David Baldacci - Poder Absoluto

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Luther es un especialista, un maestro en robo. Cerca ya de retirarse, planea su ultimo golpe: limpiar la fabulosa mansion de Walter Sullivan, uno de los hombres mas ricos del pais, de vacaciones en el caribe.
La inesperada vuelta de la mujer complica el golpe y hace que Luther presencie un asesinato que apunta de lleno al presidente de los Estados Unidos.
Acosado por los hombres del servicio de seguridad del presidente y por el sargento de policia, Luther debera salvar su pellejo y el de su hija.
Baldacci ha sido el guinista de la película basada en su libro, dirigida y protagonizada por Clint Eastwood en el papel de Luther.

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La televisión mostró a la jefa de gabinete Gloria Russell, vestida de negro, que asentía satisfecha cada vez que el presidente mencionaba sus opiniones sobre el crimen y el castigo. Los votos de la policía y de la asociación de jubilados y pensionistas estadounidenses estaban asegurados para las próximas elecciones. Cuarenta millones de votos bien valían una excursión matinal.

La jefa de gabinete no habría estado tan feliz de haber sabido quién les miraba en aquel instante. Los ojos clavados en el rostro de ella y del presidente, mientras el recuerdo de aquella noche, nunca lejos de la mente, se inflamaba como un volcán dispuesto a sembrar la destrucción.

El vuelo a Barbados había transcurrido con toda normalidad. El Airbus era un aparato inmenso cuyos motores gigantescos habían levantado al avión sin ningún esfuerzo de la pista de San Juan de Puerto Rico, y en unos minutos había alcanzado la altitud de vuelo necesaria, doce mil metros. El avión iba lleno. San Juan era el punto de embarque de los miles de turistas con destino a las islas del Caribe. Los pasajeros de Oregón, Nueva York y de todas las ciudades entre ellas contemplaron los nubarrones negros cuando el avión viró a la izquierda y dejó atrás los restos de una tormenta tropical.

Una escalera metálica les recibió al salir del avión. Un coche, pequeño en comparación con los americanos, llevó a cinco de ellos por el lado equivocado de la carretera cuando dejaron el aeropuerto en dirección a Bridgetown. La capital de la antigua colonia británica conservaba muchos rasgos de la larga colonización en el habla, los vestidos y las costumbres. El conductor, con una voz melodiosa, les informó de las muchas maravillas de la pequeña isla. Les hizo hincapié del barco pirata, con el pabellón de la calavera y las tibias cruzadas, que hacía una excursión por un mar bastante agitado. En la cubierta, los camareros atiborraban a los turistas. de piel enrojecida por el sol con tal cantidad de ponche de ron que todos acabarían muy borrachos y/o muy mareados cuando regresaran al muelle al caer la tarde.

En el asiento trasero, dos parejas de Des Moines comentaban entusiasmados todo lo que pensaban hacer. El hombre mayor sentado junto al chofer miraba a través del parabrisas pero sus pensamientos estaban puestos en otro lugar a más de tres mil kilómetros de allí. Un par de veces comprobó la dirección que seguían, en una actitud instintiva para orientarse. Los puntos de referencia eran pocos; la isla tenía unos treinta y cuatro kilómetros de longitud y veintidós en el punto más ancho. La temperatura media de treinta grados resultaba tolerable gracias a la brisa constante, cuyo sonido acaba por fundirse en el subconsciente, aunque siempre estaba allí como un sueño que se resiste a desaparecer.

El hotel era el Hilton americano de costumbre construido en una playa artificial que sobresalía en un extremo de la isla. El personal estaba bien preparado, cortés y muy dispuesto a dejar en paz al cliente que lo deseara. A diferencia de la mayoría de los huéspedes dispuestos a dejarse mimar, uno de ellos rehuía cualquier contacto, sólo salía de su habitación para pasear por las zonas solitarias de la playa de arena blanca, o por la banda montañosa de la isla que miraba al Atlántico. El resto del tiempo lo pasaba en la habitación, a media luz, la televisión encendida, con las bandejas del restaurante desparramadas por la alfombra y los muebles de mimbre.

El primer día, Luther cogió un taxi en la puerta del hotel para ir a recorrer la parte norte, casi al borde del océano donde, en lo alto de una de las muchas colinas de la isla, se alzaba la mansión Sullivan. Luther no había escogido Barbados porque sí.

