Sue Grafton - B De Bestias

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La investigadora privada Kinsey Millhone tiene problemas para llegar a fin de mes el día en que no tiene más remedio que aceptar el rutinario encargo de buscar a la hermana de Mrs. Danziger, Elaine. Ahora bien, cuando llega al apartamento de ésta y se encuentra con que lo ocupa otra enigmática mujer, cuando Mrs. Danziger le pide de pronto que abandone el caso, cuando se entera de que, pocos días antes de la desaparición de Elaine, su vecina y compañera de bridge ha sido brutalmente asesinada y su casa ha desaparecido bajo las llamas, cuando el sobrino drogadicto de ésta sabe más de lo que dice, cuando se producen misteriosos registros, extrañas injerencias y, finalmente, otro asesinato, a la obstinada y meticulosa Kinsey Millhone el asunto le va pareciendo todo menos rutinario. Y cuanto más investiga, más se ve envuelta en un diabólico laberinto de espejos en el que nada -excepto el peligro- es en realidad lo que parece ser.

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Siguió entonces un silencio tan absoluto que pensé que había colgado.

– ¿Oiga?

– Sí, estoy aquí -dijo-. Es que no entiendo por qué quiere hablar precisamente con la policía.

– Porque es el siguiente paso que pide la lógica. Su hermana puede estar en cualquier parte de Florida, pero suponga que no es así. Por el momento no contamos más que con la palabra de Pat Usher. ¿Por qué no ampliamos pues nuestro horizonte? Que la policía emita una orden de búsqueda. Que la policía de Boca Ratón investigue en Sarasota, a ver qué consigue. Puede poner en circulación una descripción de su hermana, a través de la policía estatal y local, y averiguar si por lo menos no está enferma, muerta o detenida.

– ¿Muerta?

– Sí, lo lamento. Sé que es alarmante, y a lo mejor no es el caso, pero la policía tiene acceso a toda una información que a mí me está vedada.

– Es increíble. Yo sólo quería su firma. La contraté a usted porque pensé que sería el medio más rápido de localizarla. No creo que en el fondo sea asunto de la policía. Bueno, lo que pasa es que no quiero que recurra usted a ella.

– Está bien. ¿Qué hacemos entonces? No me parece lógico que me pida que encuentre a su hermana y al mismo tiempo me obstaculice la investigación.

– ¿Por qué no, si no me parece conveniente? No comprendo por qué no quiere usted dejar las cosas como están.

Esta vez fui yo quien guardó silencio. No acababa de entender la naturaleza y carácter de aquella inquietud suya.

– Beverly, ¿le parece que lo hago mal? ¿Me está usted diciendo que abandone el caso?

– La verdad es que no lo sé. Deje que lo piense y ya le diré alguna cosa. No creí que pudiera convertirse en un problema y no estoy segura de querer que siga usted adelante. Siempre cabe la posibilidad de que el señor Wender pueda prescindir de la firma. De que encuentre una fórmula para retener solamente la parte que corresponde a Elaine hasta que dé señales de vida.

– Hace un par de días opinaba usted de otro modo -dije.

– Puede que estuviera equivocada -dijo-. No nos preocupemos de eso ahora, ¿quiere? Ya la llamaré si quiero que continúe usted con el caso. Envíeme mientras el informe y la factura. Tendré que consultar con mi marido lo que conviene hacer a continuación.

– Muy bien -dije, todavía perpleja-, pero le mentiría si le dijera que no estoy preocupada.

– Pues no lo esté -dijo y en mi oído sonó el chasquido de la comunicación interrumpida.

Me quedé mirando el auricular. ¿Qué pasaba aquí? Era innegable el nerviosismo de aquella mujer, pero no podía hacer caso omiso de sus indicaciones. No me había despedido formalmente, pero me había puesto en la reserva y, en el plano técnico, no podía continuar si ella no me autorizaba.

Volví a mis fichas a regañadientes y mecanografié un informe. Me habían cortado las alas por tiempo indefinido, pero no estaba dispuesta a renunciar. Archivé la copia y metí el original en un sobre dirigido a Beverly, junto con la minuta de mis gastos hasta el momento. Aparte de los 650 dólares que me había anticipado, me había autorizado a gastar otros 250 para que el total «no excediera el millar de dólares sin aviso previo», lo cual no pasaba de ser la típica palabrería de los contratos porque ya habíamos llegado al límite. Sumando el pasaje de avión, el coche alquilado, las conferencias y unas treinta horas de trabajo, el total ascendía a 996 dólares con algunos céntimos. Beverly me debía pues 246. Sospechaba que liquidaría la cuenta y se lavaría las manos. En mi opinión, se había divertido un rato contratando a una detective para crear problemas a Elaine, que la había fastidiado no firmando el documento cuando se lo había pedido. Pero de pronto se había dado cuenta de que había puesto al descubierto un avispero.

