspiración para cometer asesinato, quizás una acusación de homicidio involuntario por matar a Christine Sullivan y algunas cosillas más. Pero todo sumaría. Incluso si llegaba a un arreglo tendría que cumplir una condena bastante larga. Pero lo soportaría. También estaba dispuesto a soportar el escándalo. Toda la mierda que escribirían en los periódicos. Pasaría a la historia como un criminal. Estaría unido para siempre a la corrupta administración Richmond. Y sin embargo era capaz de soportarlo todo si se daba el caso. Lo que el duro Bill Burton no podría soportar sería la mirada de sus hijos. Nunca volvería a ver en sus ojos el respeto y el amor que le profesaban. Y la absoluta y total confianza en que su papá, este hombre grande como una montaña, era, sin lugar a dudas, uno de los buenos. Esto era algo demasiado duro, incluso para él.

Estos eran los pensamientos que le llenaban la cabeza desde la conversación con Collin. Una parte de él deseaba no haber preguntado. No haberse enterado del intento de chantaje. Porque eso le habría dado una oportunidad. Y las oportunidades iban siempre acompañadas de elecciones. Burton ya había hecho la suya. No estaba orgulloso de la misma. Si las cosas funcionaban según el plan, haría todo lo posible para olvidar que hubiera ocurrido alguna vez. ¿Y si las cosas no funcionaban? Bueno, mala suerte. Pero si él caía, también caerían todos los demás.

Este pensamiento provocó otra idea. Burton abrió la guantera. Sacó una minigrabadora y un puñado de casetes. Miró hacia la casa mientras daba una chupada al cigarrillo.

Puso el coche en marcha. Mientras pasaba por delante de la casa de Gloria Russell pensó que las luces permanecerían encendidas mucho tiempo.

16

Laura Simon estaba a punto de renunciar a cualquier esperanza de dar con alguna pista.

La furgoneta había sido espolvoreada por dentro y por fuera en busca de huellas digitales. Incluso habían traído un láser especial de la jefatura de la policía estatal en Richmond, pero cada vez que encontraban una huella, correspondía a la de algún otro. Alguien que ya conocían. Laura se sabía de memoria las huellas de Pettis. El pobre tenía todos arcos, una de las composiciones de huellas más raras, además de una pequeña cicatriz en el pulgar, lo que de hecho había permitido arrestarlo años atrás por robar un coche. Los ladrones con cicatrices en las yemas de los dedos eran un regalo del cielo para los técnicos en identificación de huellas.

Las huellas de Budizinski habían aparecido porque había metido un dedo en disolvente y después lo había apretado contra un trozo de contrachapado que había en la parte de atrás de la furgoneta, una huella tan perfecta como si se la hubiese tomado ella misma.

En total había encontrado cincuenta y tres huellas, pero no le servía ninguna. Se sentó en el centro de la zona de carga y observó cariacontecida el interior. Había repasado todos los lugares posibles donde se pudiera encontrar una huella. Había revisado cada hueco y recoveco del vehículo con el láser portátil y ya no se le ocurría dónde más mirar.

Por enésima vez repasó en la imaginación los movimientos de los hombres cargando la furgoneta, conduciéndola -el espejo retrovisor era el lugar ideal para encontrar huellas-, moviendo el equipo, levantando los bidones, arrastrando las mangueras, abriendo y cerrando las puertas. Para complicar todavía más las cosas, las huellas tendían a desaparecer con el paso del tiempo, según las características de la superficie donde estaban y las condiciones ambientales. El calor y la humedad eran los mejores conservantes, el tiempo frío y seco, el peor.

Abrió la guantera y examinó otra vez el contenido. Cada objeto había sido inventariado y espolvoreado. Pasó las hojas del libro de mantenimiento del vehículo. Las manchas rojizas en el papel le recordaron que hacía falta pedir más reactivos para el laboratorio. Las páginas estaban muy ajadas, aunque la furgoneta había tenido pocas averías en los tres años de uso. Al parecer, la compañía era partidaria de un programa de mantenimiento riguroso. Cada entrada llevaba las iniciales del responsable y la fecha. La compañía tenía sus propios mecánicos.

Mientras pasaba las páginas, le llamó la atención una entrada. Todas llevaban las iniciales de G. Henry o H. Thomas, ambos mecánicos de la Metro. Esta entrada tenía al lado las iniciales J. P. Jerome Pettis. La nota indicaba que había bajado el nivel de aceite de la furgoneta y le habían añadido dos litros. Todo muy rutinario excepto que la fecha correspondía al día que habían limpiado la casa de los Sullivan.

Simon respiró un poco más rápido mientras cruzaba los dedos y se apeaba de la furgoneta. Abrió el capó y comenzó a mirar el motor. Alumbró con el láser de aquí para allá y la encontró en menos de un minuto. Una huella aceitosa plantada en el costado del depósito de agua del limpiaparabrisas. El lugar lógico para apoyar la mano cuando había que abrir o cerrar el tapón del aceite. Y una ojeada le dijo que no era de Pettis. Tampoco era de cualquiera de los dos mecánicos. Cogió la tarjeta con las huellas de Budizinski. Estaba segura de que no era de él y acertó. Espolvoreó y recogió la huella, rellenó la tarjeta y corrió hacia la oficina de Frank. Le encontró con el abrigo y el sombrero puestos, prendas que se quitó en el acto.

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