– Es un mensaje de nuestra oficina en Managua. Nuestro centro de investigaciones en Ometepe y los túneles han sido destruidos por el deslizamiento de una de las laderas del volcán Concepción.
La noticia fue recibida con grandes muestras de angustia y asombro.
– ¿Ha desaparecido? ¿Desaparecido del todo? -preguntó una de las mujeres, dominada por la más absoluta incredulidad.
– Está confirmado -afirmó Epona-. El centro yace ahora en el fondo del lago de Nicaragua.
– ¿Han muerto todos? -quiso saber otra-. ¿No hay supervivientes?
– Todos los trabajadores fueron salvados por una flota de naves de las ciudades y localidades costeras, y luego los helicópteros de las fuerzas especiales norteamericanas atacaron nuestras oficinas centrales. Nuestras hermanas, que defendieron heroicamente el edificio, han muerto.
Epona abandonó su silla en la cabecera. Se acercó a Summer, la cogió de un brazo y la ayudó a levantarse. Luego caminaron lentamente hacia la puerta como si una de ellas estuviese viviendo un sueño y la otra una pesadilla. Epona se giró, con los labios carmesí desfigurados por una mueca. Inclinó la cabeza hacia Dirk en un movimiento apenas visible.
– Disfrute de sus últimas horas en este mundo, señor Pitt.
Se abrió la puerta y apareció de nuevo la mujer de verde, que no vaciló en apoyar el cañón de su pistola en la sien de Dirk cuando éste se levantó con tanta violencia que tumbó la silla e hizo un amago de lanzarse sobre Epona con la intención de matarla. Dirk se detuvo en seco, lleno de rabia.
– Despídase de su hermana. No volverá a disfrutar de su compañía nunca más.
Rodeó la cintura de Summer con un brazo y salieron de la habitación.
El sol ablandaba el asfalto delante de la terminal de los aviones privados del aeropuerto internacional de Managua mientras Pitt y Giordino esperaban en un patio cubierto a que aterrizara el reactor Citation de la NUMA. El piloto ejecutó un aterrizaje impecable y después carreteó para acercarse a la terminal. En cuanto frenó, se abrió la puerta desde el interior y Rudi Gunn bajó a tierra.
– Oh, no -exclamó Giordino-. Me lo huelo. No regresamos a casa.
Gunn no se acercó sino que los llamó con un gesto. En cuanto se aproximaron a él, les dijo:
– Subid, no podemos perder ni un segundo.
Sin hacer ningún comentario, Pitt y Giordino metieron las maletas en el compartimiento de carga. Apenas si habían tenido tiempo de sentarse y abrocharse los cinturones cuando rugieron las turbinas y el avión carreteó por la pista y despegó.
– No me digas que vamos a pasar el resto de nuestras vidas en Nicaragua -dijo Giordino, con un tono desabrido.
– ¿A qué viene la urgencia? -preguntó Pitt.
– Dirk y Summer han desaparecido -respondió Gunn sin andarse por las ramas.
– ¿Desaparecido? -En los ojos de Pitt apareció un destello de aprensión-. ¿Dónde?
– En Guadalupe. El almirante los envió a una isla para que buscaran los restos de la flota de Ulises que supuestamente se hundió allí durante el viaje desde Troya.
– Continúa.
– El señor Charles Moreau, que es nuestro representante en aquella región del mar de las Antillas, llamó anoche para avisar de que habían cesado todas las comunicaciones con tus hijos. Todos los intentos que se han hecho hasta ahora para restablecer el contacto han sido inútiles.
– ¿Hubo una tormenta?
Gunn sacudió la cabeza.
– El tiempo era perfecto. Moreau alquiló una avioneta y voló sobre la isla Branwen, que era el lugar designado para la exploración. El balandro de Dirk y Summer ha desaparecido y no hay ninguna señal de ellos en los alrededores de la isla.
Pitt sintió como si un enorme peso le oprimiera el pecho. La terrible posibilidad de que sus hijos pudieran estar muertos o heridos estaba excluida de su mente. Durante unos momentos fue incapaz de creer que pudieran haber sufrido algún daño. Pero entonces miró el rostro del habitualmente taciturno Giordino y vio su mirada de profunda preocupación.