Cerré el despacho y, camino de casa, eché el informe en un buzón. Elaine Boldt seguía en paradero desconocido y el asunto no acababa de gustarme.

Capítulo 5

A las dos y ocho minutos de la madrugada sonó el teléfono. Descolgué automáticamente, con la mente en blanco a causa del sueño.

– Kinsey Millhone. -Se trataba de un hombre y hablaba con indiferencia, como si hubiese consultado al azar la guía telefónica. Intuí que era policía, no sé por qué. Todos hablan igual.

– Sí, yo soy. ¿Quién llama?

– Señorita Millhone, soy Benedict, agente de servicio de la policía de Santa Teresa. Acaban de avisarnos de que ha habido un 594 en Vía Madrina, número 2.097, primera puerta, y una señora que se llama Tillie Ahlberg no deja de preguntar por usted. ¿Podría echarnos una mano? Está con ella una de nuestras agentes, pero quiere verla a usted, y le agradeceríamos su cooperación.

Me incorporé apoyándome en un codo mientras se me calentaba un puñado de neuronas.

– ¿Qué es un 594? -dije-. ¿Daños intencionados?

– Sí, señora.

Estaba claro que el agente de servicio Benedict no quería arriesgarse a dar demasiados detalles.

– ¿Tillie está bien? -pregunté.

– Sí, señora. Está ilesa, pero trastornada. No queremos molestarla, pero el teniente nos ha autorizado a llamarla.

– Estaré ahí dentro de cinco minutos -dije y colgué.

Aparté el edredón, cogí los téjanos y el suéter y me puse las botas sin levantarme siquiera del sofá. Suelo dormir desnuda con el edredón porque es mucho más sencillo que abrir el sofá cama. Fui al cuarto de baño, me cepillé los dientes, me mojé la cara, me ordené las mechas indómitas con los dedos mientras cogía las llaves y salí en busca del coche. Por entonces ya estaba totalmente despejada y me preguntaba por aquel 594 de que había hablado el agente. Era evidente que Tillie Ahlberg no era la autora del delito, de lo contrario habría pedido un abogado.

La noche era fría, la niebla había avanzado desde la playa hasta invadir media ciudad y las calles vacías estaban cubiertas por una bruma tenue. Los semáforos cambiaban puntualmente del rojo al verde y del verde al rojo, aunque no había tráfico y me los saltaba siempre que podía. Había una lechera delante del número 2.097 y estaban encendidas todas las luces del piso que tenía Tillie en la planta baja, aunque por lo demás todo parecía estar en orden; no había luces rojas dando vueltas ni vecinos concentrados en la acera. Me anuncié por el interfono y me abrieron. Crucé la puerta, dejando el ascensor a mi derecha, y avancé aprisa por el pasillo hasta el final, donde se encontraba el piso de Tillie. Había gente en bata y pijama ante la puerta, y un agente de uniforme les instaba a volver a la cama. Al verme, avanzó hacia mí con las manos en las caderas, como si no supiese qué hacer con ellas. Parecía como si aún le pidieran la documentación cada vez que entraba en un bar a tomar una copa, aunque de cerca distinguí en su cara los estragos del tiempo: patas de gallo y cierto aflojamiento de la tersa piel de la mandíbula. Tenía ojos de persona mayor e intuí que había visto más miserias humanas de las que podía encajar.

Le tendí la mano.

– ¿Es usted Benedict?

– Sí, señora -dijo, estrechándomela-. Y usted es la señorita Millhone, supongo. Encantado de conocerla. Y gracias por venir. -Su apretón fue firme, pero de corta duración. Hizo un ademán con la cabeza hacia el apartamento de Tillie, cuya puerta estaba entornada-. Puede pasar, si lo desea. La agente Redfern está con ella, tomando nota de los detalles.

Le di las gracias, entré en el piso y eché un vistazo a mi derecha. Por la salita parecía haber pasado un huracán. Me detuve unos momentos a contemplar el panorama. ¿Vandalismo en un lugar como aquél? Entré en la cocina. Tillie estaba sentada a la mesa con las manos hundidas entre los muslos, mientras las pecas resaltaban en su pálida faz como granos de pimienta roja. Una agente uniformada, de unos cuarenta años, estaba sentada igualmente a la mesa y tomaba notas. Tenía el pelo rubio y muy corto, y en la mejilla un antojo en forma de pétalo de rosa. Según su chapa, se llamaba Isabelle Redfern y hablaba con Tillie en voz baja y apremiante, como quien trata de convencer a un suicida de que no salte desde el puente.

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