– ¿Cómo… pudiste…? ¿Cómo pudiste hacerme esto? ¿Cómo pudiste hacerme pasar por esto?
– Snoops… -empezó a decir su padre.
– ¡Mierda, mierdal ¿Tienes idea de…?
– ¡Molly! -gritó él con la voz ronca-. Espera. No tuve alternativa. Piensa en la situación. -Levantó las piernas, se sentó derecho y luego se lanzó hacia su hija, con los ojos brillantes. -Cuando mataron a mi querida Sheila, a mi amor… sí, Molly, éramos amantes, estoy seguro de que ya lo sabías…, cuando la mataron, me di cuenta de que a mí me quedaban horas. Tenía que esconderme.-De los Sabios -dije-. De Truslow y Toby…
– Y media docena más. Y de las fuerzas de seguridad que ellos controlaban, y que no son poca cosa, se los aseguro…
– Esto tiene que ver con Alemania, ¿verdad? -dije.
– Es complicado, Ben. No me parece que tenga que…
– Yo sabía que estabas vivo -dijo Molly-. Lo sabía desde París.
Había algo duro en su tono, una seguridad tranquila, y yo me volví para mirarla.
– La carta -siguió diciendo ella, mirándome-. Hablaba de una operación de apendicitis de emergencia que lo había obligado a pasar un verano entero con nosotros, en Lac Tremblant.
– ¿Y? -pregunté.
– Y… parece trivial pero yo no me acordaba de haber visto la cicatriz de la operación cuando lo reconocí. Tenía la cara destruida, pero el cuerpo no, y supongo que me habría acordado, habría registrado esa marca en algún nivel inconsciente. Quiero decir, quizás estuviera ahí, pero yo no estaba segura. ¿Entiendes? ¿Te acuerdas de que al principio traté de conseguir la autopsia, pero la habían puesto en un archivo secreto? Orden del fiscal del condado de Fairfax. Así que moví algunos contactos…
– ¿Para eso querías el fax en París? -pregunté. En ese momento, me había dicho que tenía una idea sobre el asesinato de su padre, una idea y la forma de probarla.
Ahora, asintió.
– Todos los patólogos… por lo menos los que yo conozco… guardan una copia de su trabajo en archivos cerrados. Por si acaso hay problemas después, para tener notas y defenderse… ¿entiendes? Así que no me faltaban recursos. Llamé a un amigo en el Hospital General de Massachusetts, un patólogo, y él llamó a un colega de Sibley, en Washington, donde se hizo la autopsia. Para la audiencia de rutina… Algo burocrático, ¿entiendes? Es fácil, muy fácil romper los circuitos de seguridad en un hospital si uno sabe de qué hilos tirar.
– ¿Y? -volví a decir.
– Y pedí que me pasaran el fax de la autopsia. Y decía que el muerto tenía su apéndice intacto. Y en ese punto, supe que sí, tal vez papá estuviera muerto, pero el que estaba bajo esa tumba del condado de Columbia en Nueva York no era él. -Se volvió hacia su padre. -¿De quién era el cuerpo?
– Nadie que vayas a extrañar -dijo él-. No dejo de tener mis recursos yo también. -Y agregó, despacio, en voz baja: -Es algo muy feo.
– Dios -dijo Molly, sin aliento, la cabeza baja.-No, no tan malo como crees -dijo él-. Una buena investigación sobre desconocidos, cadáveres sin identificar en morgues de hospital, y pronto aparece alguien con el cuerpo, la edad y la salud que corresponden. Es difícil, sobre todo el último punto: la mayoría de los vagabundos tiene enfermedades notorias.
Molly asintió, sonrió con ferocidad. Y luego dijo, con amargura:
– Total, ¿qué importa un vagabundo más o menos?
– La cara no importaba -dije-. La destruirían en el choque, ¿verdad?
– Correcto -contestó Sinclair-. En realidad, la destruimos antes del choque, si te interesa el detalle. Los artistas de decoración de la funeraria no tenían idea de que ése no era el cadáver de Harrison Sinclair, recibieron una fotografía y trabajaron con ella. Haya o no velatorio abierto, les gusta que el cuerpo quede lo mejor posible, ya sabes…
– El tatuaje -dije-. El lunar en el mentón.
