– …ni por qué está aquí -siguió diciendo-, pero sé que se supone que es usted sanguinario, rudo y sé que no va a volver a los Estados Unidos vivo. Seguramente yo puedo ayudarlo pero por favor, por favor, no me mate, por favor, no me mate. Yo estoy haciendo mi trabajo y no le disparé de frente ni para matarlo, como habrá notado, yo no…
¿Estaba rogando realmente? Me lo pregunté por un momento. ¿Era miedo lo que había en sus ojos? ¿Se le había terminado el efecto del ansiolítico, o era que el terror y el estrés habían terminado por dominarla? Mientras yo pensaba en cómo responder, me metió las manos en la cara, las uñas me buscaron los ojos y gritó con fuerza, un chillido impresionante, ensordecedor, me golpeó con la rodilla hacia la entrepierna y todo eso sucedió en un solo instante terrible, sorpresivo. Reaccioné, un poco tarde, pero no del todo, poniendo la pistola a nivel, con el dedo vendado en el gatillo. La asesina trató de torcerme la mano y de quitarme la pistola pero no pudo, y en lugar de eso me dobló el dedo sobre el gatillo. La cabeza de la mujer explotó y un sonido líquido de aire le salió de los pulmones, y ella se dejó caer al suelo.
Tranquilo, me agaché, la revisé pero no encontré documentación, nada de papeles ni monederos, excepto una pequeña billetera que contenía una pequeña cantidad de dinero suizo, probablemente sólo lo que necesitaba para esa mañana. Después, salí corriendo.
Durante un rato largo, un momento terrible, lleno de ansiedad, busqué a Molly en el Grillroom de Baur-au-Lac. Sabía que estaba muerta. Sabía que la habían atrapado. Eso ya me había pasado antes: yo sobrevivía a los intentos de muerte pero mi esposa no.
El Grillroom es un.lugar cómodo, casi un club con un bar estilo estadounidense, una gran chimenea y hombres de negocios sentados a las mesas, comiendo émincé de turbot. Yo estaba decididamente fuera de lugar allí, salpicado de sangre y todo desprolijo y rotoso, y recogí una serie de miradas de desaprobación hostiles.
Cuando me volvía para alejarme, una joven en uniforme de camarera se me acercó corriendo y me preguntó:
– ¿Usted es el señor Osborne?
Me llevó un momento recordarlo.-¿Por qué me pregunta?
Ella asintió, con timidez, y me dio una nota plegada.
– De la señora Osborne, señor -dijo y se quedó ahí, esperando mientras yo abría el papel. Le di un billete de diez francos y ella se alejó.
El Ford Granada azul enfrente, decía la nota, en la letra de Molly.
Munich estaba oscura cuando llegamos, una noche clara y fría, temblorosa de luces de ciudad. Habíamos buscado nuestro equipaje en el depósito de Hauptbahnhof en Zúrich y tomado el tren de las 15:39, que llegaba a Munich a las 20:09. Hubo un susto momentáneo a bordo cuando cruzamos la frontera alemana y yo me preparé para el control de pasaportes. Había habido mucho tiempo para que alguien pasara el fax de nuestros pasaportes falsos a las autoridades alemanas, sobre todo si la CIA lo ponía entre sus prioridades, que era lo que yo suponía que harían.
Pero los tiempos han cambiado. Antes, uno se despertaba de noche, asustado, se abrían bruscamente las puertas del compartimiento, y una voz alemana ladraba: "Deutsche Passkontrolle!"… Esos días son historia antigua. Europa está unificándose. Los controles fueron muy escasos.
Exhaustos pero tensos, ansiosos, tratamos de dormir en el tren. Yo no pude.
Cambiamos algo de dinero en la oficina del Deutsche Verkehrs Bank de la estación de trenes y yo reservé una habitación para esa noche. El Metropol, con la ventaja única de su ubicación, justo frente a la Hauptbahnhof, estaba lleno hasta el tope. Pero conseguí una habitación en el Bayerischer Hof und Palais Montgelas, en Promenadeplatz, en el centro de la ciudad… muy cara, sí, pero cualquier puerto sirve en una tormenta.
