John se sentía confundido. Rowan estaba segura de que habría una víctima más, de su cuarta novela, Corrupción , y que luego el asesino vendría a por ella. Pero, ¿qué había de la última novela? Ese libro no había conservado el título de la serie «Crimen de…» Se preguntó a qué se debería eso. Tendría que preguntárselo. Pero si se lo preguntaba, ella sabría que había entrado en su ordenador.
¿Era posible que el asesino se hubiera hecho con una copia del manuscrito del libro? ¿Se trataba de alguien que Rowan conocía bien? ¿Lo bastante como para invitarlo a casa?
John apagó el ordenador y echó un vistazo a su mesa de trabajo. El cajón de los archivos contenía casi únicamente correspondencia personal o relacionada directamente con sus libros.
Excepto una carpeta.
Noticias de periódicos, ligeramente amarillentos, de hacía unos cuatro años, informaban de una masacre en Nashville, Tennessee.
El empresario Karl Franklin asesina a toda su familia y se suicida.
La noticia informaba que Karl Franklin llegó a casa tarde un lunes por la noche después del trabajo y mató a su mujer y a sus cuatro hijos mientras dormían. Todo el mundo estaba espantado. Franklin era un hombre de negocios exitoso, no tenía problemas económicos y siempre hablaba con entusiasmo de su familia.
No había motivos visibles, ninguna razón. El hombre se había quebrado y asesinado a su familia cuando nada debería haberlo quebrado. Y luego se quitó la vida, y nadie pudo preguntarle por qué.
Hacía cuatro años. Era el caso que aparecía en las pesadillas de Rowan. Era el caso que estaba revisando en el FBI en ese preciso momento.
Algo se insinuó vagamente en su conciencia. Sacó su teléfono móvil y llamó a un contacto en Washington.
– Hola, Andy, soy John Flynn.
– Flynn. Es la segunda vez que me llamas esta semana. Parece que estás trabajando.
– Se podría decir. Estoy ayudando a mi hermano con un caso. ¿Tienes algo para mí?
– No. Te dije que tardaría lo suyo. Meterme a averiguar cosas sobre la vida del director adjunto me podría costar el empleo, amigo. Espero que tengas un empleo para mí en el comando Delta.
John rió.
– Puedes acompañarme la próxima vez que vaya a América del Sur.
– No, gracias. Prefiero trabajar en un McDonald's. Querías un informe de la situación. Ahora no tengo nada. Llámame la semana que viene.
– No. Otra pregunta, que debería ser fácil.
– Dime.
John oyó que un vehículo se detenía frente a la casa. Se acercó a la cortina y miró, pero no vio nada.
– ¿Cuándo dejó Rowan Smith el FBI? Fue hace cuatro años. Quiero una fecha exacta.
– Eso te lo puedo decir. No cuelgues.
– Gracias.
Mientras esperaba, John siguió mirando por la ventana. Sólo podía ver los techos de los coches que pasaban por la autopista a unos quince metros, por un elevado terraplén que la separaba de la casa de Rowan. Era una carretera muy transitada.
Antes de que Andy volviera al teléfono, un camión viejo pasó lentamente delante de la casa pero sin detenerse. Si el conductor buscaba una casa, podía ser cualquiera de las docenas que había en ese trozo de la carretera del Pacífico. El camión pasó de largo y salió de su campo visual. Pero John nunca dudaba de su intuición y esperó junto a la ventana, ajustando la veneciana para ver sin ser visto.
– ¿John?
– Sigo aquí.
– Su finiquito data del treinta y uno de agosto, pero ella renunció a toda actividad el dos de mayo.
John no tenía que volver a mirar el periódico para saber que Franklin mató a su familia el primero de mayo. No sólo había sido su último caso sino también el motivo de su renuncia. ¿Por qué? John había leído los demás expedientes. Algunos eran crímenes mucho más brutales, y ella los había investigado sin titubear.
– Una cosa más.
Andy suspiró con un resoplido trágico.
