Miranda vio el brillo de un puñal en su cintura. Había llegado el momento. No sería capaz de vencerlo en un combate cuerpo a cuerpo. Larsen era delgado, pero alto y mucho más fuerte de lo que parecía.
Con sus ojos azul claro, el Carnicero le lanzó una mirada llena de odio. Y luego sonrió con un gesto grotesco.
– Hoy vas a morir.
Y de un salto se abalanzó sobre ella.
Quinn oyó disparos. Estaban muy cerca, pero ¿qué pasaría si fuera demasiado tarde?
Corrió a todo meter, tropezando entre las rocas y salpicando agua al cruzar el arroyo.
Oyó un grito de sorpresa. Miranda. No podía verla, pero no estaba demasiado lejos. Corrió más rápido, desesperado por llamarla, pero consciente de que alertaría a Larsen.
Llegó a un claro y se detuvo a tiempo para evitar caer por una roca. Justo un poco más abajo, Larsen tenía clavada en el suelo a Miranda. Y en la mano tenía un cuchillo.
Quinn desenfundó su pistola.
Miranda sentía el corazón saliéndosele del pecho y las venas saturadas de adrenalina. Era como si su visión se hubiera agudizado, y su oído afinado.
Larsen la tenía clavada con todo su peso, y con el brazo izquierdo le presionó con fuerza la garganta. El cuchillo en su mano derecha lanzó un destello, mientras el agua caía de la hoja hacia su cara.
Su mayor temor era quedarse paralizada. Que no fuera capaz de defenderse cuando su vida estuviera en juego. Que los años de clases de defensa personal, como alumna y como profesora, más el ejercicio, la determinación y todo eso no le sirvieran de nada.
Porque, al final, vencería él.
Ha llegado el día. El día de mi muerte.
No. ¡NO!
Estiró la mano izquierda y le hundió los dedos en los ojos hasta donde pudo. Él lanzó un rugido de dolor y se apartó de ella. Alzó el brazo derecho por encima de la cabeza, y Miranda vio la hoja afilada por ambos lados del puñal de caza que ahora caía…
Miranda arqueó la espalda y se sirvió del precario equilibrio de Larsen para quitárselo de encima.
No esperó a ver cómo caía. Se incorporó de un salto, pero él la cogió por el pie y volvió a tirar de ella. Quedó tendida sobre el vientre, la peor posición posible. Sintió una quemadura en la pierna cuando él asestó la primera puñalada. El calor escapó de su cuerpo y la tela del pantalón, empapada de sangre, se le pegó a la pierna.
La había apuñalado.
Miranda oyó que alguien gritaba. El Carnicero se quedó quieto, y disminuyó la presión de su peso.
Justo lo suficiente.
Miranda se levantó apoyándose en los brazos y le lanzó una patada con la pierna herida. La descarga de dolor le recorrió todo el cuerpo y se tambaleó, presa del vértigo, pero no perdió el control.
Larsen tropezó y, al caer, dejó ir el puñal. Los dos se lanzaron a por él al mismo tiempo.
Miranda sintió que su mano se cerraba sobre el metal cálido y pegajoso, con su propia sangre.
De pronto, lo miró, y sus ojos quedaron fijos.
Los ojos sin alma de Larsen le dijeron a Miranda todo lo que tenía que saber acerca de él.
Mataba porque podía. El objeto de su pasión era la caza.
La cacería había llegado a su fin.
Larsen se abalanzó hacia el puñal que ella sostenía. Sin vacilar, y con un movimiento certero, Miranda se lo clavó en el pecho. Su sangre le manchó las manos y Larsen quiso cogerla. Ella se encogió, pero no soltó el puñal.
Él abrió la boca, pero jadeando sin respirar. Intentaba decir algo.
Sonaba como Theron.
Miranda no entendió la referencia a la diosa griega, si es que se trataba de eso.
Lo vio morir, mirándolo directamente a la cara por primera vez.
No tenía aspecto de hombre malvado.
