Sue Grafton - B De Bestias

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La investigadora privada Kinsey Millhone tiene problemas para llegar a fin de mes el día en que no tiene más remedio que aceptar el rutinario encargo de buscar a la hermana de Mrs. Danziger, Elaine. Ahora bien, cuando llega al apartamento de ésta y se encuentra con que lo ocupa otra enigmática mujer, cuando Mrs. Danziger le pide de pronto que abandone el caso, cuando se entera de que, pocos días antes de la desaparición de Elaine, su vecina y compañera de bridge ha sido brutalmente asesinada y su casa ha desaparecido bajo las llamas, cuando el sobrino drogadicto de ésta sabe más de lo que dice, cuando se producen misteriosos registros, extrañas injerencias y, finalmente, otro asesinato, a la obstinada y meticulosa Kinsey Millhone el asunto le va pareciendo todo menos rutinario. Y cuanto más investiga, más se ve envuelta en un diabólico laberinto de espejos en el que nada -excepto el peligro- es en realidad lo que parece ser.

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Volvió a la faena. Guardé el pasaporte en el fondo del último cajón del escritorio y lo cerré con llave. Menos mal que tengo el pasaporte, me dije. Menos mal que ha aparecido. Era como un talismán, como un buen presagio. Llena de animación, pensé que podía pasar a máquina las últimas notas que había tomado, cogí la máquina portátil y puse manos a la obra. Desde allí oía a Becky trastear en la ventana y al cabo de un rato volvió a asomar la cabeza.

– Oye, Kinsey, esto ya está montado. ¿Quieres que lo ponga?

– Sí, por supuesto que sí -dije-. Si consigues que la ventana quede como nueva, te encargaré un par de cosas más.

– Marchando -dijo y volvió a desaparecer.

Oí el chirrido del marco de la ventana cuando Becky lo arrancaba. Daba grima tanta energía y entusiasmo. Me pareció oír que algo se rompía.

– No te preocupes por el ruido -dijo en voz alta-. Se lo vi hacer una vez a mi padre y es lo mejor.

Momentos más tarde cruzaba la estancia de puntillas y con un dedo en los labios.

– Siento molestarte, pero tengo que ir a la furgoneta para coger material. Tú sigue con lo tuyo. -Me lo había dicho con un murmullo gutural, como si al hablar en voz baja me hubiera interrumpido menos.

Alcé los ojos al cielo y seguí tecleando. Tres minutos más tarde llamaba a la puerta. Tuve que levantarme para hacerla pasar. Se excusó otra vez con un par de monosílabos y desapareció en el cuarto de baño. Empecé a redactar una carta a Julia para poner al día nuestras cuentas. Becky daba martillazos expertos en el cuarto de baño. Al cabo de unos minutos apareció de nuevo.

– Ya está. ¿Quieres verlo?

– Un momento -dije. Terminé de poner la dirección en el sobre, me levanté y me dirigí al cuarto de baño. Me pregunté si tener un niño en casa sería como aquello. Ruido, interrupciones, constantes llamadas de atención. Hasta las madres normales y corrientes me llenan de asombro. Qué nervios, qué aguante, Señor.

– Mira, mira -dijo con entusiasmo. Izó la guillotina. Antes era como levantar un pedrusco de veinticinco kilos. Se estancaba a mitad, chirriaba, y de pronto se disparaba y casi se astillaba el vidrio al chocar contra el marco. Para bajarla tenía prácticamente que colgarme de ella y aun así cedía con mucha lentitud. Por este motivo la dejaba cerrada casi siempre. Ahora se deslizaba sin la menor dificultad.

Se apartó para que probara yo. Me erguí para bajarla, pero las mejoras efectuadas me pillaron desprevenida porque cayó tan a plomo que los contrapesos golpearon con fuerza contra los topes. Se echó a reír.

– Ya te dije que la había arreglado.

Mis ojos iban de ella a la ventana y de la ventana a ella. Acababan de ocurrírseme dos ideas al mismo tiempo. Pensaba en la radiografía bucal del doctor Pickett y en lo que había dicho May Snyder sobre los martillazos que había oído la noche en que Marty había muerto.

– Tengo que ir a un sitio -dije-. ¿Has terminado ya?

Se echó a reír otra vez; la misma alegría falsa e inquieta que brota cuando se habla con una persona que sólo puede calificarse de desequilibrada.

– Bueno, no. Antes dijiste que había un par de cosas por hacer.

– Mañana. O mejor pasado -dije. La empujé hacia la puerta al tiempo que cogía el bolso. Se dejaba empujar sin oponer resistencia.

