Fue a la cocina, abrió el frigorífico, sacó un bocadillo de albóndigas a medio comer y lo olisqueó. Mejor que la basura…
Bocadillo en mano, se apoyó contra el mostrador y escuchó el silencio mientras repasaba mentalmente la escena acaecida en casa de Pierce. Jocelyn Daring, loca de rabia, dolor y celos, cruzando la estancia como una exhalación.
Te dije que no hablaras con él… ¿Por qué se lo has contado?… Yo te quería. Te quería.
¿Por qué se lo has contado?
Extraña frase, pensó Kovac, como si la homosexualidad de Pierce fuera un secreto que Jocelyn ya conociera, pese a que Pierce no se lo había contado ni tenía intención de contárselo.
Recordó la noche en que la conoció, su actitud hacia Pierce, tan posesiva y protectora, la expresión cautelosa cuando le preguntó si conocía a Andy Fallon.
Eso es lo que quiere Joss, un muñeco Ken de tamaño natural para vestirlo, sacarlo a pasear y fingir…
Era una mujer excepcionalmente fuerte. Aun ahora le dolían los bíceps por el esfuerzo de retenerla. Con aire pensativo, se llevó el bocadillo a la boca para darle un bocado, pero su busca sonó antes de que pudiera verificar si contraería o no salmonella. La pantalla mostraba el número del móvil de Liska. Marcó su número y esperó.
– Casa del Dolor. Servicio a domicilio.
– Sí, hola, quiero otro golpe en la cabeza y de postre una patada en los dientes.
– Lo siento, pero no tenemos tiempo para divertirnos. Pero te voy a alegrar el día. Deene Combs ha movido ficha. Una hija de Chamiqua Jones ha muerto.
– ¿Qué te ha pasado? -inquirió Liska con el ceño fruncido en cuanto Kovac bajó del coche.
– Una mujer enfadada.
– No tienes mujer que se enfade contigo.
– ¿Y por qué iba a limitar eso mis posibilidades de sufrimiento? -replicó Kovac mientras recorría el lugar con la mirada.
Chamiqua Jones vivía en un barrio degradado, de destartaladas, casas monstruosas construidas a principios de siglo y más tarde divididas en pisos. Sin embargo, no era un barrio marginal. Las familias que vivían allí eran pobres, pero en su mayoría hacían cuanto estaba, en su mano por ayudarse unas a otras. Sus peores enemigos no eran los suburbios blancos, sino las bandas y los traficantes de crack.
Precisamente por ese motivo, pensó Kovac cuando se dirigían, hacia el grupo de policías y técnicos forenses.
Junto a un montículo de nieve yacía un cuerpo pequeño y cubierto con una manta. El montículo de nieve sucia aparecía salpicado de sangre. Chamiqua Jones estaba algo apartada, gritando, gimiendo y meciéndose mientras amigos y vecinos intentaban consolarla.
– Los niños estaban jugando en la nieve -explicó Liska-. Según uno de ellos, un coche con tres o cuatro matones se paró junto a ellos, asomó la cabeza por la ventanilla y gritó el nombre de Jones. Cuando vio quién reaccionaba, disparó a la niña una vez en la cara y dos en el pecho.
– Joder.
– No es un mensaje demasiado sutil que digamos.
– ¿Quién lleva el caso?
– Tom Michaels.
Al oír su nombre, Michaels dejó la conversación que estaba sosteniendo con uno de los agentes y se acercó de inmediato a ellos. Era un tipo robusto y nervioso que llevaba el cabello fijado con kilos de gomina para contrarrestar el hecho de que aparentaba unos diecisiete años, aunque no lo conseguía. Era un buen policía.
– Sam, sabía que tú y Liska llevabais el caso Nixon -empezó-, así que imaginé que querríais estar al corriente de esto.
– Gracias… supongo -dijo Kovac-. ¿Han identificado al asesino?
Michaels hizo una mueca.
Respuesta: claro que no, ni tampoco lo identificarían. La hija de Jones había muerto porque a su madre le habían pedido que testificara contra uno de los sicarios de Deene Combs. Las cabezas visibles del barrio exigirían justicia con grandes aspavientos e instarían a los ciudadanos a alzarse y luchar, pero nadie haría nada. No después de aquello. ¿Y quién podía echárselo en cara?