– Ahora vamos hacia allí… -afirmó Pitt.
– Así es. Aterrizaremos en el aeropuerto de Guadalupe. Moreau ya tiene un helicóptero que nos llevará directamente a Branwen.
– ¿Alguna idea de lo que ha podido pasarles? -preguntó Giordino.
– Sólo sabemos lo que nos dijo Moreau.
– ¿Cómo es la isla? ¿Está poblada? ¿Hay algún pueblo de pescadores?
En el rostro de Gunn apareció una expresión grave.
– La isla es una propiedad privada.
– ¿Quién es el propietario?
– La propietaria es una mujer que responde al nombre de Epona Eliade.
La sorpresa se reflejó en los ojos verde opalino de Pitt.
– Epona… Sí, por supuesto, tenía que ser ella.
– Hiram Yaeger la investigó a fondo. Pertenece a las más altas jerarquías de Odyssey y se dice que es la mano derecha de Specter. -Se interrumpió para mirar a Pitt-. ¿La conoces?
– Nos cruzamos brevemente cuando Al y yo rescatamos a los Lowenhardt y capturamos a Flidais. Me pareció que estaba muy alto en la jerarquía de Odyssey. Creí que había muerto durante el combate en el centro de investigación.
– Al parecer, consiguió escabullirse del cerco antes de que destruyeran el complejo. El almirante Sandecker le ha pedido a la CIA que le sigan la pista. Uno de sus agentes informó que su avión privado aparecía en una foto tomada desde un satélite espía al momento de aterrizar en la pista de la isla Branwen.
A Pitt le costaba controlar el miedo. Con un tono firme que reflejaba claramente su convicción, manifestó:
– Si Epona es la responsable de cualquier daño que puedan sufrir Dirk o Summer, no vivirá lo bastante para cobrar la pensión.
Era casi noche cerrada cuando el reactor de la NUMA aterrizó en Guadalupe y carreteó hasta un hangar privado. Moreau esperaba junto a la tripulación de tierra cuando Pitt, Giordino y Gunn bajaron del avión. Se presentó y los escoltó rápidamente hasta el helicóptero que estaba aparcado treinta metros más allá.
– Un viejo Bell Jet Ranger -exclamó Giordino, entusiasmado ante la belleza del viejo helicóptero restaurado-. Casi no recuerdo cuándo fue la última vez que vi uno de estos.
– Lo utilizan para vuelos turísticos -le explicó Moreau-. Fue lo único que pude conseguir sin demora.
– Nos servirá -afirmó Pitt.
Arrojó el macuto al interior y subió al aparato. Fue a la carlinga, donde conversó brevemente con Gordy Shepard, el piloto, un hombre sesentón con miles de horas de vuelo en dos docenas de aviones diferentes. Después de perder a su esposa víctima de un cáncer y de retirarse como jefe de pilotos de una gran compañía aérea, había ido a Guadalupe y trabajaba a tiempo parcial transportando turistas a las islas. Los cabellos grises impecablemente peinados hacían juego con sus ojos negros.
– Es una maniobra que no he intentado en mucho tiempo -comentó Shepard, después de escuchar las instrucciones de Pitt-. Así y todo, creo que la podré hacer.
– Si no la hace -replicó Pitt con una sonrisa tensa-, mi amigo y yo chocaremos con la fuerza de un cañonazo.
Gunn le dio las gracias a Moreau y cerró la puerta cuando las hojas del rotor comenzaron a girar despacio y fueron aumentando paulatinamente la velocidad hasta que el piloto despegó.
Tardaron menos de quince minutos en recorrer los cuarenta y tres kilómetros que había desde el aeropuerto a la isla. A petición de Pitt, en cuanto pasaron al mar, el piloto voló sin luces. Volar sobre el mar en plena oscuridad es como estar sentado con los ojos vendados en una caja con las juntas selladas. Shepard utilizó el faro de la isla para guiarse y voló en línea recta hacia la costa sur.
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