Tami Hoag - Sospecha

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Andy Fallon, un joven policía, ha aparecido desnudo y ahorcado. Según todos los indicios, se ha suicidado o ha sido víctima de un juego erótico, pero el detective Sam Kovac no termina de verlo claro. Se propone esclarecer los hechos, en parte, como un servicio al padre del joven muerto, un antiguo policía que tuvo que retirarse tras quedar inválido a consecuencia de un disparo, pero también porque sabe que hay personas que podían tener interés en la desaparición de Andy. Y es que el joven era de Asuntos Internos y además homosexual, dos circunstancias que pueden producir antipatías en determinadas personas, más aún si tienen algo que ocultar. Para Kovac se trata de un terreno muy resbaladizo, en el que sin duda se va a encontrar con la hostilidad de muchos. Pero él es tozudo, cuenta con la ayuda de Nikki Liska, una entusiasta policía divorciada, y ama la verdad. Una verdad que emergerá en toda su sordidez y brutalidad.

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Se había enamorado de una teniente.

Hay que reconocer que eres un as, Kovac.

¿Qué pensaría ella cuando abriera los ojos? ¿Creería que había cometido un error? ¿Que se había vuelto loca? ¿Se sentiría avergonzada, furiosa? No lo sabía. Lo que sí sabía era que lo que habían compartido era muy especial y que él no tenía intención alguna de arrepentirse, desde luego.

Se levantó con sigilo, se puso los pantalones y salió del dormitorio en busca de un lavabo, pues no quería que Amanda despertara al oír correr el agua en el lavabo de su suite. Encontró un baño de invitados con hermosas toallas y pastillas de jabón decorativas que, probablemente, no debían usarse, aunque él las usó de todos modos. Al mirarse al espejo vio a un tipo curtido, machacado, entrado en años y con las huellas de una vida más llena de desilusiones que de alegrías. ¿Qué coño podía ver una mujer en él?, se preguntó.

Se aseó y salió de nuevo al pasillo, percibiendo el olor a café quemado procedente de la cocina. Se habían dejado la cafetera encendida.

Bajó a la cocina, la apagó y se sirvió la media taza que quedaba. Mientras se lo tomaba deambuló por la casa, apagando las luces de las habitaciones por las que pasaba.

Amanda Savard había creado un refugio muy agradable, con muebles cómodos y atractivos de colores relajantes… Sin embargo, no había detalles que hablaran de ella. Ni rastro de fotografías de parientes, amigos ni de ella misma. Sí había numerosas fotografías en blanco y negro de lugares desiertos. Recordó haber visto algunas en su despacho y se preguntó qué significarían para ella. Quería encontrar algún indicio de su vida, aunque quizá ya lo estaba viendo. Desde luego, tampoco su casa contenía muchos indicios acerca de su propia vida. Un desconocido habría averiguado más detalles personales en su despacho que en su casa.

Entró en el salón, cogió un atizador y dispersó las escasas brasas que ardían en la chimenea. Cerró las puertas vidrieras y apagó la lámpara de pie china colocada en la mesilla junto al sofá. Sobre la mesa yacía un libro acerca de cómo afrontar el estrés.

Más allá del salón, más allá de una puerta vidriera de doble hoja se abría otra habitación con las luces encendidas. Un equipo de música sonaba a escaso volumen; parecía la misma emisora de jazz ligero que escuchaba Steve Pierce.

Kovac fue a apagar la radio. Se encontraba en el despacho de Amanda, otro hermoso oasis de muebles de cerezo y fotografías vacías. La única vez que había visto una mesa tan ordenada como aquella fue en una tienda de material de oficina. Amanda parecía ser una persona necesitada de orden y control, cosa que no le sorprendía. En los estantes instalados sobre la mesa vio algunos recuerdos que le hicieron sonreír. Una pequeña talla de una tigresa y su cría retozando, una colección de pisapapeles de vidrio de colores que parecían más obras de arte que herramientas útiles, un artilugio antiestrés que era una criatura de goma cuyos ojos se salían de las órbitas cuando se la apretaba, una placa.

Movido por la curiosidad, Kovac cogió la placa para echarle un vistazo. Era antigua, como las que se utilizaban cuando él ingresó en el cuerpo, hacía alrededor de un millón de años. Desde luego, de antes de que Amanda entrara en él, lo que significaba que había pertenecido a alguien que significaba algo para ella.

Ciudad de Minneapolis. Número de placa 1428.

Era el primer objeto que hacía referencia a su pasado y estaba relacionado con el trabajo. Tal vez su vida sí estaba tan vacía como la de él.