– Me van a despedir.
– Puedes mirar a ver si hay otros crímenes similares al de Franklin.
– ¿Dónde? ¿Cuándo?
– Estados Unidos. Cuando sea.
– Mierda, John. Suerte que tus preguntas no son nada difíciles.
John no pudo evitar una sonrisa.
– Te debo una -dijo.
– Ya lo creo que sí. Te llamaré. No sé cuándo. Es un asunto muy extenso que cubrir.
– Gracias, colega. Lo ideal sería lo más pronto posible.
– Ya no sé si seguimos siendo colegas -dijo Andy, y colgó.
John sonrió. Andy nunca cambiaría. Era agradable cuando la reacción de las personas se volvía predecible.
Se quedó junto a la ventana y esperó. Al cabo de diez minutos, pensó que el conductor había venido de visita a otra casa en la calle. Se apartó de la ventana y paseó la mirada por el estudio una última vez.
Aquel lugar no podía revelarle nada más. Pero John salió con la sensación de que conocía mucho mejor a Rowan Smith.
Salió del estudio, no sin antes asegurarse de que todo estaba tal como lo había encontrado. El ordenador apagado, el montón de papeles, los cajones cerrados. Todo en orden.
Era pasada la hora de comer, y tenía hambre. Aunque no sabía cocinar ni la mitad de bien que su hermano, sabía hacer unos bocadillos muy suculentos. Tess le había dicho que Rowan tenía poca comida en casa hasta que llegó Michael. Mientras John miraba en la nevera y en la despensa bien surtidas, no pudo evitar preguntarse hasta cuándo se quedaría Michael. Por la cantidad de comida, parecía que pensaba quedarse para siempre.
Una vez más, era como lo de Jessica. Y lo peor era que Michael no lo veía.
John se preparó un bocadillo, y empezó a comer, más por una cuestión de hábito que porque le gustara su sabor.
Si no le fallaba su intuición, a Rowan la habían asignado al caso Franklin y había renunciado después de visitar la escena del crimen. Era probable que le hubieran propuesto tomar una baja antes de que se aceptara su renuncia, con la esperanza de que cambiara de opinión. John sabía que algunos agentes que trabajaban en tareas muy duras a veces necesitaban un tiempo para recuperar la salud mental. De otra manera, se quemaban.
Rowan Smith, un caso clásico de agente quemada. Pero en lugar de integrarse en un cuerpo de policía menor, como hacían otros, o de trabajar como consultora privada, o aceptar un trabajo en un despacho, ella había iniciado una segunda carrera, muy exitosa, escribiendo novelas policiacas. En sus libros ahondaba en los detalles del horror que un ser humano podía infligir a otro, cosas que habría visto no pocas veces, sobre todo en los casos que investigaba.
Pero, quizá no fuera un caso clásico.
John oyó un crujido en el balcón de afuera y se quedó quieto, a punto de dar un mordisco al bocadillo. Se tensó entero ante la alerta. Sus orejas casi se estremecieron buscando localizar a un posible intruso.
Siguieron otros crujidos. Crac, crac.
Alguien subía las escaleras que venían de la playa.
Sin hacer ruido, John dejó el plato y desenfundó su pistola. Cuando se acercó a la puerta lateral sus zapatillas deportivas no crujían sobre el suelo de baldosas. Bajó sigilosamente las escaleras y siguió hacia la playa.
Cuidando de no mostrarse al intruso ocultándose detrás de los pilares de apoyo del balcón, siguió hasta llegar a las escaleras de atrás. Las había revisado al llegar la primera vez y sabía que si pisaba en el exterior del peldaño, evitaba el crujido de la madera.
Se detuvo a unos diez escalones de la parte superior y miró por el pasamanos. Un intruso. Era un joven de unos veinte años. Era alto y delgado y tenía el pelo oscuro. Llevaba un enorme ramo de flores. Si hubiera llamado a la puerta de entrada, John no le habría dado mayor importancia.
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