Erica Spindler - Fruta Prohibida

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La historia de tres generaciones de mujeres, sus complejas vidas, sus misterios, sus pecados, y al hombre que lo sabe todo sobre ellas y puede desvelar los más ocultos secretos.
Lily Pierron es una legendaria madame que sabe que en la cálida Nueva Orleans se puede cometer cualquier pecado a cambio de un alto precio. Para ella, el precio es su hija Hope.
Hope Pierron St. Germaine es la elegante y piadosa mujer de una acaudalado hotelero y la dedicada madre de Glory durante el día, pero por la noche sucumbe a las pasiones carnales que amenazan con destruirla.
Glory St. Germaine ignora los vergonzosos secretos de su familia, pero sufre las consecuencias de una oscuridad cuya existencia desconoce. Obstinada y atolondrada, Glory encuentra el amor prohibido en el hombre que lo sabe todo sobre las Pierron.

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Habían pasado casi dos años desde la muerte de su madre, y desde entonces se había visto obligado a vivir con cuatro familias de «alquiler». Con todas ellas, sin embargo, había aprendido algo importante.

La primera de todas le había enseñado a no pensar, en ningún momento, que era su familia real. Para ellos sólo era una manera de conseguir dinero, y lo habían dejado bastante.

La segunda familia le había enseñado a no llorar, por mucho dolor que le infligieran. Había aprendido que el dolor era algo íntimo, algo que sólo le concernía a él. Había aprendido que cuando expresaba sus sentimientos sólo conseguía que lo ridiculizaran.

La tercera familia le había enseñado a no esperar nada de los demás, ni siquiera una mínima decencia en el trato. Y cuando llegó el turno de la cuarta familia ya no aprendió nada más por la sencilla razón de que había dejado de ser vulnerable. No tenía esperanzas, ni ilusiones, ni deseos de que lo amaran. Se limitó a cerrarse al mundo.

Como consecuencia de su comportamiento, los asistentes sociales del estado habían llegado a la conclusión de que era un chico difícil e introvertido.

Durante su experiencia con las cuatro familias había vivido en cuatro partes distintas de la misma ciudad, asistido a cuatro colegios diferentes, y perdido a todos sus amigos sin hacer ni uno solo nuevo. Habían destrozado su vida, y por si fuera poco se atrevían a decir que era difícil e introvertido. Tal y como decían a menudo sus viejos amigos, el sistema estaba podrido.

Pero esta vez no lo encontrarían.

Debía marcharse de Nueva Orleans. Si se quedaba, lo encontrarían. Y no podría soportar acabar en un reformatorio, o con otra familia de «alquiler». No soportaría otro colegio, otro barrio, más rostros nuevos y desconocidos. Tenía dieciséis años y era casi un hombre. Había llegado el momento de que decidiera por su cuenta y riesgo.

Había planeado su fuga con cuidado, ahorrando todo el dinero que podía hasta conseguir la suma de cincuenta y dos dólares. Después de estudiar un mapa de Luisiana había decidido marcharse a Baton Rouge, una ciudad bastante grande, con universidad, mucha gente joven y no demasiado lejos de Nueva Orleans. Apenas a doscientos kilómetros.

No había olvidado la promesa de encontrar al asesino de su madre. En cuanto fuera mayor de edad, regresaría para cumplirla.

Abrió un cajón y sacó un pequeño joyero del que extrajo unos pendientes de cristal coloreado. De forma reverencial, los colocó sobre la palma de su mano. Eran simples baratijas, pero a su madre le gustaban mucho, y tan largos que casi llegaban a sus hombros. Podía imaginarla con aquellos pendientes, que brillaban como diamantes cuando se movía.

El recuerdo de su madre resultaba doloroso y dulce a la vez. Volvió a guardar los pendientes en el joyero y lo metió en la bolsa con el resto de sus cosas, exceptuados los libros del colegio, que no necesitaría. Pero cambió de opinión y prefirió guardar la pequeña cajita en el bolsillo de sus vaqueros. Allí estarían más a salvo.

Lucía no le había dejado nada de valor, pero aquellos pendientes significaban más para Víctor que mil diamantes de verdad. No habría soportado perderlos.

Cerró la bolsa, miró a su alrededor y pensó que no se arrepentía de abandonar a aquella familia sin siquiera despedirse, ni de huir en mitad de la noche, ni de haber tomado veinte dólares como préstamo. No sentirían su ausencia, y en cuanto al dinero, lo devolvería en cuanto pudiera.