– ¿He dicho algo inconveniente? -preguntó.

– Ya hablaremos mañana -dije-. Gracias por todo.

Volví al barrio de Elaine Boldt y di la vuelta a la manzana, para acceder a la calle del Árbol y buscar el consultorio del doctor Pickett. Lo había visto en otra ocasión; era uno de esos chalecitos de madera y una sola planta que tan de moda habían estado antaño en los alrededores. Casi todos habían sido transformados en filiales de inmobiliarias y tiendas de antigüedades con rótulo colgado en la entrada, y parecían mini-habitaciones ocupadas por familias numerosas.

El doctor Pickett había plantado unos macizos de flores para delimitar una zona de estacionamiento. En ella no había más que un vehículo, un Buick de 1972 con una matrícula especial de pago con la inscripción DENT POST. Aparqué junto al Buick, cerré con llave y me dirigí al porche de la entrada. Sobre la puerta había un cartel que decía: ENTRE POR FAVOR, y eso hice. El interior era clavado a la antigua escuela donde hice la primaria: suelos de madera pulimentada y olor a caldo de verduras. Oí cacharrear a alguien en la cocina. En algún sitio había una radio sintonizada con una emisora de música country. Cruzado en oblicuo en mitad del recibidor había un escritorio lleno de rasguños y arañazos con un timbre y un rótulo que decía LLAME Y LE ATENDEREMOS. Pulsé el timbre con decisión.

A la derecha había una sala de espera con mesas bajas de contrachapado y sofás de plástico en plan moderno. Las revistas estaban bien ordenadas, pero sospeché que habían vencido las suscripciones: vi un ejemplar de Life con el siguiente titular en portada: «La joven actriz Janice Rule» [4]. Se había levantado un tabique entre la recepción y el consultorio del doctor Pickett. Por la puerta entreabierta vi un sillón de dentista del año del catapúm, con asiento de plástico negro y una escupidera de porcelana blanca. La bandeja del instrumental era redonda y giraba al parecer sobre un brazo metálico. La superficie de la bandeja estaba cubierta por un papel blanco, a modo de salvamanteles, y los instrumentos estaban ordenados encima igual que en un museo odontológico. Me llenó de alegría no necesitar una limpieza de boca en aquel preciso instante.

A la izquierda había unos archivadores de madera pegados a la pared. Solitarios, los pobres. Sentí el murmullo del diablo en mi oído. Hice sonar el timbre otra vez, como estaba mandado, pero la música country estaba demasiado alta. Conocía la canción y la letra me hacía llorar casi siempre que la oía. En la parte frontal de cada archivador había una etiqueta de cartulina blanca, enmarcada en una ventanilla de latón, con letras escritas a mano. En la primera ponía A-C. En la siguiente, D-F. Ya se sabe que estos archivadores antiguos no pueden cerrarse con llave. Bueno, a veces sí, pero aquellos concretamente, no. Luego iba a tener que afilar las uñas, y que pintármelas también. A lo mejor estaba siguiendo una pista equivocada, lo que sólo haría perder el tiempo a todo el mundo, yo incluida. Si titubeé un momento fue únicamente porque los tribunales arman la de Dios cuando se trata de la licitud de las pruebas conseguidas. No parece muy normal robar una información que se tiene intención de presentar más tarde como «Prueba n.° 1 de la Acusación». Ya se sabe que la pasma se queda con todo lo relativo a las pruebas, lo etiqueta, lo clasifica y abre un minucioso expediente a propósito de quiénes tenían acceso a la información y dónde estaba. Verificación de las pruebas, se llama a esto. Que lo sé porque me leyeron la cartilla, vamos.

– ¡Yu-juuu! -exclamé, y mientras esperaba me pregunté si «yu-juuu», al igual que «mamá» y «papá», era una de esas expresiones que existen en todos los idiomas. Si no aparecía nadie en diez segundos, me llevaba los ficheros con mueble y todo.

Capítulo 24

Entonces apareció la señora Pickett. Al menos eso supuse. Era corpulenta, de cara grande y redonda, gafas sin montura y nariz de perro pachón. Llevaba un vestido de rayón azul marino, estampado con flechitas blancas que volaban en todas direcciones. Llevaba el pelo recogido en lo alto de la cabeza y sujeto por una goma, desde la que caían los rizos en cascada, como si fuera una fuente. Llevaba delantal blanco y ancho, con peto, y al reparar en su aspecto se alisó la parte del regazo.

– Hola, me pareció oír a alguien, aunque creo que no la conozco -dijo. Tenía la voz melodiosa, con ligero acento del Sur.

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