– Aquí. Deprisa, muchacho.
El tonto se rezagó no porque observara algún movimiento en el muelle. Como era habitual, sentía curiosidad y cierta desconfianza hacia Roosevelt.
La afición de nuestro anfitrión era la «comunicación animal», la quintaesencia de un concepto New Age que había sido el alimento de la mayoría de las charlas televisivas de día, aunque Roosevelt no hablaba mucho de su talento y solo lo empleaba a petición de amigos y vecinos. La mera mención de comunicación con animales hacia que Bobby echara espuma por la boca aun antes de que Pia hubiera decidido que era la diosa del oleaje en busca de su Kahuna. Roosevelt aseguraba que era capaz de distinguir las ansiedades y los deseos de las mascotas con problemas que le llevaban. No cobraba por sus servicios, aunque su desinterés por el dinero no convencía a Bobby: «Demonios, Snow, nunca he dicho que sea un charlatán intentando conseguir un dólar. Tiene buenas intenciones. Sólo que se ha dado de cabeza contra el poste de la portería más de lo que aconseja la prudencia».
Según Roosevelt, el único animal con el que nunca había sido capaz de comunicarse era mi perro. Consideraba a Orson un reto y nunca perdía la oportunidad de intentar charlar con él.
– Ven aquí, muchacho.
Orson, con aparente pereza, aceptó finalmente la invitación. Las pezuñas chasquearon en cubierta.
Roosevelt Frost, sosteniendo el arma, pasó por la escotilla abierta y bajó un tramo de escalones de fibra de vidrio iluminados solamente con un globo de tenue brillo al fondo. Agachó la cabeza, encorvó las anchas espaldas, alargó los brazos a ambos lados del cuerpo para hacerse más delgado, pero a pesar de todo parecía que iba a quedarse encajado en el estrecho tramo.
Orson vaciló, metió el rabo entre las patas, pero finalmente bajó detrás de Roosevelt y yo fui el ultimo en hacerlo. Los escalones llevaban a una cubierta de popa estilo porche que sobresalía del puente.
Orson era reacio a meterse en el camarote, que parecía un lugar acogedor y agradable a la suave luz de una lámpara de una mesilla de noche. Sin embargo, una vez que Roosevelt y yo entramos, Orson se sacudió vigorosamente la humedad de la niebla de su capa de pelo, rociando con ella toda la cubierta, y luego entró. Pensé que había sido todo un detalle por su parte, para no salpicarnos.
En cuanto Orson estuvo dentro, Roosevelt cerró la puerta. Comprobó que estuviera bien cerrada. Y luego volvió a comprobarlo.
Más allá del camarote de popa, la cubierta principal albergaba una galería con armarios de caoba descolorida y un suelo de chapas de falsa caoba, la zona comedor y un salón en una planta del piso abierta y espaciosa. En atención a mí, estaba iluminada solamente por una luz baja en una vitrina de la sala llena de trofeos de fútbol y dos velas verdes en unos platillos en la mesa del comedor.
En el ambiente se respiraba un aroma de café recién hecho y cuando Roosevelt me ofreció una taza, la acepté.
– Me he enterado de lo de tu padre, lo siento -dijo.
– Bueno, al menos ya ha pasado todo.
– ¿Es cierto? -pregunto alzando las cejas.
– Quiero decir, para él.
– Pero no para ti. No después de lo que has visto.
– ¿Cómo sabe lo que he visto?
– Se dice por ahí -repuso misteriosamente.
– ¿Qué?
Alzó una mano como un tapacubos.
– Hablaremos de ello dentro de un momento. Por esto te he pedido que vengas. Pero aún estoy pensando qué es lo que he de decirte. Déjame que lo haga a mi manera, hijo.
Una vez hubo servido el café, el hombre se sacó la cazadora con capucha de nailon, la colgó en el respaldo de una de las sillas, de tamaño mayor que el habitual, y tomó asiento ante la mesa. Me indicó que me sentara en diagonal a él y empujó otra silla con el pie.