Caminó hacia la ventana y la abrió con sumo cuidado. Miró hacia el exterior, sacó la bolsa, y se alejó en la oscuridad.

Media hora más tarde, Santos se sentaba en el asiento delantero de un coche casi nuevo.

– Gracias -dijo al hombre que lo había recogido mientras hacía autoestop-. Pensé que iba a congelarme.

– Me alegra poder ayudar -sonrió-. Me llamo Rick, ¿y tú?

Santos estrechó su mano, algo incómodo con la situación.

– Víctor.

– Me alegro de conocerte. ¿Adónde te diriges, Víctor?

– A Baton Rouge. Mi abuela está en el hospital -mintió-. Se encuentra bastante mal.

– Vaya, lo siento. Pero tienes suerte -sonrió-. Precisamente voy a la universidad.

Santos sonrió.

– Magnífico. No me gustaría tener que volver a la carretera con el frío que hace.

– En la parte de atrás llevo un termo con café caliente.

– No, gracias -dijo, mientras observaba el flamante interior del vehículo-. ¿Cuánto tiempo llevas en la universidad?

– Este año termino la carrera de psicología.

Santos pensó que su madre siempre había insistido en que siguiera estudiando y se sintió muy culpable. No había podido mantener su promesa.

– Y que se supone que hace un licenciado en psicología?

– Ayudar a la gente con problemas, ya sabes. Estudiamos todo tipo de problemas mentales. Y te aseguro que algunos son absolutamente increíbles. No puedes ni imaginarios.

Víctor recordó el rostro de su madre y se dijo que podía imaginarlo perfectamente. La había asesinado un maldito psicópata.

– Estoy un poco cansado -dijo el chico-. ¿Te importa si no hablamos durante un rato?

– No, claro que no -sonrió-. Pareces cansado. Si quieres echar una cabezadita, hazlo. Te aseguro que no me dormiré al volante.

Santos lo miró. Había algo inquietante en aquel individuo. Algo como arañar una pizarra.

– Gracias, pero estoy bien.

Rick se encogió de hombros.

– Como quieras. Aún nos quedan dos horas de viaje.

Rick encendió la radio y cambió de emisora hasta que encontró una canción que le gustaba. Era Satisfaction, de los Rolling Stones.

Santos se recostó en su asiento y miró por la ventanilla del coche, observando el tráfico. Poco a poco fue relajándose. Por primera vez en mucho tiempo se encontraba cómodo. Respiró profundamente y casi dormido se dijo que esta vez no lo encontrarían. Cuando fuera mayor, cuando ya no pudieran capturarlo, regresaría para encontrar al asesino de su madre.

Poco después despertó sobresaltado. Como sucedía a menudo, había soñado con Lucía, y con Tina. Se pasó una mano por la frente y la encontró cubierta de sudor. En la pesadilla, las dos mujeres gritaban pidiendo su ayuda, pero no conseguía llegar a tiempo.

En aquel momento el coche pasó por encima de un bache. Santos miró a su alrededor, confuso y desorientado.

– Al parecer ya te has despertado…

Santos sonrió, avergonzado.

– Lo siento, no tenía intención -bostezó-. ¿Cuánto tiempo he estado dormido?

– No mucho. Media hora.

Santos tenía la impresión de que había pasado mucho más tiempo. Le dolía todo el cuerpo.

Una simple mirada por la ventanilla bastó para que comprobara que se encontraban en una carretera secundaria, completamente desierta. Frunció el ceño, inquieto. Algo andaba mal.

– ¿Dónde estamos?

– En River Road, cerca deVacherie.

– River Road -repitió.

Santos recordaba muy bien el mapa de Luisiana y sabía que no había que desviarse en ningún momento para llegar a Baton Rouge. Pero Rick pareció leer sus pensamientos, porque dijo:

– Un camión sufrió un accidente en la autopista y han cortado el tráfico. De modo que decidí dar un rodeo para llegar antes.

Santos intentó recordar aquel nombre, River Road, pero no lo consiguió.

– Has visitado alguna vez las viejas mansiones de las plantaciones, Víctor? -preguntó Rick-. Todas están por esta zona, y son muy interesantes. En aquella época necesitaban el río para todo. Para comerciar, para viajar, para conseguir los suministros…

Santos se pasó una mano por la frente. No entendía que se hubiera quedado dormido, que hubiera actuado de forma tan ingenua y estúpida.

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