– ¿Conoce al señor Sullivan? No está aquí. Regresó a América. -La voz cantarina del taxista sacó a Luther del trance. Los sólidos portones de hierro al pie de la colina cubierta de hierba ocultaban un largo y sinuoso camino hasta la mansión, que, con sus paredes estucadas color salmón y las columnas de mármol de seis metros de altura, parecía muy apropiada en medio de tanto verde, como una enorme rosa sobresaliendo entre los arbustos.

– Estuve en su casa -contestó Luther-. En Estados Unidos. El taxista le miró con respeto.

– ¿Hay alguien en la casa? ¿Alguien del personal? -preguntó Luther.-No, se fueron todos. Esta mañana.

Luther se recostó en el asiento. La razón era obvia. Habían encontrado a la dueña de la casa.

Luther pasó varios de los días siguientes en la playa entretenido en mirar a los turistas que desembarcaban de los barcos de crucero y se lanzaban sobre las tiendas libres de impuestos que había en el centro de la ciudad. Los buscavidas de la isla hacían sus rondas cargados con sus maletines astrosos donde llevaban relojes, perfumes y demás baratijas falsificadas.

Por cinco dólares americanos, un isleño cortaba una hoja de áloe y volcaba el líquido espeso en una botellita de vidrio para ser utilizado cuando el sol comenzara a picar sobre la tierna piel blanca que permanecía dormida y sin mácula debajo de chaquetas y blusas. Un sombrero de paja hecho a mano costaba cuarenta dólares. Tardaban una hora en confeccionarlo, y había muchas mujeres con los brazos fofos y los tobillos hinchados que esperaban pacientemente sentadas en la arena a recibir el suyo.

La belleza de la isla tenía que haber servido para liberar a Luther, hasta cierto punto, de su melancolía. Y, por fin, el sol, la brisa suave y el ritmo tranquilo de la vida acabaron por apaciguar sus nervios hasta que llegó un momento en que sonreía a algún paseante, respondía con monosílabos a la charla del camarero y se bebía sus combinados tendido en la playa, escuchando el ruido de las olas en la oscuridad que, poco a poco, le arrancaban de la pesadilla. Pensaba marcharse dentro de unos días. Todavía no tenía muy claro a dónde.

Y entonces el cambio de canales se había detenido en la cnn y Luther, como un pez cansado sujeto a un sedal irrompible, fue arrastrado de vuelta, después de gastar varios miles de dólares y viajado miles de kilómetros, al lugar del que pretendía escapar.

Russell dejó la cama y fue hasta el buró a buscar los cigarrillos.

– Te quitarán diez años de vida. -Collin se dio la vuelta en la cama y contempló sus movimientos nerviosos con una expresión divertida.

– Ya me los ha quitado el trabajo. -Encendió un cigarrillo, le dio varias chupadas rápidas, lo apagó y volvió a acostarse sobre el vientre de Collin. Sonrió complacida cuando él la sujetó entre sus brazos largos y musculosos.

– La conferencia de prensa estuvo bien ¿verdad? -Ella casi le oía pensar. Era bastante transparente. Sin las gafas oscuras todos lo eran.

– Siempre que no descubran lo que pasó en realidad.

Ella se volvió para mirarle, pasó un dedo a lo largo de su cuello marcando una uve sobre el pecho suave. El pecho de Richmond era peludo; algunos de los mechones eran grises y enrulados en las puntas. El de Collin era como el culo de un bebé, pero se notaban los músculos fuertes debajo de la piel. Él podía partirle el cuello con la facilidad con que se parte un palillo. Por un segundo se preguntó qué se sentiría.

– Sabes que tenemos un problema.

Collin estuvo a punto de soltar una carcajada pero se contuvo.

– Sí, tenemos a un tipo que corre por ahí con las huellas del presidente y las huellas y la sangre de una mujer muerta en un cuchillo. Sin ninguna duda es un problema muy gordo.

– ¿Por qué crees que no ha dicho nada?

Collin encogió los hombros. Él en su lugar habría desaparecido. Hubiera cogido la pasta y adiós. Millones de dólares. Collin era muy leal, pero si hubiese tenido ese dinero eso era lo que hubiese hecho. Largarse. Por un tiempo. Miró a la mujer. ¿Con esa cantidad ella aceptaría irse con él? Entonces volvió a la realidad. Quizás el tipo pertenecía al partido del presidente, quizá le había votado. En cualquier caso para qué buscarse problemas.

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