– No cuesta mucho.
Molly había estado observando esta conversación tranquila entre su padre y su esposo como desde más lejos, y en ese punto, empezó a hablar de nuevo, la voz teñida de amargura.
– Ah, sí. El cuerpo estaba muy mal después del accidente. Más algo de descomposición, claro… -Asintió, sonrió con un gesto muy desagradable. Los ojos le brillaban, furiosos. -Parecía papá. Claro que sí, pero ¿lo miramos realmente? ¿Cuánto podíamos acercarnos a ese despojo en ese momento, y en esas condiciones? -Me miraba con los ojos fijos, pero al mismo tiempo no estaba mirándome, miraba a través de mí hacia otra cosa. -Te llevan a la morgue, abren un cajón y una bolsa con cierre. Uno ve una cara destruida en parte por la explosión, pero uno ve lo suficiente, sí, es mi papá, es su nariz creo yo, y no quiero mirar más, eso es parte de su boca, por Dios. Uno se habla y se dice estoy mirando a mi propia carne y sangre, el que me trajo al mundo, el tipo que me llevó sobre los hombros, y no quiero acordarme de que lo vi así, no, quiero olvidarme de eso, pero ellos quieren que mire, así que miro un poco, solamente un poco y, ahora, llévenselo por favor…
El padre se había puesto una mano sobre la cara arrugada. Tenía los ojos llenos de tristeza. No hablaba. Esperaba.
Yo miraba a mi querida Molly. No podía seguir. Tenía razón, claro está. No era imposible. Yo lo sabía: usando máscaras y una habilidad que se llama "arte de restauración" es muy fácil hacer que un cadáver se parezca a otro.
– Brillante -dije, impresionado en serio.
– No me lo digas a mí -dijo Sinclair-. La idea vino denuestros viejos enemigos de Moscú. ¿Te acuerdas de ese caso raro que enseñaban en uno de los entrenamientos de la Granja, Ben? ¿El de mediados de la década del 60, cuando los rusos tuvieron un funeral a cajón abierto en Moscú y enterraron a un oficial de inteligencia del Ejército Rojo, alguien de alto rango?
Asentí. Pero él siguió. Esta vez se dirigía a su hija:
– Mandamos a los nuestros, claro. La excusa era expresar nuestras condolencias, pero en realidad lo que queríamos era ver quién aparecía en el funeral, quién tomaba fotos y todo eso. Aparentemente, este oficial del Ejército Rojo había sido espía en los Estados Unidos durante doce años. Y después, ocho años después para ser exactos, aparece vivo. Había sido una operación muy compleja de contrainteligencia, un golpe afortunado. Algo muy raro. Evidentemente hicieron una máscara del doble agente, a quién, mientras tanto, convirtieron en triple, y la pusieron en un cadáver que tenían a mano. En esos días, los buenos días de Brezhnev, los de arriba no se preocupaban demasiado por tener que fusilar a alguien si les hacía falta un cuerpo, así que tal vez buscaron a uno vivo que se le pareciera, no sé…
– ¿No habría sido más fácil decir que estabas tan quemado que no quedaba nada para identificar? -pregunté.
– Sí -dijo Sinclair-, más fácil sí, pero también más arriesgado. Un cuerpo sin identificar siempre atrae sospechas.
– ¿Y la fotografía? -preguntó Molly-. ¿La del cuello… el cuello cortado?
– En estos días, tampoco eso es imposible -dijo Sinclair, con cansancio-, un contacto con alguien de los laboratorios de medios en el mit…
– Claro -dije-. Fotografías retocadas con métodos digitales…
Él asintió. Molly no entendía del todo.
Yo le expliqué:
– ¿Te acuerdas hace unos años, cuando la National Geographic vino con una fotografía en la que habían corrido la pirámide de Giza para que encajara?
Ella negó con la cabeza.
– Hubo controversia en algunos círculos -dije-. Pero el asunto es que ahora se pueden retocar fotos de una forma tan sofisticada que casi nadie puede detectar el truco.
– Correcto -dijo Sinclair.
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