Devolvió la placa a su lugar, apagó la luz y el equipo de música y salió de la habitación, guiándose por la luz procedente de la planta superior. Subió la escalera con la idea de deslizarse de nuevo entre las sábanas para sentir el cuerpo suave y cálido de Amanda junto al suyo. Hacía tanto, tiempo que no experimentaba semejante sensación de bienestar que había olvidado cómo era.

– ¡No!

Oyó el grito a media escalera. Subió el resto a la carrera y se dirigió al dormitorio.

– ¡No! ¡No!

– ¡Amanda!

Estaba sentada en el centro de la cama, los ojos abiertos de par en par, agitando los brazos, enzarzada en una batalla con algo que solo ella veía.

– ¡No! ¡Basta!

– Amanda…

Kovac se detuvo junto a la cama sin saber qué hacer. Era una escena extraña, pues Amanda parecía estar despierta, aunque a juzgar por su expresión, no reparaba en su presencia. Despacio y con infinita delicadeza, le apoyó una mano en el hombro.

– Amanda, cariño, despierta.

Amanda dio un respingo al sentir su mano y huyó al otro extremo de la cama con expresión de animal acorralado. Kovac la asió del brazo con toda la suavidad de que fue capaz.

– Amanda, soy yo, Sam. ¿Estás despierta?

En aquel momento, Amanda parpadeó, y su pesadilla empezó a disiparse. Alzó el rostro hacia él y lo miró con tal desconcierto que se le rompió el corazón.

– No pasa nada, cariño -murmuró Kovac mientras se sentaba en el borde de la cama-. No pasa nada, cielo, no era más que un sueño. Todo va bien.

La atrajo hacia sí, y ella se acurrucó contra él como una niña, temblando de pies a cabeza. Kovac la sostuvo con un brazo mientras con la otra mano la cubría con una manta.

– Lo siento -musitó Amanda-. Lo siento.

– Chist… No tienes por qué sentir nada. Has tenido una pesadilla, pero ya ha pasado. No permitiré que nada te haga daño.

– Dios mío -gimió ella, avergonzada.

Kovac se limitó a abrazarla.

– Todo va bien.

– No -exclamó ella, zafándose de él y sin mirarlo a los ojos-. Nada va bien. Lo siento.

Se levantó de la cama, encontró un batín de seda entre las sábanas y se lo puso como si la avergonzara que Kovac la viera.

– Lo siento mucho -repitió, aún sin mirarlo.

Kovac guardó silencio mientras Amanda cruzaba la habitación a toda prisa y se encerraba en el baño. De nuevo lo acometió aquella sensación de que no tendría una segunda oportunidad con ella, de que aquella noche había sido la única. Había sido testigo de su parte más vulnerable, y a Amanda Savard le costaría mucho afrontar eso.

Lanzó un suspiro, se levantó y se puso la camisa. Sabiendo perfectamente que no serviría de nada, fue a la puerta del baño y llamó.

– ¿Estás bien, Amanda?

– Sí, gracias, estoy muy bien.

La formalidad de su tono lo golpeó como un puño; sabía que era uno de sus mecanismos de defensa predilectos, un modo de guardar las distancias. Decidió cambiar de táctica.

– Cariño, no tienes por qué avergonzarte. En nuestra profesión, todo el mundo sufre pesadillas. Deberías ver algunas de las mías.

Amanda abrió el grifo y lo cerró al poco. Luego se hizo el silencio. Kovac la imaginó mirándose al espejo como él había hecho minutos antes. No le gustaría lo que veía, las heridas, la palidez de su rostro, la expresión de sus ojos.

Retrocedió un paso cuando la puerta del baño se abrió. Amanda salió, se paró ante él con los brazos cruzados y todavía sin mirarlo a los ojos.

– No ha sido buena idea…

– No digas eso -la atajó Kovac.

Amanda cerró los ojos un instante antes de proseguir.

– Creo que los dos necesitábamos algo, y eso está bien, pero ahora…

– Ha estado mejor que bien -afirmó Kovac mientras la interceptaba para obligarla a mirarlo, aunque sin conseguirlo.

– Quiero que te vayas.

– No.

– Por favor, no hagas que me sienta más incómoda de lo que ya me siento.

– No tienes por qué sentirte incómoda.

– No salgo con compañeros de trabajo.

– ¿Ah, no? ¿Y con quién sales?

– No es asunto tuyo.

– Pues yo creo que sí -objetó Kovac.

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