– Tú aquí -dijo, ofreciendo el tercer asiento a Orson. Orson, como siempre que lo visitábamos, fingió no entenderlo. Se sentó en el suelo frente a la nevera.
– Esto es inaceptable -le informó tranquilamente.
Orson bostezó.
Roosevelt empujó suavemente con el pie la silla que antes había apartado de la mesa.
– Sé buen chico.
Orson bostezó con más esmero que antes, exhibiendo su desinterés.
– Te aseguro, muchacho, que iría a buscarte, te levantaría y te pondría en esta silla -dijo Roosevelt-, lo cual sería embarazoso para tu dueño, al que le gustaría que fueras un huésped bien educado.
Sonreía y en su voz no había el menor tono de amenaza. Su rostro ancho parecía el de un Buda negro y sus ojos expresaban una bondadosa diversión.
– Sé bueno, cachorrillo -repitió.
Orson barrió el suelo con el rabo, se contrajo y dejó de moverlo. Nos lanzó una mirada cautelosa a Roosevelt y a mí e irguió la cabeza.
Yo me encogí de hombros.
Roosevelt, un poco confundido, le ofreció otra vez la silla con el pie.
Orson se levantó del suelo, pero no se acercó inmediatamente a la mesa.
Del bolsillo de la cazadora de nailon que colgaba en la silla, Roosevelt extrajo una galleta en forma de hueso. La sostuvo a la luz de las velas para que Orson pudiera verla con claridad. Entre el gran pulgar y el dedo índice, la galleta parecía casi tan fina como el eslabón de una pulserita, aunque de hecho era un buen bocado. Con la solemnidad digna de una ceremonia, Roosevelt la puso encima de la mesa frente al asiento que le estaba reservado al perro.
Con unos ojos llenos de deseo, Orson siguió la trayectoria de la galleta. Caminó hacia la mesa, pero se detuvo a poca distancia de ella. Se comportaba con desacostumbrada reserva.
Roosevelt extrajo una segunda galleta de la cazadora. La acercó a la luz de las velas, la giró como si fuera una joya exquisita que brillara ante la llama, y luego la dejó en la mesa junto a la primera.
Aunque gimió con deseo, Orson no se acercó a la silla. Agachó un poco la cabeza y a continuación miró a nuestro anfitrión por debajo de las cejas. Era el único hombre al que a veces Orson no quería mirar a los ojos.
Roosevelt cogió la tercera galleta del bolsillo de la cazadora. La sostuvo debajo de su nariz ancha y tantas veces rota, aspiró profundamente, con generosidad, como si saboreara el incomparable aroma de la golosina en forma de hueso.
Orson irguió la cabeza y también olisqueó.
Roosevelt sonrió con disimulo, dirigió un guiño al perro y luego se metió la galleta en la boca. La masticó con gran deleite, la remojó con un sorbo de café y dejó escapar un suspiro de placer.
Me quedé impresionado. Nunca se lo había visto hacer antes.
– ¿Qué sabor tiene?
– No esta mal. Sabe a trigo triturado ¿Quieres una?
– No, señor No, gracias -repuse, me conformaba con el café.
Orson tenía las orejas erguidas, Roosevelt acaparaba toda su atención. Si el imponente gigante negro y de voz amable disfrutaba de verdad con las galletas, debía de haber más para cualquier can que se esforzara por conseguirlas.
De la cazadora que colgaba del respaldo de la silla, Roosevelt sacó otra galleta. La sostuvo debajo de la nariz y aspiró de tal manera que estuve a punto de quedarme sin oxígeno. Cerró los párpados con sensualidad. Le recorrió un estremecimiento de pretendido placer, que se dilató casi en un desmayo: parecía que iba a caer en un frenesí devorador de galletas.
La ansiedad de Orson era palpable. De un salto se acercó a la silla donde Roosevelt le esperaba, se sentó sobre sus cuartos traseros y estiró el cuello hasta que el hocico estuvo sólo a dos pulgadas de la nariz de Roosevelt. Juntos olisquearon la comprometida galleta.
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