Dan Simmons - Un Verano Tenebroso

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Confieso mi debilidad por Dan Simmons, un escritor que se mueve entre lo sublime (Hyperion) y lo ridículo (Los fuegos del Edén), con poco lugar para las medias tintas. Un verano tenebroso, ay, además de reforzar la manía ésa de que los relatos que antes tenían 300 páginas hoy deben tener 800 (799, para ser precisos), se acerca más a lo segundo que a lo primero. Una pena.
Una pena porque el comienzo es más que prometedor, y hace presagiar uno de esos relatos neblinosos en los que nada se dice y todo se cuenta (al estilo Ramsey Campbell, escritor que narra siempre entre líneas, para regocijo de algunos y enfado de otros): un prólogo de pocas páginas nos revela la historia de un caserón que sirve como escuela a Elm Haven, Illinois. A continuación, la trama deriva hacia uno de esos cuentos de iniciación sexual/vital de niños/camaradas en bicicleta al estilo Stephen King. Nada que objetar a que Dan Simmons, harto de obtener el aplauso de la crítica, pero no la aceptación masiva del público, se lanzara en su momento al mercadeo del terror estereotipado, pero tampoco es cuestión de pasarse. Hay que cumplir unos mínimos. Para empezar, una base creíble, cosa de la que carece esta novela. Porque, vamos a ver: ¿quién se cree que una campana que perteneció a los Borgia y que fue construida con el metal fundido de una ancestral reliquia egipcia (¡relacionada con Osiris, oh… ah…!) acabe en un pueblecito del Illinois profundo, por mucho que se hable de excéntricos millonarios? ¿Quién se cree que un niño de once años (y estadounidense, y del medio rural, y de los años 60…) sea todo un experto en latín, interprete los textos de Aleister Crowley mejor que el gurú de una logia y deduzca de ello en un pispás que la clave está en exorcizar el mal a tiro limpio? Y, sobre todo: ¿por qué Simmnons se empeña en destrozar un ambiente ominoso, que elabora con un estilo sencillo y preciso, en un desarrollo insulso y mecánico y en un clímax pirotécnico de más de cien páginas que remite a pequeñas joyas del cine pulp, como Temblores (gusanos gigantes y dentudos incluidos), pero que es indigno de alguien con su categoría profesional? La traducción, por cierto, no ayuda: parece que hay gente que no se ha percatado de que `doceavo` no es lo mismo que `duodécimo` y de que el gerundio en castellano no se suele usar para describir acciones consecutivas, sino simultáneas, por citar sólo algunos ejemplos.
Además, a pesar de que la novela es larga, muy larga, como decía más arriba, hay un buen montón de cabos sueltos. Se dan un garbeo unos cuantos zombies que no se sabe muy bien de dónde salen, aunque se sospeche. Hay unos malvados sectarios a los que se alude durante toda la novela, pero que apenas aparecen hasta el desenlace (Elm Haven cuenta con unos pocos centenares de habitantes, así que, teniendo en cuenta que los protagonistas se pasan páginas y páginas corriendo de aquí para allá, en algún momento tendrían que encontrarse con ellos). Por continuar con incoherencias varias, a lo largo de la trama el malhadado pueblo queda sembrado de cadáveres desmembrados, se desencadenan varios tiroteos, un camión sacado de El diablo sobre ruedas, con un remolque cargado de animales muertos y hediondos, se dedica a perseguir a niños por la carretera, los gusanos que protagonizan el clímax se pasean por galerías subterráneas abriendo agujeros de paredes legamosas por todas partes… y el sheriff no se entera. Y la gente apenas se alarma. ¿Por qué?
¿Por qué ha escrito semejante despropósito Dan Simmons?
Alberto Cairo

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Dale Stewart tenía la Enciclopedia ilustrada Compton's. A los muchachos les gustaba mirar la parte referente al cuerpo humano, que tenía láminas transparentes. Una de las ilustraciones correspondía al sistema digestivo, con cortes transversales coloreados.

Los lados del agujero parecían un corte del intestino humano. Rojo y en carne viva.