– ¡Se lo dije!
El grito les hizo volver la cabeza. Chamiqua Jones corría hacia ellos, la mirada clavada en Kovac, los ojos llenos de lágrimas, dolor y furia. Lo señaló con un dedo enguantado.
– ¡Le dije que conseguiría que me mataran! ¡Mire lo que han hecho! ¡Mire lo que han hecho! ¡Han matado a mi niña! ¡Han matado a mi Chantal! ¿Cómo va a ayudarme ahora, Kovac?
– Lo siento, Chamiqua -murmuró Kovac, sabedor de lo absurda que sonaba aquella disculpa.
La mujer los fulminó a ambos con la mirada. -¿Que lo siente? ¡Mi niña está muerta! Le dije que me dejara en paz, pero no, insistió en seguir. Testifica, Chamiqua, me dijo. Cuenta lo que viste o meteremos tu culo negro entre rejas, me dijo. Le dije lo que pasaría. ¡Se lo dije!
Golpeó a Kovac en el pecho con ambos puños. Kovac se lo permitió. Al poco, Chamiqua se apartó, furiosa porque los golpes no le habían servido de nada.
– ¡Le odio! -chilló.
Kovac guardó silencio. A Chamiqua Jones no le interesaba escuchar que se sentía fatal y que deseaba que aquello no hubiera ocurrido. No le perdonaría ni lo absolvería por hacer su trabajo, por seguir órdenes. No la impresionaría que se hubiera hecho policía porque quería ayudar a la gente, aportar su granito de arena para convertir el mundo en un lugar más seguro y mejor. A Chamiqua Jones le importaba un comino Kovac en todos los sentidos salvo en el odio que sentía hacia él.
– Señora Jones, si podemos hacer algo por usted… -terció Liska.
– Ya han hecho bastante -espetó Jones con amargura-. ¿Tiene usted hijos, detective?
– Dos chicos.
– Entonces ruegue a Dios que nunca deba sentir lo que estoy sintiendo ahora mismo. Eso es lo que puede hacer.
Dicho aquello les dio la espalda y se acercó al cadáver de su hija. Nadie intentó impedírselo.
– Menuda putada -murmuró Michaels mientras Jones retiraba la mano y tocaba la cabeza ensangrentada de su pequeña-. Si la gente fuera capaz de entregarnos a criminales como Combs, estas cosas no pasarían. Pero precisamente porque pasan, nadie se atreve a hacerlo.
– Intentamos convencer a Leonard para que no la presionara -explicó Kovac-, para que buscara otro modo de echar el guante a Combs. Pero Sabin pensó que si pillábamos al tipo que atacó a Nixon, este podría darnos a Combs.
Michaels soltó un bufido.
– Chorradas. Ningún capullo da una paliza a un tío con una barra de hierro y luego delata a su jefe.
– Los dos lo sabemos.
– Y la que paga por ello es Chamiqua Jones -terció Liska, incapaz de apartar la mirada de la destrozada madre.
– Si necesitas cualquier cosa sobre el caso Nixon, no tienes más que pedírnoslo -ofreció Kovac a Michaels.
– Lo mismo digo -repuso el otro detective.
Kovac apoyó una mano sobre el hombro de Liska en cuanto Michaels volvió al trabajo.
– La vida es una mierda, y eso que la noche es joven -suspiró-. Vamos, Tinks, te invito a un café. Podemos llorar el uno en el hombro del otro.
– No, gracias -declinó ella sin dejar de mirar a Chamiqua Jones aun cuando se alejaban-. Tengo que ir a casa con los chicos.
Kovac la acompañó a su coche y la siguió con la mirada, deseando que alguien lo esperara en su casa.
Liska regresó a casa con una prisa terrible por llegar. La embargaba una sensación de temor, una suerte de presagio. No lograba desterrar de su mente la idea de que mientras presentaba sus respetos a la madre de una niña muerta, algo espantoso les había ocurrido a sus propios hijos. Condujo deprisa, haciendo caso omiso de las normas de tráfico y los límites de velocidad, sintiéndose como si las palabras de Chamiqua hubieran sido una maldición. Era una estupidez, lo sabía, pero no importaba.
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