Clive Cussler - La Odisea De Troya

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Una marea gigante de agua contaminada amenaza la costa de Nicaragua. Al tiempo, un enorme y misterioso huracán se forma en el Caribe y avanza con una velocidad asombrosa.
En su camino se encuentra un barco de cruceros, de dimensiones nunca vistas. La muerte amenaza a un número incalculable de personas. Dirk Pitt, su hijo y Al Giordano acuden a rescatarles, pero cuando lo han hecho descubren algo aterrador, que supone una amenaza para toda la humanidad. Dispondrán de pocos días para detener una catástrofe que puede cambiar el mundo para siempre.
La odisea de Troya es una aventura grandiosa, una muestra más del talento excepcional de un maestro del género.

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En el compartimiento de los pasajeros, Pitt y Giordino abrieron los macutos y se vistieron con los trajes de buceo y nada más, excepto las botas de goma. Prescindieron de las botellas de aire, las aletas y las máscaras. Cargaron con los cinturones de lastre para compensar la flotabilidad de los trajes de neopreno. El único equipo que cogió Pitt fue su teléfono móvil, metido en una pequeña bolsa impermeable sujeta al estómago. Terminados los preparativos pasaron a la parte de atrás del compartimiento y abrieron la escotilla de carga. Pitt le hizo un gesto a Rudi.

– Vale, Rudi, te llamaré si surge la necesidad de salir pitando.

Gunn agitó su móvil y sonrió.

– No lo soltaré hasta que me avises para que venga a evacuarte a ti, a Al y a los chicos de la isla.

Aunque no compartía del todo el optimismo de Gunn, agradeció la muestra de confianza. Cogió el teléfono que estaba en un soporte vertical en un mamparo y llamó al piloto.

– Todo listo aquí atrás.

– Estén preparados -respondió Shepard-. Llegaremos a la bahía en tres minutos. ¿Está seguro de que hay profundidad suficiente para la inmersión?

– Salto -le corrigió Pitt-. Si tiene programadas las coordenadas GPS correctas y se detiene en el punto señalado, tendríamos que encontrar la cantidad necesaria de agua para no chocar contra el fondo.

– Haré todo lo posible -afirmó Shepard-. Después, el señor Gunn y yo haremos ver como si voláramos hacia otra isla cercana antes de dar la vuelta y esperar su llamada para venir a recogerlos.

– Conoce la maniobra.

– Les deseo suerte, muchachos -añadió Shepard, antes de cortar la comunicación con el compartimiento de los pasajeros. Luego se irguió en el asiento con las manos y los pies bien firmes en los controles y se concentró en la maniobra que debía ejecutar.

La isla estaba a oscuras, como si estuviese desierta, y la única luz era la del faro en lo alto de la torre metálica. Pitt apenas si alcanzaba a distinguir vagamente la silueta de los edificios y de la réplica de Stonehenge en el centro de la isla en una pequeña elevación. Sería una aproximación difícil, pero Shepard parecía tan tranquilo como un gángster que, sentado en un palco en el Derby de Kentucky, sabe que el favorito no ganará la carrera porque él ha sobornado al jinete.

Shepard llevó al viejo Bell Jet Ranger directamente desde el mar al centro del canal de la bahía. En la parte de atrás, Pitt y Giordino permanecían junto a la escotilla de carga. La velocidad del aire era de casi ciento noventa kilómetros por hora, cuando las manos y los pies de Shepard bailaron sobre los controles y el helicóptero se levantó sobre la cola y se detuvo bruscamente al tiempo que se inclinaba a estribor para permitir que saltaran por la escotilla sin obstrucciones. A continuación, Shepard niveló el aparato y volvió a ganar velocidad para dar la vuelta y dirigirse a mar abierto. Ejecutó la maniobra a la perfección. Para cualquiera que observara desde la isla, el helicóptero casi no se había detenido.

Pitt y Giordino contuvieron la respiración mientras caían diez metros antes de chocar contra el agua. A pesar de sus intentos por caer con los pies por delante, la súbita inclinación del helicóptero había impedido un salto suave. Se encontraron dando vueltas en el aire y se apresuraron a sujetarse las rodillas con los brazos para formar una bola y evitar golpear de plano contra la sólida pared de agua, algo que podría causarles lesiones graves o por lo menos vaciarles el aire de los pulmones y dejarlos inconscientes. Los trajes de neopreno absorbieron la mayor parte de la dureza del impacto cuando chocaron contra la superficie y se hundieron casi tres metros antes de perder el impulso.