Mientras Mike observaba, los bordes rojos y surcados parecieron moverse ligeramente, contrayéndose y relajándose. El olor del agujero era cada vez más insoportable.

Mike se arrastró hacia atrás a cuatro patas, respirando superficialmente. Se oía un ruido como de rascadura en alguna parte. «¿Eran ratas del exterior, o algo allá abajo?»

Mike se imaginó de pronto un túnel en el cementerio, que conectase las tumbas. Se imaginó a Van Syke metiéndose de cabeza en este agujero, desapareciendo por esta especie de intestino en las profundas entrañas de la tierra. Van Syke arrastrándose como una serpiente, deslizándose y perdiéndose de vista un minuto antes, cuando oyó silbar a

Mike.

«¿Van Syke… o algo peor?»

Mike se estremeció. A través de la sucia ventana se veía que ya había oscurecido en el exterior, aunque una luz pálida se filtraba por la rendija de la puerta.

Mike volvió a poner el catre en su sitio, asegurándose de que el diario y la revista estuviesen como los había encontrado, y volvió a colocar la manta de manera que tapase el agujero. Se dio cuenta de que ésta no era necesaria para ocultarlo. «Esto está tan oscuro que, posiblemente, nadie advertiría el agujero si no lo delatase el mal olor.»

Se hallaba todavía de rodillas cuando se imaginó que una mano y un brazo blancos y viscosos salían de la oscuridad debajo del catre para agarrarle de la muñeca o del tobillo.

Su excitación sexual se había desvanecido completamente. Creyó que iba a vomitar. Cerró los ojos, abrió la boca para no sentir tanto el mal olor y se concentró en rezar una avemaría y un padrenuestro.

No le sirvió de nada.

Le pareció oír unas pisadas furtivas sobre la hierba cortada del exterior.

Abrió bruscamente la puerta y se lanzó fuera, sin preocuparse de que pudiera chocar con alguien, impaciente sólo por alejarse del agujero, por alejarse de allí.

El cementerio estaba desierto. El cielo era más oscuro; una estrella se cernía en el este sobre la línea de los árboles; también se había oscurecido el bosque, pero aún había algo de luz del crepúsculo estival. Un pájaro negro y de alas rojas estaba posado sobre una alta lápida a veinte metros de distancia y parecía mirar fijamente a Mike.

Éste iba a marcharse rápidamente, pero entonces se acordó del candado. Vaciló, se dio cuenta de que se estaba portando como un idiota, y entonces volvió atrás y empezó a clavar los tornillos. El último tenía que ser enroscado, y Mike observó que le temblaba ligeramente la mano al utilizar la navaja para hacerlo.

«Si algo sale de aquel agujero, ¿cómo puede salir de la barraca? Tal vez se desliza por la ventana.»

«Cállate, estúpido.» Le resbaló la hoja de la navaja y se hizo un corte en el dedo meñique. Mike hizo caso omiso del corte, concentrado en enroscar el último tornillo y sin reparar en las gotas de sangre que caían sobre el marco de madera de la puerta.

«Ya está.» No era perfecto. Un examen minucioso revelaría que la plancha había sido arrancada y colocada de nuevo. ¿Y qué? Mike se volvió y echó a andar por el camino.

Todavía no había tráfico en la Seis. Mike trotó cuesta abajo, lamentando que las sombras del fondo fuesen tan oscuras. Parecía plena noche en los espesos bosques de ambos lados.

La Taberna del Arbol Negro estaba cerrada y a oscuras -no se podía servir alcohol en domingo- y era extraño ver el pequeño edificio sin vehículos aparcados delante de él. Mike redujo la marcha al subir la cuesta y pasar por delante del camino de entrada del Arbol Negro. Los bosques continuaban a su izquierda, Gypsy Lane estaba por allí en alguna parte, pero ahora se extendían los maizales a su derecha y había mucha más luz aquí arriba. Podía ver el cruce de Jubilee College Road a unos doscientos metros delante de él; cuando estuviera allí, la torre del agua de Elm Haven sería visible a poco más de un kilómetro al oeste.