Busqué un teléfono público y llamé a Kent Atkins, jefe de estación de la CIA en Munich. Atkins, un viejo amigo de los días de París (hubo tiempos en que bebíamos juntos), era también amigo de Edmund Moore, y sobre todo, era el que le había dado a Ed los documentos que hablaban de algo "amenazador" dentro de la organización.
Eran las nueve y media cuando lo llamé a su casa. Contestó a la primera llamada.
– ¿Sí?
– ¿Kent?
– ¿Sí? -La voz aguda, alerta. Y sin embargo, sonaba comohubiera estado durmiendo antes de atender. Una de las habilidades vitales que se adquieren en este negocio es la capacidad para despertarse instantáneamente, estar totalmente en onda en menos de una centésima de segundo.
– Ey, ya estás dormido… Apenas son las nueve de la noche.
– ¿Quién es?
– El padre John.
– ¿Quién?
– Pére Jean. -Una broma nuestra, antigua. Una referencia ae yo esperaba que él recordase.
Un largo silencio.
– ¿Quién di…? Ah, sí, ¿dónde estás?
– ¿Podemos vernos para tomar algo?
– ¿No puede esperar?
– No. ¿Hofbraühaus en media hora?
Atkins contestó con rapidez y sarcasmo.
– ¿Por qué no la Embajada de los Estados Unidos?
Lo entendí y sonreí. Molly me miraba, preocupada. Le hice in gesto para tranquilizarla.
– En Leopold -dijo y colgó. Sonaba perturbado.
Leopold, yo lo sabía -y él sabía que yo lo sabía-, significaba Leopoldstrasse, en Schwabing, una región al norte de la ciudad. Eso significaba el Englischer Garten, un lugar lógico para encontrarse, y específicamente, el Monopteros, un templo clásico, construido a principios del siglo XIX sobre una colina del parque. Un buen lugar para una "cita ciega", como la llamamos nosotros los espías.
En lugar de tomar el subte directamente desde la estación de trenes, cosa que me parecía riesgosa, salimos de la estación y caminamos sin rumbo, en círculos, hacia Marienplatz, la plaza central. Siempre llena de gente y presidida por la monstruosidad gótica de la nueva Municipalidad, la fachada gris como de pan de jengibre, iluminada de noche a toda luz, una visión espantosa. Al sudoeste, una tienda de aspecto bárbaro y moderno que destruía completamente la unidad arquitectónica de la plaza, que a pesar de lo fea que siempre había sido, al menos era gótica.
En algunas cosas, Alemania no había cambiado desde mi última visita. La multitud que esperaba como ganado frente a un semáforo en rojo sobre Maxburgstrasse, a pesar de que no se veía ni un sólo automóvil y todos podrían haber cruzado sin problemas, me hacía sentir seguro. La leyes eran leyes allí. Un joven levantó un pie, desesperado de impaciencia, como un caballo que descansa un casco en el aire, pero ni siquiera con su desesperación iba a violar la etiqueta social.
Por otra parte, en muchas cosas, Alemania había cambiado,y drásticamente. Las multitudes de Marienplatz eran más ruidosas y más amenazadoras que los amables y educados clientes de siempre. Pelados neonazis acechaban en pequeños grupos despectivos, lanzando epítetos raciales a los que pasaban. Los graffiti cubrían parte de los edificios góticos, que siempre habían estado tan limpios. Ausländer raus! y Kanacken raus!, "Fuera los extranjeros" con insultos de distinta intensidad; Tod alien Juden und dem Ausländerpack!, "Muerte a los judíos y las hordas extranjeras"; Deutschland ist stärker ohne Europa, "Alemania es más fuerte sin Europa". Había ataques contra los ex alemanes del Este: Ossis Parasiten. En un color fluorescente que brillaba como el día, sobre un restaurante elegante, una evocación de viejos tiempos: Deutschland für Deutsche, "Alemania para los alemanes". Y un grito de dolor y esperanza: Für mehr Menschlichkeit, gegen Gewalt!, es decir, "Más humanidad, menos violencia".
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