Frank sacó su libreta. Los sirvientes llegarían a Dulles al día siguiente por la mañana, a las diez. Dudaba que en esta casa el pequeño objeto hubiese permanecido mucho tiempo debajo de la mesa. Podía no ser nada o serlo todo. Era un margen muy amplio. Si tenía suerte, quizá se encontrara en un término medio.
Se arrodilló otra vez y olió la alfombra, se pasó los dedos por el pelo. Con los productos de limpieza de hoy en día resultaba difícil saber. No dejaban olor, se secaban en un par de horas. No tardaría en averiguar cuándo había sido y si le serviría de algo. Podía llamar a Sullivan, pero por alguna razón, prefería saberlo por alguien que no fuera el dueño de la casa. El anciano no estaba en los primeros puestos de la lista de sospechosos, pero figuraba en la misma. Si ganaba o perdía posiciones, dependería de lo que él descubriera hoy, mañana, o la semana próxima. Cuando lo planteaba así, resultaba muy sencillo. Esto no estaba mal, porque, hasta ahora, nada sobre la muerte de Christine Sullivan era sencillo. Salió del comedor pensando en la caprichosa naturaleza del arco iris y de las investigaciones policiales en general.
Burton observó a la multitud. Collin estaba a su lado. Alan Richmond se abrió paso hacia el podio instalado en los escalones de entrada al juzgado de Middleton, un edificio de ladrillos revocados, con dentículos blancos, escalones de cemento gastados por el tiempo y la ubicua bandera americana junto a la de Virginia ondeando en la brisa de la mañana. El presidente inició su discurso exactamente a las nueve y treinta y cinco. Detrás de él se encontraban el delgado e impertérrito Walter Sullivan y el muy corpulento Herbert Sanderson Lord.
Collin se acercó un poco más a la multitud de reporteros que se empujaban los unos a los otros sin miramientos al pie de las escaleras como dos equipos de baloncesto esperando que el lanzamiento de falta entre o pegue en el borde del aro. Se había marchado de la casa de la jefa de gabinete a las tres de la mañana. Qué noche había sido, qué semana. Gloria Russell parecía despiadada e insensible en la vida pública, pero Collin había conocido otro aspecto de la mujer, un aspecto que le resultaba muy atractivo. Tenia la sensación de soñar despierto. Se había acostado con la jefa de gabinete del presidente. Esas cosas no ocurrían. Pero le había ocurrido al agente Tim Collin. Habían acordado verse todas las noches. Tenían que ir con cuidado, pero ambos eran cautos por naturaleza. Cómo acabaría todo esto era algo que Collin ignoraba.
Nacido y criado en Lawrence, Kansas, Collin había sido educado en los valores tradicionales del Medio Oeste. Se salía con una chica, se enamoraba, se casaba y tenía cuatro o cinco hijos, todo en ese orden. No veía que esto fuera a ocurrir aquí. Lo único que deseaba era estar con ella otra vez. Miró hacia la tarima y vio a Gloria detrás y a la izquierda del presidente. Con las gafas de sol, el pelo agitado por el viento, parecía tener el dominio total de todo lo que ocurría a su alrededor.
Burton, que vigilaba la multitud, echó una ojeada a su compañero a tiempo para ver la mirada que Collin dirigía a la jefa de gabinete. Frunció el entrecejo. Collin era un buen agente que cumplía con su trabajo, en ocasiones con un exceso de celo. No era el primer agente al que le pasaba, y tampoco era criticable. Pero había que mantener la mirada en la muchedumbre, en todo lo que tenía delante. ¿Qué diablos estaba pasando? Burton espió de reojo a Russell. La mujer miraba al frente, sin prestar ninguna atención a los hombres asignados a la custodia. Burton miró otra vez a Collin. El chico miraba ahora al público cambiando siempre de ritmo, izquierda a derecha, derecha a izquierda, algunas veces arriba, otras directamente al frente, sin establecer una pauta que un posible atacante pudiera utilizar. Sin embargo Burton no olvidaba la mirada que le había dirigido a la jefa de gabinete. Detrás de las gafas de sol, Burton había visto algo que no le gustaba.