Aquel tipo la había violado. Le había dejado heridas por todo el cuerpo y cicatrices en los pechos. Aquel hombre había matado a sangre fría a su mejor amiga y al menos a otras seis mujeres. Había aterrorizado a las mujeres del sudoeste de Montana durante doce años, hasta el punto que ya no se atrevían a ir solas por la calle. Ni a conducir solas. Ni siquiera se sentían seguras acompañadas.
Aunque ahora estuviera muriendo, nadie olvidaría jamás su reinado de terror.
Sin embargo, no tenía aspecto de monstruo. Parecía más bien un chico asustado. De su boca brotó sangre y sus ojos miraron al cielo.
– The-ron.
Miranda soltó el cuchillo y se echó hacia atrás, trastabillando. Larsen se derrumbó sobre ella, cogiendo con las dos manos el puñal que seguía clavado en su pecho.
Miranda se dejó caer al suelo, con la pierna dolorida y el corazón disparado. Tenía la cabeza hecha una nebulosa.
Acababa de matar a alguien. No a un hombre cualquiera, sino al Carnicero.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas y respiró como si hubiera estado horas sin tragar oxígeno. Se quedó mirando a David Larsen, mientras la sangre se derramaba sobre la tierra. Los ojos vidriosos y muertos.
Lo vio agonizar hasta morir.
– Dios mío, Miranda.
– Quinn. -Su voz sonaba rara, distante. No conseguía enfocar la vista. Ahora que la adrenalina disminuía, empezó a caer en un estado de shock.
Unos brazos la cogieron. Unos brazos fuertes que la estrecharon.
– Miranda, pensé que… -Quinn no acabó la frase.
Ella se giró en su pecho cálido y respiró de su olor reconfortante, deseando que jamás la dejara. Se aferró a él como si se estuviera hundiendo, sepultando sus sollozos en sus brazos. Y él la sostuvo. No hizo más que sostenerla.
Su serenidad, profunda y tranquila, la apaciguó.
– Todo ha acabado, cariño. Por fin ha acabado.
Cuando Quinn volvió con Miranda a la hostería ya era pasada la medianoche. Miranda estaba inusualmente callada, y Quinn la entendía. Acababa de volver a vivir una experiencia traumática en el bosque.
Los paramédicos habían tardado casi dos horas en transportar a Nick, Lance Booker y Ashley desde la quebrada hasta el rancho de los Parker, donde esperaban las ambulancias. Un médico le vendó la pierna a Miranda mientras esperaba en un refugio provisional. Le fijaron un entablillado y la subieron lentamente por la montaña después de los otros.
Miranda había querido volver enseguida a casa, pero Quinn la llevó al hospital para que le suturaran la herida. No estaba dispuesto a perderla de vista, y no le soltó la mano durante toda la visita.
Aunque David Larsen había muerto, lo único en que Quinn atinaba a pensar era que había estado a punto de volver a perder a Miranda.
Bill y Gray esperaban en el bar. Bill se apresuró a ir hacia su hija en cuanto ésta entró cojeando con la ayuda de Quinn.
– Randy -dijo, con la voz ahogada por la emoción.
– Estoy bien.
Estaba mejor que bien. Miranda era una superviviente nata. Era algo que Quinn ya daba por sabida, y ella había demostrado su valor enfrentándose cara a cara con el mal.
Esperaba que ahora creyera en sí misma. Nada de dudas sobre su persona, nada de «qué pasaría si». Se había convertido en una mujer que, Quinn lo sabía, volvía a ser dueña de sí misma.
– Sentaos -dijo Bill, y arrimó un par de sillas.
Se hundieron en sus asientos mientras él les preparaba un whisky doble de su mejor botella.
– Espera un momento, si tomas analgésicos, no puedes beber -dijo, reteniendo el vaso de Miranda.
– Dámelo, papá -dijo ella, estirando la mano-. No me he tomado las píldoras. Sabes que detesto los fármacos.
Él le pasó el vaso y se sentó a su lado.
– Todo ha acabado. Estás a salvo.
Quinn apenas podía hablar. Todavía estaba anonadado por el corte que Larsen le había infligido a Miranda.
La mayoría de las personas jamás vivían la experiencia traumática de enfrentarse a un asesino en serie. Y menos aún dos veces.
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