Con la sensación de que una pandilla de sádicos se habían divertido golpeándolos con bastones, salieron a la superficie a tiempo para ver cómo dos reflectores se encendían y barrían el agua hasta encontrar su objetivo e iluminar al helicóptero como si fuera un árbol de Navidad.

Shepard era un piloto veterano que había volado en Vietnam. Se adelantó a lo que vendría después. Bajó bruscamente hacia el mar en un picado casi vertical en el momento en que las ráfagas de armas automáticas rasgaban el aire nocturno y pasaban a más de treinta metros por detrás del rotor de cola. Entonces giró y volvió a subir. Una vez más los proyectiles fallaron el blanco.

Shepard sabía que sus piruetas no mantendrían apartados a los lobos mucho más, y menos con los reflectores que se le pegaban como sanguijuelas. Adivinó de nuevo las intenciones de los tiradores de la isla. Detuvo el Bell y flotó durante una fracción de segundo. Los tiradores, que ya habían aprendido la lección, dispararon esta vez a la supuesta trayectoria, pero Shepard los había vuelto a engañar. Los disparos pasaron a unos cuarenta metros por delante del morro del helicóptero.

Por increíble que pareciera, Shepard se había apartado casi un kilómetro de los agresores y viraba para alejarse, cuando los últimos disparos perforaron el fuselaje, avanzaron hacia la carlinga y destrozaron el parabrisas. Un proyectil alcanzó a Shepard en un brazo y le atravesó el bíceps sin tocar el hueso. Otra bala rozó el cuero cabelludo de Gunn, que se había echado al suelo.

En el agua, Pitt respiró más tranquilo al ver cómo el helicóptero volaba más allá del alcance de tiro y desaparecía en la oscuridad. Aunque no sabía si Gunn o Shepard habían resultado heridos, tenía claro que no podrían regresar mientras los disparos barrieran el espacio aéreo de la isla.

– No podrán buscarnos hasta que eliminemos los reflectores -señaló Giordino, que flotaba de espaldas como si estuviese en la piscina de su casa.

– Nos ocuparemos del problema después de averiguar qué les ha pasado a Dirk y Summer -dijo Pitt mirando hacia la isla, con la confianza de un hombre que ve algo que no ven los demás.

Entonces vieron cómo los reflectores bajaban para comenzar a barrer la superficie de la bahía. Se sumergieron sin desperdiciar el aliento en avisar al otro, conscientes de que sus instintos estaban fuertemente ligados con el paso de los años. Pitt se giró a una profundidad de tres metros y miró hacia arriba. Las potentes luces de los reflectores hacían que la superficie brillara como si la alumbrara el sol. Sólo cuando las luces se alejaron, salieron a la superficie para respirar. Habían estado sumergidos más de un minuto, pero ninguno de los dos jadeó, porque habían aprendido la técnica de contener la respiración para las inmersiones a gran profundidad sin botellas.

En cuanto las luces se alejaron, salieron a la superficie, cogieron aire y se sumergieron de nuevo. Siempre atentos a los movimientos de los reflectores y coordinando sus pasadas para salir a respirar, comenzaron a nadar hacia la costa, que estaba a poco menos de un centenar de metros. Por fin se apagaron los reflectores y pudieron volver a nadar en la superficie. Diez minutos más tarde pisaron arena. Se pusieron de pie, dejaron caer los cinturones de lastre y avanzaron al amparo de las sombras de un saliente rocoso. Descansaron unos momentos mientras evaluaban la situación.

– ¿Hacia dónde vamos? -susurró Giordino.

– Hemos pisado tierra al sur de la casa y a unos doscientos metros al este de la réplica de Stonehenge -respondió Pitt.

– Un decorado -dijo Giordino.

– ¿Qué?

– Los falsos castillos y las copias de antiguas estructuras se llaman decorados. ¿No lo recuerdas?

– Lo tengo grabado en el cerebro -murmuró Pitt-. Vamos. Echemos una ojeada. Tenemos que encontrar esos reflectores y sabotearlos. Sería un estorbo que nos iluminaran como a un par de conejos.

Tardaron ocho minutos en localizar los reflectores gemelos. Casi tropezaron con ellos en la oscuridad. La única cosa que los salvó de ser descubiertos por los guardias que atendían las luces fueron sus trajes de neopreno negro, que los hacían prácticamente invisibles en la oscuridad. Distinguieron la silueta de un hombre que descansaba tumbado en la arena mientras que otro observaba el mar a través de unos prismáticos de visión nocturna. Como no esperaban la aparición de intrusos por la retaguardia, no estaban alerta.

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