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David Baldacci: Poder Absoluto

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David Baldacci Poder Absoluto

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Luther es un especialista, un maestro en robo. Cerca ya de retirarse, planea su ultimo golpe: limpiar la fabulosa mansion de Walter Sullivan, uno de los hombres mas ricos del pais, de vacaciones en el caribe. La inesperada vuelta de la mujer complica el golpe y hace que Luther presencie un asesinato que apunta de lleno al presidente de los Estados Unidos. Acosado por los hombres del servicio de seguridad del presidente y por el sargento de policia, Luther debera salvar su pellejo y el de su hija. Baldacci ha sido el guinista de la película basada en su libro, dirigida y protagonizada por Clint Eastwood en el papel de Luther.

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Observó el espejo de cuerpo entero, estudió las tallas del marco y después revisó los costados de éste. Era un marco muy pesado que, al parecer, estaba encastrado en la pared. Pero Luther sabía que las bisagras estaban ocultas en los rebajos apenas visibles a quince centímetros del suelo y de la parte superior.

Luther volvió a mirar el espejo. Hacía un par de años había visto un modelo como este, aunque entonces no había pensado vaciarlo. Pero no podía pasar por alto un segundo tesoro sólo porque tenía otro a mano; este segundo tesoro le habría reportado unos cincuenta dólares. El botín que había al otro lado de este espejo sería diez mil veces mayor.

Con una palanca y fuerza bruta podía descerrajar el cierre oculto en el marco pero le llevaría un tiempo precioso. Y, sobre todo, dejaría señales de que el lugar había sido robado. Aunque se suponía que la casa estaría vacía durante varias semanas, nunca se sabía. Cuando saliera de Coppers no habría ninguna evidencia de que hubiera estado allí. Incluso a su regreso, los dueños quizá no entrarían en la caja fuerte durante algún tiempo. En cualquier caso, no era necesario coger el camino más duro.

Se acercó a paso rápido al televisor que estaba junto a una de las paredes de la enorme habitación. El sector estaba arreglado como una sala de estar con sillones de cretona a juego con las cortinas y una mesa de centro grande. Luther miró los tres mandos a distancia que había sobre la mesa. Uno correspondía al televisor, el otro al vídeo y el tercero le reduciría el trabajo de la noche en un noventa por ciento. Todos llevaban el nombre de la marca, los tres eran muy parecidos, pero una prueba rápida demostró que dos hacían funcionar los respectivos aparatos y el tercero no.

Volvió a cruzar el dormitorio, apuntó el mando al espejo y apretó el único botón rojo, situado en la parte inferior. En cualquier otro mando, esta acción correspondía a grabación. En cambio, esta noche y aquí significaba que el banco abría las puertas para un único y muy afortunado cliente.

Luther observó la apertura de la puerta, que giró sin ruido sobre los goznes, que no necesitaban mantenimiento. Por puro hábito dejó el mando en el mismo lugar donde lo había cogido, sacó una bolsa de la mochila y entró en la caja fuerte.

Mientras alumbraba el interior de la cámara acorazada que media casi dos metros por dos le sorprendió ver un sillón en el centro. En uno de los brazos había otro mando a distancia, una medida de seguridad por si alguien se quedaba encerrado por accidente. Entonces se fijó en las estanterías.

Primero metió en la bolsa los fajos de billetes, después el contenido de las cajas que a todas luces no eran joyas de fantasía. Luther contó casi doscientos mil dólares en bonos negociables, dos cajas pequeñas de monedas antiguas y otra de sellos de correo, incluido uno con una figura invertida que le dejó sin aliento cuando lo vio. No hizo caso de los cheques y las cajas llenas de documentos; para él no tenían ningún valor. En total había recogido un botín de unos dos millones de dólares, quizá más.

Echó otra ojeada, por si acaso se le hubiese pasado algo por alto. Las paredes eran gruesas, supuso que a prueba de incendios. El lugar no era estanco; el aire era fresco, no rancio. Cualquiera podía quedarse encerrado aquí durante días.

La limusina circulaba a gran velocidad por el camino, escoltada por una furgoneta. Los conductores de los vehículos debían ser muy expertos dado que no llevaban los faros encendidos.

En la parte de atrás de la limusina se sentaban un hombre y dos mujeres. Una, casi borracha, hacía todo lo posible por desvestir al hombre y a sí misma, a pesar de la suave resistencia que oponía la víctima.