Alan Richmond acabó el discurso con una mirada inflexible al cielo sin una nube mientras el viento le desordenaba el peinado impecable. Parecía estar mirando a Dios para implorarle su ayuda, aunque en realidad intentaba recordar si la cita con el embajador japonés sería a las dos o las tres de la tarde. Pero su mirada en lontananza, casi visionaria quedaría muy bien en las noticias de la noche.
En el instante oportuno volvió su atención a Walter Sullivan y dio al desconsolado marido un abrazo digno de alguien de su condición.
– Lo lamento mucho, Walter. Mis más sinceras y profundas condolencias. Si hay algo, cualquier cosa que pueda hacer por ti. Ya lo sabes.
Sullivan estrechó la mano que le ofrecían. Le temblaron las piernas y de inmediato dos miembros de su comitiva le sostuvieron antes de que nadie se diera cuenta.
– Muchas gracias, señor presidente.
– Alan, por favor, Walter. Ahora de amigo a amigo.
– Gracias, Alan, no sabes cuánto te agradezco por haberte tomado la molestia. Christy se hubiese sentido muy conmovida por tus palabras.
Sólo Gloria Russell, que no se perdía detalle del encuentro entre los dos personajes, captó el leve tirón de una mueca de burla en la mejilla de su jefe.
– Sé que no hay palabras para expresar el dolor que sientes, Walter. Cada día ocurren cosas en este mundo que no tienen ningún sentido. Si no hubiese sido por aquella súbita enfermedad, esto nunca hubiese pasado. No puedo explicar por qué pasan cosas como esta, nadie puede. Pero quiero que sepas que estoy aquí por ti, siempre que me necesites. En cualquier lugar, en cualquier momento. Hemos pasado muchas cosas juntos. Y, desde luego, tú me has ayudado en momentos muy difíciles.
– Tu amistad siempre ha sido importante para mí, Alan. Nunca olvidaré esto.
Richmond pasó un brazo por los hombros del anciano. En el fondo colgaban los micrófonos sujetos en pértigas. Rodeaban a la pareja como cañas de pescar gigantescas a pesar de los esfuerzos de los escoltas de los dos personajes.
– Walter, voy a comprometerme en esto. Algunos dirán que no es mi trabajo y que en mi posición no puedo involucrarme personalmente en nada. Pero maldita sea, Walter, eres mi amigo y no pienso dejar que esto pase como si nada. Los responsables pagarán por lo que han hecho.
Los dos volvieron a fundirse en un abrazo mientras las cámaras de televisión y los fotógrafos registraban la escena. A través de las antenas de seis metros de altura de la flota de unidades móviles, el mundo presenció esta muestra de ternura y amistad. Otro ejemplo de que Alan Richmond era algo más que un presidente. La gente de relaciones públicas de la Casa Blanca se estremecía al pensar en el efecto que tendría en las encuestas preelectorales.
En la pantalla del televisor aparecieron sucesivamente la mtv, grand Ole Opry, los dibujos animados, la qvc, la cnn, Pro Wrestling, y otra vez la cnn. El hombre se sentó en la cama, apagó el cigarrillo y dejó a un lado el mando a distancia. El presidente daba una conferencia de prensa. Se mostraba severo e impresionado por el abominable asesinato de Christine Sullivan, esposa del multimillonario Walter Sullivan, uno de los amigos íntimos del presidente, y el creciente clima de inseguridad en el país. No se mencionó en ningún momento si el presidente hubiera dicho lo mismo en el caso de que la víctima hubiese sido un pobre negro, un hispano o un asiático degollado en algún callejón de la capital. El presidente habló, con voz firme y el tono de rigor exacto, de aplicar mano dura. Había que poner coto a la violencia. La gente debía sentirse segura en sus casas, o en sus mansiones en este caso particular. Era una escena impresionante. Un presidente atento y considerado.
Los reporteros se lo tragaban todo y formulaban las preguntas correctas.
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