Mike había reducido todavía más la marcha, maldiciendo en silencio su cobardía, cuando oyó crujir la grava detrás de él. No era un coche sino el suave ruido de unas pisadas.

Sin detenerse, se volvió para caminar de espalda, levantando inconscientemente los puños.

«Otro chico», pensó al ver la sombra que se separaba de la oscuridad de debajo de los árboles en la carretera, en lo alto de la cuesta. No reconoció al muchacho, pero vio el anticuado sombrero de Boy Scout y el uniforme. El chico estaba a unos quince metros detrás de él.

Entonces se dio cuenta de que no era un muchacho. Era un hombre de algo más de veinte años, y el uniforme no era de Boy Scout sino de soldado, como los que había visto Mike en viejas fotografías. La cara del hombre parecía cerosa, suave y de extrañas facciones bajo la pálida luz.

– ¡Eh! -gritó Mike, agitando la mano.

No conocía al soldado, pero no por ello dejaba de sentir alivio. Cuando oyó las pisadas detrás de él, se imaginó a Van Syke siguiéndole en la carretera.

El joven soldado no correspondió a su saludo. Mike no podía ver sus ojos, pero era casi como si aquel tipo estuviese ciego. No corría pero caminaba deprisa, en una especie de marcha sobre piernas rígidas, con bastante rapidez para haber acortado ya la distancia entre los dos. Ahora estaba a unos diez metros, y Mike podía ver claramente los botones de metal del uniforme marrón y las extrañas vendas caqui alrededor de las piernas. Las botas claveteadas hacían crujir la grava. Mike trató nuevamente de ver su cara, pero el sombrero de ala ancha proyectaba oscuras sombras sobre ella, a pesar de la pálida luz

El joven marchaba tan rápidamente que Mike tuvo la clara impresión de que estaba tratando de alcanzarle, de que se apresuraba para reducir la distancia.

«¡A la mierda!», pensó Mike, vagamente consciente de que tendría que confesar otra palabrota al padre C.

Se volvió y empezó a bajar corriendo por Jubilee College Road, hacia la lejana mancha de árboles de Elm Haven.

El hermano pequeño de Dale, Lawrence, tenía mucho miedo a la oscuridad.

Pero por lo que Dale sabía, su hermano de ocho años, no tenía miedo a nada más. Subía a sitios que nadie, salvo tal vez Jim Harlen, pensaría en escalar. Lawrence tenía un valor físico que hacía que se lanzase contra muchachos peleones mucho más altos que él, con la cabeza gacha y golpeando con los puños, aunque estuviese recibiendo una paliza que habría hecho llorar a chicos mayores. A Lawrence le gustaban las proezas temerarias: saltaba con su bici desde la rampa más alta que podían construir, y cuando llegaba el momento, en el atrevido ejercicio en el patio de atrás, de que alguien se tendiese delante de la rampa para que los otros saltasen con sus bicis por encima de él, Lawrence era el único que se ofrecía voluntario para ello. Jugaba al fútbol contra muchachos mucho más corpulentos que él, y le divertía que le metiesen en una caja de cartón y le arrojasen rodando por la ladera surcada de minas a cielo abierto de las Billy Goat Mountains. A veces Dale estaba seguro de que algún día Lawrence se podía matar por falta de miedo.

Pero tenía miedo a la oscuridad.

Temía sobre todo la oscuridad del pasillo en lo alto de la escalera de su casa, y todavía más la de su dormitorio.

La casa de los Stewart, que habían alquilado hacía cinco años, cuando habían llegado de Chicago, era vieja. El interruptor al pie de la escalera encendía las bombillas de la pequeña lámpara del vestíbulo de entrada, pero dejaba el rellano de encima de aquéllas sumido en la oscuridad. Para llegar a la habitación de los muchachos, había que cruzar el rellano en aquella penumbra. Pero lo peor para Lawrence era que en la pared de su habitación no había interruptor. Para encender la bombilla del centro de la estancia, los chicos tenían que caminar a oscuras, buscar a tientas el cordón que colgaba en el aire, y tirar de él. Lawrence aborrecía esta operación y suplicaba a Dale que subiese a encenderle la luz.

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