La otra mujer sentada delante de la pareja mantenía los labios apretados y hacía ver que no tenía ningún interés en aquel espectáculo ridículo, que incluía muchas risitas infantiles y abundantes jadeos, aunque en realidad no, se perdía detalle. Mantenía la mirada en la agenda abierta sobre la falda, donde las citas y las notas peleaban entre sí por el espacio y la atención del hombre que tenía delante. Él, por su parte, aprovechó la oportunidad de que su pareja se estaba quitando los zapatos de tacón alto para servirse otra copa. Su resistencia al alcohol era legendaria. Podía beber el doble de lo que había bebido esta noche y seguir tan fresco, sin impedimentos en el habla ni en las funciones motoras, algo fatal para un hombre en su posición.

Ella le admiraba por ser como era, con sus obsesiones y sus vulgaridades, al tiempo que era capaz de proyectar una imagen al mundo de fuerza y pureza, incluso de grandeza. Lo adoraban todas las mujeres de América, estaban enamoradas de su gallardía, de su seguridad, y también por lo que representaba para cada una de ellas. Y él devolvía esa admiración universal con una pasión que, aunque equivocada, no dejaba de asombrarle.

Por desgracia, esa pasión nunca apuntaba hacia ella a pesar de los sutiles mensajes, los roces prolongados más allá de lo debido, las referencias sexuales en las sesiones de estrategia y las maniobras que hacía por las mañanas para que él la viera con su mejor aspecto.

Pero hasta que llegara ese momento -y no dejaba de repetirse que acabaría por llegar- debía tener paciencia.

Miró a través de la ventanilla. Esto se prolongaba demasiado; estropeaba todo lo demás. Hizo una mueca de disgusto.

Luther oyó la entrada de los vehículos en el camino de la casa. Corrió hasta una de las ventanas y observó el recorrido de la furgoneta que aparcó detrás de la casa donde quedaba oculta de las miradas. Vio bajar a cuatro personas de la limusina y otra de la furgoneta. Pensó en quiénes podían ser. Era un grupo demasiado pequeño para ser los propietarios de la casa. Demasiados para ser alguien que sólo venía a echar una mirada. No alcanzaba a verles las caras. Por un instante, Luther pensó en si la casa estaba destinada a ser saqueada dos veces en una misma noche. Pero era una coincidencia demasiado grande. En este negocio, como en cualquier otro, se jugaba por porcentajes. Además, los ladrones no se presentaban a robar vestidos con atuendos más propios de una velada de gala.

Pensó rápidamente mientras le llegaban los ruidos, al parecer desde la parte de atrás de la casa. Sólo tardó un segundo en advertir que le habían cortado la retirada y en calcular cuál sería el plan a seguir.

Cogió la bolsa, corrió hacia el panel del sistema de seguridad instalado junto a la puerta del dormitorio y activó la alarma. Agradeció en silencio su buena memoria para los números. Después, Luther entró en la cámara acorazada, y cerró la puerta con mucho cuidado. Se acurrucó todo lo que pudo. Ahora sólo le quedaba esperar.

Maldijo su mala suerte: hasta ahora todo había ido sobre ruedas. Sacudió la cabeza para despejarse y se forzó a respirar con normalidad. Era como volar. Cuanto más se vuela, mayores son las probabilidades de que ocurra algo malo. Ahora no podía hacer más que rogar para que los recién llegados no necesitaran hacer un depósito en este banco privado.

Unas risas seguidas por el ruido de voces se colaron al interior, seguidas por los pitidos agudos del sistema de alarma, que sonaba como el aullido de un avión a reacción directamente encima de su cabeza. Al parecer, se habían confundido al teclear el código de seguridad. El sudor corrió por la frente de Luther que ya se imaginaba el sonido de la alarma y la llegada de la policía dispuesta a revisar cada rincón de la casa sólo por si acaso, empezando por su escondite.

Se preguntó cuál seria su reacción mientras escuchaba cómo se abría la puerta, y la cámara iluminada, sin ninguna posibilidad de ocultarse. Los rostros desconocidos mirando el interior, las armas preparadas, la lectura de sus derechos. Casi se echó a reír. Atrapado como una maldita rata, sin un lugar a donde ir. No fumaba desde hacía treinta años, pero ahora ansiaba un cigarrillo. Dejó la bolsa en el suelo y se irguió poco a poco para que no se le entumecieran las piernas.

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